Muishkin se pellizcó el labio inferior con aire pensativo.
– ¿Tal vez podría usted entrevistarse con el vicecónsul británico? Tendría que pedirle que le ayudara a obtener ese permiso… -Se interrumpió-. Perdóneme usted, pero, ¿por qué quiere ver esas declaraciones? No se lo pregunto porque sí, ni porque no sea capaz de meter mis narices sólo en mis propios asuntos, sino porque la policía seguramente le hará esa pregunta. Ahora bien -prosiguió-, si se tratara de un trámite legal, de algo que no deje entrever, ni por asomo, ni una sospecha, yo tengo un amigo influyente que tal vez podría arreglarlo todo a cambio de una pequeña suma.
Latimer sintió que se ruborizaba.
– Ocurre que sí se trata de un trámite legal -dijo con el tono más natural que pudo hallar en su repertorio-. Por supuesto que podría recurrir al cónsul, pero si usted se encargara de todo, me evitaría el ajetreo que es de suponer.
– Oh, será un placer. Hablaré con ese amigo hoy mismo. La policía, como usted comprenderá, es un incordio y si acudiera a ella yo personalmente, el trámite resultaría muy caro. Y, además, me gusta proteger a mis clientes.
– Es usted muy amable.
– No tiene ninguna importancia. -Una mirada ausente revoloteó en los ojos del ruso-. Me caen bien los ingleses, sabe usted. Ustedes saben muy bien cuál es la mejor manera de negociar. No acostumbran a regatear, como estos malditos griegos. Cuando un hombre les dice metálico a la entrega de la mercancía, ustedes pagan metálico contra entrega de la mercancía. ¿Un cheque? Muy bien. Los ingleses juegan limpio. Con ellos hay una mutua confianza entre ambas partes. Y cualquiera puede hacer un trabajo excelente en tales circunstancias. Sientes…
– ¿Cuánto?-le interrumpió Latimer.
– ¿Quinientas piastras?
Muishkin lo dijo en tono de duda. En sus ojos reinaba el desconsuelo: era un artista que carecía de confianza en sí mismo, una criatura obligada a negociar, un hombre que sólo se sentía feliz con su trabajo.
Latimer reflexionó durante unos segundos. Quinientas piastras equivalían a algo menos de una libra. Bastante barato. Pero entonces detectó un brillo particular en los ojos desconsolados.
– Doscientas cincuenta -replicó, con tono firme.
Muishkin alzó sus manos en un gesto de desamparo. El tenía que vivir. Y también estaba de por medio su amigo, una persona de gran influencia.
Momentos después, tras haber pagado ciento cincuenta piastras como adelanto de un precio total establecido en trescientas piastras (incluidas las cincuenta, para el amigo influyente), Latimer se marchó. Anduvo por el paseo del puerto; se sentía satisfecho de su trabajo de aquella mañana. Sin duda hubiera preferido ver los archivos él mismo, observar mientras le hiciesen la traducción. Se hubiera sentido más acorde con su papel de investigador y no reducido a la posición de mero turista inquisitivo. Pero así se habían presentado las cosas. Siempre existía la posibilidad, claro estaba, de que a Muishkin se le ocurriera embolsarse esas fáciles ciento cincuenta piastras. Pero había algo que no le permitía dar crédito a esa posibilidad. Susceptible como era a las impresiones, descansaba en la idea que le había sugerido el ruso: era un hombre honesto, si no a simple vista, al menos en el fondo.
Además no podían engañarle con documentos falsos. El coronel Haki le había contado lo suficiente sobre el juicio contra Dhris Mohammed; estaba en condiciones de detectar ese tipo de fraude. Lo único que podía suceder era que el amigo no fuera merecedor de aquellas cincuenta piastras.
Al día siguiente llegó Muishkin, sudando copiosamente, poco antes de cenar, mientras Latimer se tomaba un aperitivo. El ruso se acercó agitando los brazos, revolviendo los ojos como un desesperado, y después de arrojarse sobre un sillón, dejó oír un fuerte suspiro de agotamiento.
– ¡Qué día! ¡Qué calor! -exclamó.
– ¿Ha traído la traducción?
Muishkin asintió con un gesto de fatiga, metió una mano en un bolsillo interior y sacó un rollo de papeles.
– ¿Quiere beber algo?-preguntó Latimer.
Los ojos del ruso se abrieron con brusquedad mientras dirigían a su alrededor una mirada de hombre que acaba de recobrar el sentido.
– Si no le importa -dijo-. Tomaré ajenjo, por favor; avec de la glace [13].
El camarero recibió el pedido y Latimer se dispuso a inspeccionar la presa cobrada.
La traducción estaba manuscrita y llenaba doce folios. Latimer hojeó los dos o tres folios iniciales. Sin duda alguna, era la traducción del documento genuino. Entonces inició una lectura cuidadosa.
GOBIERNO NACIONAL DE TURQUÍA
TRIBUNAL DE LA INDEPENDENCIA
Por orden del oficial comandante de la guarnición de Izmir, de acuerdo con las facultades otorgadas por el Decreto Ley promulgado en Ankara en el decimoctavo día del sexto mes de 1922 del nuevo calendario.
Sumario de las declaraciones hechas ante el Comisionado Presidente del Tribunal, mayor de brigada Zia Haki, en el sexto día del décimo mes del año 1922, del nuevo calendario.
Zakari, el judío, denuncia que el asesinato de su primo Sholem ha sido obra de Dhris Mohammed, un empacador de higos oriundo de Buja.
Durante la semana pasada, una patrulla perteneciente al Sexagésimo Regimiento descubrió el cadáver de Sholem, un prestamista deunme, en su cuarto situado en un edificio que da a una callejuela sin nombre, en los alrededores de la Antigua Mezquita. Había sido degollado. Aun cuando este hombre no era hijo de Verdaderos Creyentes ni gozaba de buena reputación, nuestra vigilante policía ha llevado a cabo las investigaciones pertinentes y ha comprobado la desaparición de una considerable suma de dinero.
Varios días más tarde, Zakari, el denunciante, informó al comandante de policía que, mientras estaba en un café, había visto a Dhris exhibiendo puñados de billetes de moneda griega. Zakari sabía que Dhris era un individuo pobre y se extrañó. Más tarde, cuando Dhris se hubo emborrachado, le oyó jactarse de que Sholem, el judío, le hubiera prestado dinero sin pedirle intereses. En ese momento, Zakari no se había enterado aún de la muerte de Sholem, pero cuando se lo comunicó un familiar, recordó lo que había visto y oído en aquel café.
Se ha requerido la declaración de Abdul Hakk, dueño del bar Cristal, quien ha dicho que Dhris había mostrado dinero griego, varios cientos de dracmas, al parecer, y había dicho a gritos que el judío Sholem le había prestado ese dinero sin pedirle intereses. Hakk pensó que eso era raro, porque Sholem era un hombre de duro corazón.
Un jornalero del puerto, llamado Ismail, también ha declarado que había oído esto mismo de boca del prisionero.
Interrogado acerca de la manera como había obtenido el dinero, el asesino en un principio ha negado que estuviera en posesión de dicha suma y ha afirmado que no conocía a Sholem y que, por ser un verdadero creyente, el judío Zakari le odiaba. También ha dicho que Hakk e Ismail habían mentido.
Ante las severas preguntas del Comisionado Presidente del Tribunal, ha admitido posteriormente que estaba en posesión de una suma de dinero, pagada por Sholem a cambio de un servicio que él le había prestado. Pero Dhris Mohammed se ha negado a explicar en qué había consistido ese servicio. Al proseguir el interrogatorio, la actitud del acusado se volvió extraña y desequilibrada. Ha negado su responsabilidad en el asesinato de Sholem y, con blasfemias, ha invocado al Dios Verdadero como testigo de su inocencia.
El Comisionado Presidente, en vista de todo esto, ordena que el reo sea ahorcado, mediando el acuerdo de los otros miembros del Tribunal, por ser ésta la sentencia justa.
Latimer acabó el folio. Echó una mirada a Muishkin. El ruso se había tragado su ajenjo y examinaba la copa. Las miradas de ambos se cruzaron.