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– Es por esa mujercita suya -le dijo-. Desde que se llevó su coño de la ciudad, usted ha estado jodido, Nashe. No hay nada más patético que eso. Ver a un buen tipo hundirse por problemas de faldas. Domínese, hombre. Olvídese de esos estúpidos planes y haga su trabajo.

– Lo siento, capitán -dijo Nashe-, pero ya lo tengo bien pensado.

– ¿Pensado? Me parece a mí que usted ya no es capaz de pensar.

– Tiene usted envidia, eso es todo. Daría su brazo derecho por estar en mi lugar.

– ¿Y trasladarme a Minnesota? Olvídelo, hombre. Se me ocurren diez mil cosas que me apetecerían más que vivir bajo un montón de nieve nueve meses al año.

– Bueno, si alguna vez pasa por allí, no deje de pararse para saludarme. Le venderé un destornillador o lo que quiera.

– Que sea un martillo, Nashe. Tal vez pueda usarlo para meterle algo de sensatez en la cabeza.

Una vez dado el primer paso, no le resultó difícil llegar hasta el final. Durante los cinco días siguientes se ocupó de cuestiones prácticas. Llamó a su casero para decirle que buscara un nuevo inquilino, donó muebles al Ejército de Salvación, se dio de baja del gas y la electricidad y desconectó el teléfono. Había una temeridad y una violencia en aquellos gestos que le satisfacía profundamente, pero nada podía igualar al simple placer de tirar cosas. La primera noche pasó varias horas reuniendo las pertenencias de Thérèse y metiéndolas en bolsas de basura, librándose finalmente de ella por medio de una purga sistemática, un entierro en masa de todos y cada uno de los objetos en los que hubiera la más ligera huella de su presencia. Se lanzó sobre su armario y tiró sus abrigos, sus jerséis y sus vestidos; vació sus cajones de ropa interior, medias y bisutería; quitó todas sus fotos del álbum; tiró sus cosméticos y sus revistas de moda; se deshizo de sus libros, sus discos, su despertador, sus bañadores y sus cartas. Eso rompió el hielo, por así decirlo, y cuando empezó a pensar en sus propias pertenencias la tarde siguiente, Nashe actuó con el mismo rigor brutal, tratando su pasado como si no fuera más que basura de la que había que deshacerse. Todo el contenido de la cocina fue a parar a un refugio para personas sin hogar de la zona sur de Boston. Los libros se los dio a la estudiante de instituto del piso de arriba; el guante de béisbol lo regaló al chico de la casa de enfrente; la colección de discos la vendió a una tienda de segunda mano de Cambridge. Estas transacciones le producían cierto dolor, pero Nashe casi empezó a recibir ese dolor con alegría, a sentirse ennoblecido por él, como si cuanto más se alejase de la persona que había sido, mejor fuese a encontrarse en el futuro. Se sentía como un hombre que finalmente ha reunido el valor necesario para meterse una bala en la cabeza, sólo que en este caso la bala no significaba la muerte, sino la vida, era la explosión que desencadena el nacimiento de nuevos mundos.

Sabía que también tendría que desprenderse del piano, pero lo dejó para el final, pues no quería renunciar a él hasta el último momento. Era un Baldwin vertical que su madre le había regalado el día que cumplió trece años y él siempre le había estado agradecido por ello, pues sabía que conseguir el dinero había supuesto para ella un enorme esfuerzo. Nashe no se hacía ilusiones respecto a su manera de tocar, pero generalmente lograba dedicar unas cuantas horas a la semana al instrumento, ante el cual se sentaba para interpretar torpemente algunas de las viejas piezas que aprendió de niño. Siempre tenía un efecto calmante sobre él, como si la música le ayudara a ver el mundo más claramente, a comprender cuál era su lugar en el orden invisible de las cosas. Ahora que la casa estaba vacía y él estaba listo para irse, se quedó un día más para dar un largo recital de despedida a las paredes desnudas. Una por una, tocó un montón de sus piezas preferidas, comenzando por Las misteriosas barricadas de Couperin y terminando por el Vals de Jitterbug de Fats Waller, aporreando el teclado hasta que se le entumecieron los dedos y tuvo que dejarlo. Luego llamó a su afinador de los últimos seis años (un ciego que se llamaba Antonelli) y llegó a un acuerdo con él para venderle el Baldwin por cuatrocientos cincuenta dólares. Cuando llegaron los transportistas a la mañana siguiente Nashe ya se había gastado el dinero en cintas para el cassette de su coche. Le pareció un gesto apropiado -convertir una clase de música en otra- y la economía del intercambio le complació. Después de eso ya no había nada que le retuviera. Se quedó justo el tiempo suficiente para ver cómo los hombres de Antonelli sacaban el piano de la casa y luego, sin molestarse en decir adiós a nadie, se marchó. Simplemente salió, subió a su coche y se fue.

Nashe no tenía ningún plan definido. Como máximo, la idea era dejarse ir por algún tiempo, viajar de un sitio a otro y ver qué pasaba. Suponía que se cansaría de ello al cabo de un par de meses y entonces se sentaría a preocuparse por lo que debía hacer. Pero después de dos meses aún no estaba dispuesto a renunciar. Poco a poco se había enamorado de su nueva vida de libertad e irresponsabilidad, y una vez que ocurrió eso, ya no había ninguna razón para detenerse.

La velocidad era la esencia, el goce de sentarse en el coche y lanzarse hacia adelante a través del espacio. Eso se convirtió en un bien por encima de todos los demás, un hambre que debía satisfacer a cualquier precio. Nada de lo que le rodeaba duraba más de un momento, y puesto que un momento seguía a otro, era como si sólo él continuara existiendo. Él era un punto fijo en un torbellino de cambios, un cuerpo detenido en absoluta inmovilidad mientras el mundo se precipitaba a través de él y desaparecía. El coche se convirtió en un santuario de invulnerabilidad, un refugio en el que nada podía herirle ya. Mientras conducía no llevaba ningún peso, ni la más ligera partícula de su vida anterior le estorbaba. Esto no quiere decir que no surgieran recuerdos, pero ya no parecían producir la angustia de antes. Tal vez la música tenía algo que ver con eso, las interminables cintas de Bach, Mozart y Verdi que escuchaba mientras iba al volante, como si de alguna manera los sonidos emanaran de él y empaparan el paisaje, convirtiendo el mundo visible en un reflejo de sus propios pensamientos. Al cabo de tres o cuatro meses le bastaba con entrar en el coche para sentir que se desprendía de su propio cuerpo, que una vez que ponía el pie en el pedal y empezaba a conducir, la música le transportaba a una esfera de ingravidez.

Las carreteras vacías eran siempre preferibles a las muy transitadas. Había que reducir la velocidad en menos ocasiones, y al no tener que estar pendiente de los demás coches podía conducir con la seguridad de que sus pensamientos no serían interrumpidos. En consecuencia, tendía a evitar los grandes centros de población, limitándose a las regiones abiertas y poco habitadas: el norte de los estados de Nueva York y Nueva Inglaterra, las llanas tierras de labranza de los estados centrales, los desiertos del Oeste. También era preciso rehuir el mal tiempo, porque dificultaba la conducción tanto como el tráfico, y cuando llegó el invierno con sus tormentas y sus inclemencias se dirigió al sur y, con pocas excepciones, se quedó allí hasta la primavera. No obstante, Nashe sabía que, incluso en las mejores condiciones, ninguna carretera estaba enteramente libre de peligro. Había constantes riesgos que prevenir y en cualquier momento podía ocurrir algo. Un viraje brusco, un bache, un pinchazo repentino, un conductor borracho, una brevísima distracción, cualquiera de estas cosas podía matarle en un instante. Nashe vio varios accidentes mortales durante sus meses en la carretera y una o dos veces a él mismo le faltó muy poco para estrellarse. De todos modos, se alegró de estas ocasiones en que escapó por un pelo. Añadían un elemento de riesgo a lo que hacía y, más que nada, eso era lo que buscaba: sentir que su vida estaba en sus manos.