Paul Auster
La música del azar
Traducción de Maribel De Juan
Título de la edición original: The Music of Chance
1
Durante todo un año no hizo otra cosa que conducir, viajar de acá para allá por los Estados Unidos mientras esperaba a que se le acabara el dinero. No había previsto que durara tanto, pero una cosa iba llevando a la otra, y cuando Nashe comprendió lo que le estaba ocurriendo, había dejado de desear que aquello terminara. El tercer día del decimotercer mes conoció al muchacho que se hacía llamar Jackpot. [1] Fue uno de esos encuentros casuales que parecen surgir de la nada: una ramita que el viento rompe y que de repente aterriza a tus pies. Si hubiera sucedido en cualquier otro momento, puede que Nashe no hubiese abierto la boca. Pero como ya había renunciado, como pensaba que ya no tenía nada que perder, vio en el desconocido un indulto, una última oportunidad de hacer algo por sí mismo antes de que fuera demasiado tarde. Y así, sin más, se decidió y lo hizo. Sin el menor atisbo de miedo, Nashe cerró los ojos y saltó.
Todo se reducía a una cuestión de secuencia, de orden de los sucesos. Si el abogado no hubiese tardado seis meses en encontrarle, él no habría estado en la carretera el día que conoció a Jack Pozzi, y por lo tanto ninguna de las cosas que siguieron a ese encuentro habría ocurrido nunca. A Nashe le resultaba perturbador pensar en su vida en esos términos, pero lo cierto era que su padre había muerto un mes antes de que Thérèse le abandonara, y si él hubiese tenido idea de la cantidad de dinero que estaba a punto de heredar, probablemente habría podido convencerla de que se quedara. Aun suponiendo que no se hubiese quedado, no habría sido necesario llevarse a Juliette a Minnesota a vivir con su hermana, y eso habría sido suficiente para que no hiciera lo que hizo. Pero por entonces él trabajaba todavía en el cuerpo de bomberos, y ¿cómo iba a ocuparse de una niña de dos años cuando su trabajo le obligaba a estar fuera de casa a todas horas del día y de la noche? Si hubiese tenido dinero, habría contratado a una mujer para que viviese con ellos y cuidase a Juliette, pero claro, si hubiese tenido dinero, no habrían estado viviendo de alquiler en el piso bajo de una horrenda casa de dos plantas en Somerville y tal vez Thérèse no se habría marchado. Su sueldo no era tan malo, pero la apoplejía que su madre sufrió cuatro años antes le había arruinado y todavía seguía mandando pagos mensuales al sanatorio de Florida donde ella falleció. Teniendo en cuenta todo eso, la casa de su hermana le había parecido la única solución. Por lo menos Juliette tendría la oportunidad de vivir con una verdadera familia, de estar rodeada de otros niños y de respirar aire puro, y eso era mucho mejor que todo lo que él podía ofrecerle. Entonces, de pronto, el abogado le encontró y el dinero cayó sobre su regazo. Era una suma colosal -cerca de doscientos mil dólares, una suma casi inimaginable para Nashe-, pero ya era demasiado tarde. Se habían desencadenado demasiadas cosas durante los últimos cinco meses y ni siquiera el dinero podía detenerlas ya.
Hacía más de treinta años que no veía a su padre. La última vez había sido cuando él tenía dos años, y desde entonces no había habido ningún contacto entre ellos, ni una carta, ni una llamada telefónica, nada. Según el abogado que llevó la testamentaría, el padre de Nashe pasó los últimos veintiséis años de su vida en una pequeña ciudad del desierto de California no lejos de Palm Springs. Era propietario de una ferretería, jugaba a la bolsa en sus ratos libres y no se había vuelto a casar. No hablaba de su pasado, dijo el abogado, y sólo el día en que entró en su despacho para hacer testamento le mencionó que tenía hijos.
– Se estaba muriendo de cáncer -continuó la voz en el teléfono- y no sabía a quién dejarle su dinero. Pensó que lo mejor sería repartirlo entre sus dos hijos: la mitad para usted y la mitad para Donna.
– Una extraña manera de enmendarlo -dijo Nashe.
– Bueno, era un hombre extraño, su padre, de eso no hay duda. Nunca olvidaré lo que dijo cuando le pregunté por usted y su hermana. “Probablemente me odian a muerte”, dijo, “pero es demasiado tarde para llorar por eso. Lo único que desearía es poder estar allí después de que la palme, sólo para ver la cara que ponen cuando reciban el dinero.”
– Me sorprende que supiera dónde encontrarnos.
– No lo sabía -dijo el abogado-. Y créame, a mí me ha costado una barbaridad. He tardado seis meses en conseguirlo.
– Para mí habría sido mucho mejor si me hubiera hecho esta llamada el día del entierro.
– A veces hay suerte y a veces no. Hace seis meses yo ni siquiera sabía si usted estaba vivo o muerto.
No era posible sentir dolor, pero Nashe supuso que sentiría alguna otra cosa, algo semejante a la tristeza, quizá, una oleada de enojo y pesar de último minuto. Aquel hombre era su padre, después de todo, y eso debería haber justificado unos cuantos pensamientos sombríos acerca de los misterios de la vida. Pero resultó que Nashe no sintió apenas nada que no fuera alegría. El dinero era algo tan extraordinario para él, tan monumental en sus consecuencias, que borraba todo lo demás. Sin detenerse a considerar el asunto con mucho cuidado, saldó su deuda de treinta y dos mil dólares con el Sanatorio Pleasant Acres, salió a comprarse un coche nuevo (un Saab 900 rojo de dos puertas, el primer coche no usado que tenía en su vida) y pidió todo el tiempo de vacaciones que había acumulado durante los últimos cuatro años. La noche antes de marcharse de Boston dio una espléndida fiesta en su propio honor, estuvo de juerga con sus amigos hasta las tres de la madrugada y luego, sin tomarse la molestia de acostarse, se metió en el coche nuevo y se dirigió a Minnesota.
Allí fue donde el mundo empezó a venírsele encima. A pesar de las celebraciones y los recuerdos de aquellos días, Nashe fue comprendiendo gradualmente que la situación no tenía arreglo. Llevaba demasiado tiempo separado de Juliette y ahora que había vuelto a recogerla era como si ella se hubiese olvidado de quién era él. Había creído que las llamadas telefónicas bastarían, que hablar con ella dos veces a la semana serviría para que él siguiera existiendo para ella. Pero ¿qué sabía una niña de dos años de conversaciones a larga distancia? Durante seis meses no había sido para ella más que una voz, una vaporosa colección de sonidos, y poco a poco se había convertido en un fantasma. Aunque Nashe llevaba ya dos o tres días en la casa, Juliette continuaba mostrándose tímida e insegura con él y se apartaba cuando trataba de abrazarla como si ya no creyera plenamente en su existencia. Se había convertido en parte de su nueva familia y él era poco más que un intruso, un alienígena caído de otro planeta. Se maldijo por haberla dejado allí, por haberlo organizado todo tan bien. Juliette era ahora la adorada princesita de la casa. Tenía tres primos mayores con quienes jugar, un perro perdiguero, un gato, el columpio del jardín trasero, tenía todo lo que podía desear. Le mortificaba pensar que su cuñado le había usurpado su puesto, y a medida que pasaban los días tenía que esforzarse para no mostrar su resentimiento. Antiguo jugador de fútbol americano convertido luego en entrenador y profesor de matemáticas en un instituto, Ray Schweikert siempre le había parecido a Nashe un poco cabeza de alcornoque, pero no había duda de que tenía buena mano con los niños. Era el señor Bueno, el papá norteamericano de gran corazón, y estando Donna allí para llevar las riendas, la familia era sólida como una roca. Ahora Nashe tenía dinero, pero ¿cambiaba eso algo realmente? Trató de imaginar en qué podría mejorar la vida de Juliette si volvía a Boston con él, pero no logró encontrar un solo argumento en su favor. Deseaba ser egoísta, defender sus derechos, pero le faltaba el valor y al fin acabó rindiéndose a la verdad evidente. Arrancar a Juliette de todo aquello le haría más daño que bien.