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– Oye, guapa, ¿tienes planes para esta noche?

– Cálmate, Jack -le advirtió Nashe una o dos veces-. Cálmate. Te van a echar de aquí si sigues así.

– Estoy calmado -dijo Pozzi-. ¿Es que no puede uno tantear el terreno?

En el fondo, era casi como si Pozzi estuviera montando el número porque sabía que Nashe lo esperaba de él. Era una representación consciente, un torbellino de previsibles payasadas que ofrecía como expresión de agradecimiento a su nuevo amigo y benefactor, y si hubiera notado que Nashe quería que parase, hubiese parado sin decir una palabra más. Por lo menos ésa fue la conclusión a la que llegó Nashe más tarde, porque una vez que empezaron a examinar la ropa en serio, el chico mostró una sorprendente falta de resistencia a sus argumentos. La deducción era que Pozzi comprendía que se le daba la oportunidad de aprender algo y de ahí se deducía a su vez que Nashe ya se había ganado su respeto.

– Escucha, Jack -le dijo Nashe-. Dentro de dos días vas a enfrentarte a un par de millonarios. Y no vas a jugar en un garito de mala muerte, estarás en su casa como invitado. Probablemente piensan darte de comer e invitarte a pasar la noche. No querrás causar mala impresión, ¿verdad? No querrás entrar allí con pinta de chorizo ignorante. He visto la clase de ropa que te gusta llevar. Dan el cante, Jack, te delatan como un pardillo. Ves a un tío vestido así y te dices: Ahí va un anuncio viviente de Perdedores Anónimos. Esa ropa no tiene estilo ni clase. Cuando íbamos en el coche me dijiste que en tu trabajo hay que ser actor. Pues un actor necesita un disfraz. Puede que no te guste esta ropa, pero los ricos la llevan y tú quieres demostrar al mundo que tienes buen gusto, que eres un hombre con criterio. Ya es hora de que madures, Jack. Es hora de que empieces a tomarte en seno.

Poco a poco, Nashe le convenció, y al final salieron de la tienda con quinientos dólares de sobriedad y discreción burguesa, un conjunto tan convencional que hacía que su portador se volviera invisible en cualquier ambiente: chaqueta cruzada azul marino, pantalones gris claro, mocasines y una camisa blanca de algodón. Como aún hacía calor, dijo Nashe, podían prescindir de la corbata, y Pozzi aceptó esa omisión diciendo que ya estaba bien.

– Ya me siento como un gusano -dijo-. No hace falta que además trates de estrangularme.

Eran cerca de las cinco cuando regresaron al Plaza. Después de dejar los paquetes en la séptima planta, bajaron otra vez para tomar una copa en el Oyster Bar. Después de la primera cerveza, de pronto Pozzi pareció aplastado por la fatiga, como si estuviera luchando por mantener los ojos abiertos. Nashe intuyó que también tenía dolores y, en lugar de obligarle a aguantar un poco más, pidió la cuenta.

– Pareces agotado -le dijo-. Probablemente es hora de que subas a dormir un rato.

– Estoy hecho una mierda -dijo Pozzi, sin molestarse en protestar-. Sábado por la noche en Nueva York, pero no parece que vaya a poder aprovecharlo.

– Es la hora de los sueños para ti, amigo. Si te despiertas a tiempo, puedes cenar tarde, pero tal vez sea buena idea que sigas durmiendo hasta mañana. No hay duda de que entonces te sentirás muchísimo mejor.

– Tengo que mantenerme en forma para el gran combate. Nada de follar con las titis. El pito quieto en el pantalón y ni oler la comida con grasa. A las cinco salir a correr, a las diez entrenamiento con el sparring. Austeridad y concentración.

– Me alegro de que lo hayas entendido tan rápidamente.

– Estamos hablando de un campeonato, Jimbo, y Kid necesita descanso. Cuando se está entrenando hay que estar dispuesto a cualquier sacrificio.

Así que subieron otra vez a las habitaciones y Pozzi se metió en la cama. Antes de apagar la luz, Nashe le hizo tragar tres aspirinas y luego le dejó en la mesilla un vaso de agua y el frasco de aspirinas.

– Si te despiertas -le dijo-, tómate algunas más. Te servirán para aliviar el dolor.

– Gracias, mamá -dijo Pozzi-. Espero que no te importe que no rece mis oraciones esta noche. Dile a Dios que tenía demasiado sueño, ¿vale?

Nashe cruzó el cuarto de baño, cerrando ambas puertas, y se sentó en la cama. De repente se sintió desconcertado, sin saber qué hacer consigo mismo durante el resto de la tarde. Consideró la posibilidad de salir a cenar en algún sitio, pero luego decidió no hacerlo. No quería alejarse demasiado de Pozzi. No iba a pasar nada (estaba más o menos seguro de eso), pero al mismo tiempo le parecía que sería un error dar nada por sentado.

A las siete pidió que le subieran un sandwich y una cerveza y encendió el televisor. Los Nets jugaban en Cincinnati esa noche y siguió el partido hasta el noveno turno, barajando una y otra vez las cartas nuevas sentado en la cama y haciendo un solitario tras otro. A las diez y media apagó el televisor y se metió en la cama con un ejemplar de bolsillo de las Confesiones de Rousseau, que había empezado a leer durante su estancia en Saratoga. Justo antes de dormirse llegó al pasaje en el cual el autor está en un bosque tirando piedras a los árboles. Si doy a ese árbol con esta piedra, se dice Rousseau, entonces todo me irá bien en la vida a partir de ahora. Tira la piedra y falla. Esa no cuenta, se dice, y coge otra y se acerca varios metros al árbol. Vuelve a fallar. Esa tampoco contaba, se dice, y entonces se aproxima aún más al árbol y busca otra piedra. Falla de nuevo. Esa no ha sido más que la última tirada de calentamiento, se dice, es la próxima la que verdaderamente cuenta. Pero, para asegurarse, esta vez se acerca mucho al árbol, situándose justo delante del blanco. Ahora está a unos treinta centímetros, lo bastante cerca como para tocarlo con la mano. Entonces lanza la piedra directamente contra el tronco. Exito, se dice, lo logré. De ahora en adelante, mi vida será mejor que nunca.

Nashe encontró divertido el pasaje, pero al mismo tiempo le dejó demasiado azorado como para tener ganas de reírse. Al fin y al cabo había algo terrible en semejante franqueza, y se preguntó dónde había encontrado Rousseau el valor para revelar algo así de sí mismo, para admitir tan descarado autoengaño. Nashe apagó la lámpara, cerró los ojos y escuchó el zumbido del aire acondicionado hasta que ya no pudo oírlo. En algún momento de la noche soñó con un bosque en el cual el viento pasaba por entre los árboles con el sonido de los naipes al barajarse.

A la mañana siguiente Nashe siguió retrasando la prueba. A esas alturas casi se había convertido en una cuestión de honor, como si la verdadera prueba fuese para sí mismo y no para comprobar la habilidad de Pozzi con las cartas. La cuestión era ver cuánto tiempo podía vivir en un estado de incertidumbre: actuar como si se hubiese olvidado del asunto, y de esa forma utilizar el poder del silencio para obligar a Pozzi a dar el primer paso. Si Pozzi no decía nada, eso querría decir que el muchacho no era más que palabrería. Le gustaba la simetría de ese acertijo. La ausencia de palabras significaría que era todo palabras, y las palabras significarían que era sólo farol y fraude. Si Pozzi era serio, sacaría el tema antes o después, y a medida que pasaba el tiempo Nashe se encontraba cada vez más dispuesto a esperar. Pensó que era como tratar de respirar y contener el aliento a la vez, pero ahora que había empezado el experimento sabía que iba a seguirlo hasta el final.