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»¿Sabía usted, Petersen, que antes de que yo las comprara a su nombre, estas casas habían estado inhabitadas durante diez años? Usted es un perfecto idiota.

Hubo un silencio. Sus ansiosos ojos castaños se entornaron. La boca de Dimitrios se convirtió en una línea. Latimer comprendió que el griego estaba dispuesto a asesinar a Peters y también que nada podía hacer para evitarlo. Los latidos salvajes de su corazón estaban a punto de sofocarle.

– Suelte el dinero, Petersen.

Los billetes cayeron sobre la alfombra, desparramándose como un abanico.

Dimitrios alzó el revólver.

De pronto, Peters comprendió lo que estaba a punto de ocurrir.

– ¡No! Usted tiene…

Dimitrios disparó. Disparó dos veces y junto con el estampido del segundo disparo, Latimer oyó el ruido que producía uno de los proyectiles en el cuerpo de Peters.

El frustrado chantajista emitió un gemido que parecía el de un hombre a punto de vomitar, mientras caía inclinado hacia delante, hasta quedar apoyado en el suelo con las manos y las rodillas. De su cuello manaba un hilo de sangre.

Dimitrios miró a Latimer.

– Ahora le ha llegado el turno a usted.

Y en ese instante, Latimer dio un salto.

Jamás supo por qué había elegido ese preciso momento para saltar. Jamás supo qué le había impulsado a saltar. Y siempre pensó que le había movido un fuerte instinto que le obligaba a cualquier cosa para salvarse.

Sin embargo, nunca pudo llegar a comprender por qué ese instinto de autoconservación le llevó a saltar hacia el revólver que Dimitrios estaba a punto de disparar. Sin embargo, así lo hizo, y aquel salto le salvó la vida: su pie derecho, al separarse del suelo una fracción de segundo antes de que Dimitrios apretara el gatillo, tropezó en alguno de los gruesos pliegues de las alfombras marroquíes de Peters y el disparo pasó por encima de la cabeza de Latimer, para ir a incrustarse en una de las paredes.

Consciente a medias y con la frente rasguñada por la punta del cañón del revólver, el escritor se precipitó sobre Dimitrios. Ambos se revolvieron con las manos aferradas a la garganta del adversario, pero muy pronto Dimitrios asestó un rodillazo a Latimer, en el estómago, y se separó de él.

Antes había dejado caer su revólver y en ese instante se dispuso a recuperarlo. Jadeante, sin resuello, Latimer se arrastró para coger algún objeto contundente, el primero que estuviera a mano, y resultó ser aquel pesado cenicero de bronce que descansaba sobre una de las mesillas marroquíes. Lo arrojó con el resto de sus fuerzas a la cabeza del griego. Un borde del cenicero golpeó contra la sien derecha de Dimitrios, antes de que él lograra coger el revólver; el griego se tambaleó, pues el golpe apenas si le había detenido durante un segundo.

Entretanto, Latimer cogió la bandeja que había encima de la mesa y se la arrojó con todas sus fuerzas. Dimitrios, alcanzado en el hombro por la bandeja de bronce, se tambaleó una vez más. Un segundo después, Latimer empuñaba el revólver y retrocedía, con un dedo en el gatillo y tratando de recuperar su respiración.

Pálido, Dimitrios avanzaba lentamente hacia él. Latimer alzó el revólver.

– Si vuelve a dar un paso, dispararé.

Dimitrios se detuvo. Sus ojos castaños y ansiosos estaban fijos en los de Latimer; su pelo gris se había despeinado y el pañuelo de seda que llevaba alrededor del cuello se había salido de la chaqueta; tenía un aspecto deplorable. Latimer comenzaba a recuperar el aliento, pero sus rodillas temblaban, débiles, de una manera horrible; sentía un silbido casi insoportable en los oídos y el aire que respiraba, con su olor a pólvora, le estaba provocando náuseas. El siguiente movimiento le correspondía a él, sin duda, y se encontraba atemorizado y casi inerme.

– Si vuelve a dar un paso -repitió-, dispararé.

Vio que aquellos ojos castaños volaban hacia los billetes esparcidos en el suelo y luego hacia su rostro.

– ¿Qué podemos hacer?-preguntó Dimitrios, inesperadamente-. Si la policía interviene, los dos tendremos que explicar varias cosas. Si usted dispara, sólo conseguirá ese millón de francos. Si me permite salir de aquí, le daré un millón más. Creo que usted necesita ese dinero.

Latimer hizo caso omiso de esas palabras. Se movió hacia un lado, hacia la pared, para llegar a un sitio desde el que pudiera echar una mirada rápida a Peters.

El herido se había arrastrado hacia el diván sobre el que estaba su gabardina y en ese momento se había apoyado sobre unos cojines, con los ojos entornados. Respiraba ruidosamente por la boca. Uno de los proyectiles había abierto una herida, a un lado de su garganta, de la que manaba sangre casi sin cesar. El segundo se había hundido en mitad del pecho, chamuscándole la ropa. La herida era un círculo encarnado de cinco centímetros de diámetro. Esta segunda herida no sangraba. Los labios de Peters se movieron.

Con los ojos clavados en Dimitrios, Latimer se deslizó hacia un costado, hasta quedar de pie junto a Peters.

– ¿Cómo se encuentra?-preguntó.

La pregunta era totalmente estúpida y él lo supo en el momento mismo en que las palabras terminaron de brotar de su boca. Con verdadera desesperación trató de pensar sensatamente. Un hombre había sido tiroteado y él tenía delante a quien le había disparado. Por lo tanto…

– Mi pistola -murmuró Peters-, déme mi pistola. Gabardina -agregó algo más, en un tono inaudible.

Con gran cautela, Latimer recorrió el espacio que lo separaba de la gabardina y rebuscó en los bolsillos.

Dimitrios le observaba con los labios plegados en una débil y amarga sonrisa.

Al encontrar la pistola, Latimer la tendió hacia Peters, que la cogió con ambas manos y soltó el seguro.

– Ahora -murmuró el herido- vaya a buscar a la policía.

– Ya habrán oído los disparos -respondió Latimer con ánimo apaciguador-. La policía llegará dentro de unos minutos.

– No nos encontrarán -susurró Peters-, vaya a buscar a la policía.

Latimer vaciló. Lo que Peters había dicho era verdad. La callejuela estaba como blindada por muros ciegos. Tal vez alguien hubiera oído los disparos, pero a menos que una persona se hubiese hallado en las puertas mismas de la impasse en el preciso instante en que se habían producido los disparos, nadie podía saber de dónde provenían.

– Muy bien -respondió el escritor-; ¿dónde está el teléfono?

– No hay teléfono.

– Pero… -vaciló una vez más: tal vez tardaría diez minutos en encontrar a un policía.

¿Era razonable que dejara a Peters, con aquellas heridas, custodiando a un hombre como Dimitrios? Al mismo tiempo, no había otra alternativa. Peters necesitaba la ayuda de un médico. Cuanto antes estuviera Dimitrios bajo siete llaves, mejor. Comprendía que Dimitrios se fiaba del temor que le despertaba su presencia y esa certidumbre desagradaba a Latimer.

Miró a Peters; había apoyado la Lüger sobre una rodilla y apuntaba a Dimitrios. Aún fluía sangre de la herida de su cuello. Si un médico no le auxiliaba rápidamente, se desangraría por completo.

– De acuerdo -dijo-, iré tan de prisa como pueda.

Se dio la vuelta para encaminarse hacia la puerta.

– Un momento, monsieur.

El tono apremiante de aquella voz ronca hizo que Latimer se detuviera.

– ¿Qué?

– Si usted se va, él me matará, ¿no lo comprende? ¿Por qué no acepta mi ofrecimiento?

Latimer abrió la puerta.

– Sí, si quiere recurrir a alguna argucia, él le disparará -dijo, mientras echaba una ojeada al herido que se encogía sobre su Lüger-. Volveré con la policía. No dispare a menos que se vea obligado a hacerlo.

En el momento en que se disponía a trasponer el umbral, oyó la risa áspera de Dimitrios. En un movimiento involuntario, Latimer se volvió.