– Espere aquí, por favor -dijo a Latimer antes de encaminarse al coche.
El escritor oyó que su compañero preguntaba en francés al conductor: Ça va? [58]. La respuesta fue un oui apagado. Peters abrió la puerta y se inclinó hacia dentro del coche.
Casi de inmediato retrocedió un paso y cerró la puerta. En su mano izquierda sostenía un paquete.
– Attendez -ordenó Peters al conductor antes de dirigirse hacia el lugar donde Latimer le estaba esperando.
– ¿Todo en orden?-preguntó el escritor.
– Eso creo. ¿Puede encender una cerilla, por favor?
Latimer lo hizo. El paquete tenía el tamaño de un libro grande y un espesor de unos cinco centímetros; por fuera se veía un papel azul y un cordel. Peters rompió el papel en uno de los extremos del paquete; quedaron a la vista los apretados billetes de mil. El chantajista suspiró:
– ¡Estupendo!
– ¿No los contará?
– Ese placer lo reservaré para la paz de mi hogar -respondió Peters con grave expresión.
El satisfecho gordo bajó a la calzada y alzó una mano, después de guardar el paquete en un bolsillo de la gabardina.
El Renault se puso en marcha de un brinco, describió un amplio círculo y emprendió el regreso a toda velocidad, bajo la lluvia. Peters lo veía alejarse con una sonrisa suave entre los labios.
– Una mujer muy bonita -dijo-. Me gustaría saber quién es. En fin, en realidad prefiero el millón de francos. Ahora cogeremos un taxi, mister Latimer. El champaña que usted me ha pedido nos está esperando. Y creo que nos lo hemos ganado.
Encontraron un taxi cerca de la Porte St. Cloud. Peters sólo quería hablar de su éxito.
– Con una persona como Dimitrios hay que ser firme y circunspecta. Nada más. Le hemos planteado la cuestión como había que hacerlo. Le hemos hecho ver que no tenía más alternativa que la de aceptar nuestras condiciones y ya está todo solucionado. Un millón de francos. ¡Estupendo! Casi me sentí tentado a pedirle dos millones. Pero hubiera sido una insensatez mostrarse codicioso. Tal como están las cosas, él cree que le seguiremos pidiendo dinero, que tendrá tiempo para disponer de nuestras vidas, como lo ha hecho con la de Visser. Ya comprobará que se ha equivocado.
»Todo esto me produce una enorme satisfacción, mister Latimer: una satisfacción enorme para mi orgullo y para mi bolsillo. En cierto sentido, creo que he vengado al pobre Visser. También yo he sufrido mucho. Ahora he conseguido mi recompensa -sentenció mientras acariciaba su bolsillo-. Sería divertido ver a Dimitrios cuando comprenda que ha sido engañado. Es una verdadera lástima que no podamos.
– ¿Se irá de París en seguida?
– Eso tengo pensado. Quiero satisfacer un capricho: ver algo de Sudamérica. No iré a ese país de adopción, desde luego. Una de las condiciones que me impusieron para concederme la nacionalidad fue ésta: no pisar jamás esa tierra. Es una condición muy triste, porque por razones sentimentales me gustaría conocer mi país adoptivo. Pero no se puede hacer nada. Soy un ciudadano del mundo y seguiré siéndolo.
»Quizás compre una propiedad en algún sitio, un lugar donde pueda pasar el resto de mis días en paz. Usted es joven, mister Latimer. Pero cuando uno llega a mi edad, los años parecen más cortos y uno presiente que pronto va a llegar al final de su viaje. Se tiene la sensación de que te vas aproximando a una ciudad extraña, a una hora tardía de la noche y te lamentas porque tendrás que abandonar el tibio calorcillo del tren para ir a parar a algún hotel desconocido. En ese momento uno desea que el viaje prosiga eternamente. -Peters miró hacia la calle-. Ya llegamos. Su champaña favorito le está esperando. Es muy caro, tal como usted me dijo. Pero no puedo mostrarme tacaño ante un mínimo dispendio. A veces un poco de lujo resulta agradable y cuando no es así nos permite apreciar en su justo valor la sencillez. ¡Ah! -el taxi se había detenido ante la entrada de la impasse-. No tengo cambio, mister Latimer. Parece extraño, cuando llevo un millón de francos en el bolsillo, ¿no? ¿Le importaría a usted pagar, por favor?
Franquearon las puertas de hierro, siempre abiertas.
– Creo que venderé estas casas -dijo Peters- antes de irme a América del Sur. No hay ninguna razón para conservar una propiedad que no produce beneficio alguno.
– ¿No será difícil venderlas? La vista que tienen esas ventanas es un poco deprimente, ¿no es cierto?
– No hay por qué mirar siempre hacia afuera. Estas casas pueden ser muy bonitas por dentro.
Comenzaron a subir por la empinada escalera. En el segundo rellano, Peters se detuvo para recuperar el aliento, se quitó la gabardina y enarboló las llaves. Continuaron subiendo, hasta llegar a la puerta.
Peters abrió, encendió la luz y de inmediato se dirigió hacia el diván más grande. Cogió el paquete con el dinero y deshizo el nudo del cordel. Con amoroso cuidado fue desenvolviendo los billetes y alzándolos para observarlos. Por primera vez su sonrisa era sincera.
– ¡Aquí está, mister Latimer! ¡Un millón de francos! ¿Ha visto antes tanto dinero junto?¡Casi seis mil libras esterlinas! -exclamó con placer-. Ahora, nuestro pequeño brindis. Quítese la gabardina, traeré el champaña. Espero que le guste de verdad. No tengo hielo, pero he puesto la botella dentro de un cubo con agua; ya debe estar fresco.
Peters se encaminó hacia la parte de la habitación que estaba detrás de la cortina dorada.
Latimer se había apartado del diván, para quitarse la gabardina. De pronto se percató de que, a sus espaldas, Peters permanecía inmóvil, frente a la cortina. Echó una rápida mirada a su alrededor.
Por un instante creyó que estaba a punto de perder el sentido. La sangre huía de su cabeza y la convertía en una oquedad vacía. Una faja de acero le comprimía el pecho. Creyó que iba a gritar, pero permaneció inmóvil, mudo, con los ojos fijos en aquella escena irreal.
De espaldas a él, Peters estaba de pie, rígido, con las manos levantadas a la altura de la cabeza. En los pliegues dorados de la cortina, se recortaba la figura de Dimitrios, con un revólver en la mano.
Dimitrios se adelantó, moviéndose de modo que Latimer no quedara protegido por el cuerpo de Peters. Latimer dejó caer su gabardina al suelo y levantó las manos. Dimitrios, casi sin mirarle, arqueó las cejas.
– No le resulta muy grata la sorpresa de verme aquí, ¿verdad, Petersen?-dijo-. ¿O prefiere que le llame Caillé?
Peters no respondió. Latimer no podía verle la cara, pero advirtió que la garganta del chantajista se movía como si estuviera tragando algo, espasmódicamente.
Sus ojos castaños se clavaron en Latimer.
– Me encanta encontrar aquí también al inglés, Petersen. Me he ahorrado el trabajo de persuadirle para que me revele su nombre y el lugar en que podría buscarle. Pues sí: monsieur Smith, el hombre que sabe tantas cosas y que había mantenido bien oculto su rostro, ahora demuestra que es tan fácil de manejar como usted, Petersen.
»Siempre ha sido muy ingenioso usted, Petersen. Ya se lo dije antes, en otras ocasiones. En aquella en que usted me trajo un ataúd desde Salónica. ¿Lo recuerda? La ingenuidad jamás puede suplantar a la inteligencia, ya lo sabe usted. ¿De veras pensó que yo no comprendería cuáles eran sus intenciones?-Los labios de Dimitrios se torcieron en una mueca de desprecio-. ¡El pobrecito Dimitrios! Es un simple. Pensará que yo, el inteligente Petersen, volveré en busca de más dinero, como lo haría cualquier otro chantajista. No será capaz de advertir que le estoy engañando. Pero para asegurarme de que se engaña conmigo, haré lo que haría cualquier otro chantajista: le diré que más adelante le pediré de nuevo. El pobrecito Dimitrios es tan tonto que me creerá. El pobrecito Dimitrios carece de inteligencia. Aunque haya averiguado en los archivos de la propiedad del Ayuntamiento que, después de un mes de mi salida de la cárcel he logrado vender tres casas que nadie quería comprar a un individuo llamado Caillé, no se le ocurrirá ni en sueños la sospecha de que yo, el inteligente Petersen, soy también Caillé.