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Durante dos semanas, los que huían de los invasores turcos habían afluido a la ciudad, para engrosar el ya elevado número de habitantes griegos y armenios. Todos pensaron que las tropas griegas defenderían la ciudad, después de reorganizarse. Pero el ejército griego se había embarcado ya, había huido. Y ahora todos estaban atrapados en una trampa. Comenzó entonces el holocausto.

El registro de la Liga Armenia de Defensa del Asia Menor cayó en manos de las tropas de ocupación, y en la noche del día 10, una patrulla de soldados de línea recorrió los barrios armenios, con el objetivo de hallar y matar a aquellas personas cuyos nombres aparecían en aquel registro.

Los armenios se resistieron y los turcos se entregaron a una orgía de sangre. La masacre que se produjo a continuación tuvo el sentido de una advertencia. Alentadas por sus oficiales, las tropas turcas, al día siguiente, se arrojaron contra los barrios no turcos de la ciudad y comenzaron a matar de manera sistemática.

Arrastrados fuera de sus casas y de sus escondites, hombres, mujeres y niños fueron degollados en las calles que, muy pronto, se vieron pavimentadas con cadáveres mutilados. Las paredes de madera de los templos, repletos de refugiados, fueron rociadas con gasolina e incendiadas. Los ocupantes que no morían quemados vivos eran recibidos por las puntas de las bayonetas cuando intentaban escapar. En muchos lugares, las casas saqueadas también eran entregadas a las llamas y los incendios comenzaron a extenderse por toda la ciudad.

En su primer momento, se hizo algún esfuerzo para controlar el fuego. Después cambió la dirección del viento, con lo que las llamas se inclinaron en dirección contraria al barrio turco y las tropas recomenzaron, entonces, sus actividades de matanza y saqueo.

Muy pronto toda la ciudad, a excepción del barrio turco y de unas pocas casas cercanas a la estación Kassamba del ferrocarril, fue presa de un incendio voraz.

La masacre, entretanto, continuaba con una ferocidad incontenible. Un cordón de tropas que rodeaba gran parte de la ciudad impedía que los refugiados abandonaran el área incendiada. Las avalanchas de fugitivos aterrorizados eran recibidas con el fuego despiadado de las armas o precipitadas otra vez hacia el infierno de las llamas.

Las estrechas y siniestras callejuelas estaban atascadas por los cadáveres hasta tal punto que, de haber sido las partidas de rescate capaces de soportar el hedor letal que iba en aumento a cada instante, no hubieran podido penetrar siquiera en ellas.

Esmirna, una ciudad llena antes de seres vivos, se había convertido en un matadero. Muchos de los refugiados intentaron llegar hasta los barcos anclados en el puerto. Liquidados a balazos, ahogados, mutilados por feroces enemigos, los cuerpos flotaban ominosamente en las aguas teñidas de sangre.

Pero los muelles seguían hirviendo: una multitud intentaba, en el paroxismo de su frenesí, escapar de los edificios cercanos, que se alzaban envueltos en llamas a escasa distancia, amenazando con el estrago. Se ha dicho que los alaridos de aquellas gentes se podían oír desde el mar, a una milla de distancia de la costa.

Giaur Izmir, la Esmirna infiel, estaba expiando sus pecados.

Al alba del día 15 de setiembre, más de ciento veinte mil personas habían perecido. Sin embargo, en algún lugar, en medio de todo aquel horror, Dimitrios seguía con vida.

Dieciséis años más tarde, cuando su tren entraba en Esmirna, Latimer llegó a la conclusión de que se estaba comportando como un tonto.

No se trataba de una conclusión a la que hubiera llegado de pronto, sin haber llevado a cabo un minucioso examen de todos los elementos de juicio de que disponía. Era una conclusión desagradable que le colmaba de disgusto. Porque había dos hechos que le parecían evidentísimos. En primer lugar, se reprochaba el no haberle pedido al coronel Haki que le facilitara el acceso a los archivos del tribunal militar, para poder conocer la confesión de Dhris Mohammed; pero no había sido capaz de hallar ningún pretexto razonable para apoyar tal petición.

En segundo término, sus conocimientos del idioma turco eran tan pobres que, aun en el caso hipotético de que tuviera acceso a los archivos, sin la ayuda del coronel Haki, sería incapaz de leer aquel documento.

Haber emprendido aquella fantástica y poco digna caza del ganso salvaje era una equivocación bastante imperdonable. Haberla emprendido sin armas ni municiones adecuadas, por así decirlo, era cosa de un tonto o de un loco.

De no haber logrado instalarse, al cabo de una hora después de su llegada, en un excelente hotel, de no haber tenido en su habitación una buena cama y una vista que abarcaba el golfo y las colinas rojizas, bañadas por el sol, que se alzaban al otro lado de las aguas, y -sobre todo- de no haber sido convidado con un martini seco por el dueño del hotel, un francés de gran cordialidad, Latimer habría abandonado sus sueños de hacer una incursión en el mundo detectivesco y habría regresado a Estambul inmediatamente.

Así las cosas… con o sin la historia de Dimitrios de por medio, bien podía conocer algo de la ciudad de Esmirna ahora que estaba allí. Deshizo, pues, en parte, sus maletas.

La segunda mañana de su estancia en Esmirna, Latimer acudió al dueño del hotel para pedirle que le pusiera en contacto con un buen intérprete.

Fedor Muishkin era un diminuto ruso engreído, que debía frisar en los sesenta, con un labio inferior gordo y pendulante, que hacía ondear y temblar cuando hablaba. Tenía una oficina en la zona portuaria y se ganaba la vida traduciendo documentos de negocios y sirviendo de intérprete a capitanes de barcos y a despachantes de casas extranjeras que llegaban al puerto. Formó parte de los mencheviques que en 1919 se vieron obligados a huir de Odessa; a pesar de ello (como lo señalara con tono sardónico el dueño del hotel), ahora se declaraba simpatizante de los bolcheviques: así y todo, al parecer, no pensaba en la posibilidad de su regreso a Rusia. Un farsante, por cierto. Pero, al mismo tiempo, un buen intérprete. Si quería los servicios de un intérprete, Muishkin era el hombre apropiado.

El propio Fedor Muishkin aseguraba que él era el hombre indicado. Su voz era aguda y áspera; además, se rascaba casi sin cesar. Su inglés era correcto, aunque empañado a veces con frases de argot que no siempre resultaban pertinentes. Decía, en sus presentaciones:

– Si hay algo en que pueda servirle, écheme un cabo, soy un tío baratísimo.

– Quiero seguir la pista -explicó Latimer- de un griego que partió de aquí en setiembre de mil novecientos veintidós.

Las cejas de su interlocutor se alzaron en un gesto de asombro.

– En mil novecientos veintidós, ¿eh?¿Un griego que partió de aquí?-Muishkin emitió un par de cloqueos-. Muchos griegos se marcharon de aquí en esos días. -Escupió sobre su dedo índice y pasó la yema por su garganta-. ¡Así! Fue terrible lo que aquellos turcos hicieron a aquellos griegos. ¡Una carnicería!

– Este hombre huyó en un barco de refugiados. Su nombre era Dimitrios. Se cree que había planeado, junto con un negro llamado Dhris Mohammed, el asesinato de un prestamista llamado Sholem. El negro fue juzgado por un tribunal militar y ahorcado. Dimitrios pudo escapar. Me interesaría ver, si es posible, la relación de las declaraciones obtenidas durante el juicio, la confesión del negro y los datos que se reunieron sobre Dimitrios.

Muishkin le clavó una firme mirada.

– ¿Dimitrios?

– Sí.

– ¿Mil novecientos veintidós?

– Sí -el corazón de Latimer dio un brinco-. ¿Por qué?¿Le conoció usted?

Al parecer, el ruso estaba a punto de decir algo; pero cambió de idea. Al cabo de un instante sacudió la cabeza.

– No. Estaba pensando que ése es un nombre muy común. ¿Tiene usted el permiso para examinar los archivos de la policía?

– No. He pensado que tal vez usted podría aconsejarme acerca del mejor modo de obtener ese permiso. Por supuesto que sé muy bien que sólo se dedica a las traducciones, pero si pudiera echarme una mano en este asunto, le estaría muy agradecido.