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El oficial hablaba con el coronel Haki. Al cabo de unos segundos, calló.

– Muerto de una cuchillada en el vientre, según el informe del médico -tradujo el coronel-. Ya había muerto cuando le arrojaron al agua.

– ¿Dónde han sido compradas las ropas?

– En Lyon, excepto el traje y los zapatos, que son griegos. Todo de mala calidad.

Haki volvió a hablar con el oficial.

Latimer observaba el cadáver. De modo que ése era Dimitrios. Ese era el hombre que, tal vez, le cortó el cuello a Sholem, aquel judío que se había convertido al islamismo. Ese era el hombre que había participado en varios asesinatos, que había trabajado de espía para Francia. Ese hombre había traficado con drogas, había vendido un arma a un terrorista croata, y por último, había sido víctima de la violencia él mismo.

Ese bulto de color ceniciento significaba el final de una odisea. En el último capítulo, Dimitrios había regresado al país en el que, años atrás, se iniciara su trayectoria.

Muchos años. Europa, después de la agonía, imaginó por un instante que sus dolores constituirían una nueva gloria; después, había vuelto a caer en el lodo, en medio de los pavores de la guerra. Nuevos gobiernos habían surgido y habían caído; hombres y mujeres habían trabajado, habían padecido hambre, habían dicho discursos, habían luchado, habían sido torturados, habían muerto. La esperanza había surgido y se había apagado; una fugitiva en el aura perfumada de la ilusión. Los hombres habían aprendido a husmear la materia de los sueños impetuosos del alma y esperaban sin inmutarse que las plataformas giratorias pusieran a los cañones en el sitio exacto para la destrucción.

Y a lo largo de todos aquellos años, Dimitrios había vivido y respirado y mantenido tratos con sus extraños dioses. Había sido un hombre peligroso. Ahora, en medio de la soledad de su muerte, junto a aquella escuálida pila de ropas que constituían todo su patrimonio, resultaba digno de piedad.

Latimer observó a los dos funcionarios, mientras discutían acerca de los datos con que rellenarían un formulario, que el oficial se había sacado de un bolsillo. Ambos comenzaron a revolver las ropas, para hacer un inventario de ellas.

No obstante, en algún momento de su vida, Dimitrios había hecho dinero, mucho dinero. ¿Qué había ocurrido con esa fortuna?¿Lo habría gastado?¿Lo habría perdido?«Lo que se consigue fácilmente, fácilmente se pierde», dicen. ¿Pero era Dimitrios hombre que derrochara el dinero con facilidad, fuese cual fuera la manera como lo hubiera obtenido?¡Esos funcionarios sabían tan poco de él! Unos pocos hechos concretos acerca de ciertos incidentes especiales de su vida: ¡eso era todo lo que contenía el dossier! Nada más. Y por cada uno de los crímenes descritos en el dossier, sin duda habría otros, tal vez mucho más graves, incluso. ¿Qué podía haber ocurrido durante aquellos intervalos de dos o tres años que el dossier sorteaba de modo tan despreocupado?¿Y qué había ocurrido desde su estancia en Lyon, un año atrás?¿Por qué camino había avanzado para llegar a la cita que concertara con Némesis?

Todas ésas eran preguntas que el coronel Haki no se molestaría en formularse, y mucho menos, en hallar la respuesta. Haki era un simple profesional, preocupado tan sólo por el hecho desagradable de tener que disponer de un cadáver en estado de descomposición.

Pero sin duda habría gente que lo supiera, que supiera de la vida de Dimitrios, que hubiera conocido a sus amigos (si es que realmente los había tenido) y a sus enemigos. Sin duda habría gente en Esmirna, en Sofía, en Belgrado, en Adrianópolis, en París, en Lyon, gente de toda Europa que podría responderle a sus preguntas.

Si era capaz de hallar a toda aquella gente, si era capaz de obtener de ellos las respuestas a sus preguntas, Latimer tendría en sus manos el material para lo que, seguramente, sería la más extraña de las biografías.

El corazón de Latimer detuvo sus latidos. Era absurdo intentarlo, por supuesto. Una locura en la que no valía la pena pensar siquiera. En caso de hacerlo, habría que empezar en Esmirna, por así decir, y tratar de seguir uno a uno los pasos de aquel hombre, utilizando el dossier como guía inicial.

Podía ser una nueva experiencia como investigador, por cierto. Era posible que no descubriera nada; pero incluso el fracaso iba a aportar alguna pista aprovechable.

Lo lógico era que todas aquellas investigaciones rutinarias, que había organizado tan fácilmente en sus novelas, fueran llevadas a la práctica, al menos una vez, por él mismo.

Por supuesto que ningún hombre que tuviera un mínimo de sentido común podría soñar con salir a la caza del ganso salvaje… ¡no, por el amor de Dios! Pero era divertido jugar con la idea, y si de alguna manera Estambul comenzaba a convertirse en un lugar un poquitín aburrido…

Latimer alzó los ojos y se encontró con la mirada del coronel.

Haki hizo una alusión al calor que reinaba en el depósito. Ya había terminado su tarea de rellenar los papeles con el oficial.

– ¿Ha visto ya todo lo que quería ver?

Latimer asintió con un movimiento de cabeza.

El coronel Haki se volvió y le echó al cadáver una mirada como si se tratara de una obra de artesanía de la que fuese su propio artífice, y de la que estuviera a punto de desprenderse. Durante uno o dos segundos permaneció inmóvil. Después su brazo derecho se adelantó hasta que su mano cogió el pelo del muerto, para levantar la cabeza de modo que los ojos sin vida se enfrentaran con los suyos.

– Un demonio espantoso, ¿verdad?-dijo-. La vida es algo muy extraño. Le he conocido a lo largo de veinte años y ésta es la primera vez que le veo cara a cara. Estos ojos han visto cosas que me hubiera gustado ver. Es una lástima que esa boca ya no pueda hablar sobre ellas.

Haki soltó el mechón de pelo y la cabeza cayó sobre la madera, produciendo un sonido sordo; después, el coronel sacó de su bolsillo un pañuelo de seda y se limpió los dedos cuidadosamente.

– Cuanto antes esté en un ataúd, mejor -comentó mientras salían del depósito.

3. Mil novecientos veintidós

En las primeras horas de una mañana de agosto de mil novecientos veintidós, el Ejército Nacionalista Turco, bajo el mando de Mustafá Kemal Pasha, atacó al grueso del ejército griego en Dumlu Punar, en una meseta que se extiende a doscientas millas al oeste de Esmirna. A la mañana siguiente el ejército griego se había dispersado y sus restos se batían en presurosa retirada hacia Esmirna y hacia el mar. En los días subsiguientes, la retirada se convertiría en huida.

Incapaces de destruir al ejército turco, los griegos se entregaron con frenético salvajismo a la tarea de destruir las poblaciones turcas que hallaban durante su escapada. Desde Alashehr hasta Esmirna, quemaron y asesinaron. Ni una sola aldea quedó en pie. Mientras perseguían a los vencidos, entre las ruinas humeantes, las tropas turcas hallaban los cadáveres de los aldeanos.

Con la asistencia de los pocos labriegos anatolios, medio enloquecidos, que habían logrado sobrevivir, los turcos se vengaban en los griegos que iban encontrando a su paso. A los cadáveres de niños y mujeres turcos, se sumaban los cuerpos mutilados de los integrantes del ejército griego que se habían rezagado. Pero el grueso del ejército griego había huido por mar.

Con su apetito de sangre infiel aún insatisfecho, los turcos continuaron su avance. El día 9 de setiembre ocuparon Esmirna.