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– Bueno, viejo -le dijo a Murks mientras los tres caminaban por la hierba-, parece que por fin has puesto tus cartas sobre la mesa.

– ¿Cartas? -dijo Murks, confuso por la referencia-. Te dije ayer que yo no juego a las cartas.

– Es una manera de hablar -contestó Pozzi, sonriendo amablemente-. Estoy hablando de ese extraño juguete que llevas ahí. Ese badajo que te cuelga de la cintura.

– Ah, esto -dijo Murks, dando unas palmaditas al revólver dentro de su funda-. Sí, bueno, pensé que no debía correr más riesgos. Tú eres un loco hijo de puta, enano. Cualquiera sabe lo que podrías hacer.

– Y eso disminuye las posibilidades, ¿no? -dijo Pozzi-. Quiero decir que una cosa como ésa coarta mucho a un hombre a la hora de expresarse. Restringe sus derechos de la Primera Enmienda, no sé si sabes a lo que me refiero.

– No seas tan listo, chaval -dijo Murks-. Conozco la Primera Enmienda.

– Por supuesto. Por eso me gustas tanto, Calvin. Eres un tío espabilado, lo que se dice un águila. No hay quien te engañe.

– Como dije ayer, siempre estoy dispuesto a darle a un hombre una oportunidad. Pero sólo una. Después, hay que tomar medidas adecuadas.

– Como poner tus cartas sobre la mesa, ¿eh?

– Si lo quieres decir así.

– Es bueno que las cosas queden bien sentadas. La verdad es que me alegro de que te hayas puesto hoy tu cinturón de vestir. Eso le da aquí a mi amigo Jim una imagen más clara de la situación.

– Esa es la idea -contestó Murks, palmeando de nuevo su revólver-. Ayuda a ajustar el enfoque, ¿a que sí?

Terminaron de reparar la zanja al final de la mañana, y luego el trabajo volvió a la normalidad. Aparte del revólver (que Murks siguió llevando todos los días), las circunstancias externas de su vida no parecieron cambiar mucho. En todo caso, a Nashe le pareció que empezaban a mejorar. La lluvia había cesado y, en lugar de los días fríos y húmedos que les habían tenido hundidos en el lodo durante más de una semana, entraron en un periodo de soberbio tiempo otoñaclass="underline" cielos límpidos y relucientes, tierra firme bajo los pies, el crujido de las hojas que pasaban llevadas por el viento. Además, Pozzi también parecía haber mejorado, y ya no suponía tanto esfuerzo para Nashe estar con él. El revólver había supuesto un cambio decisivo y desde entonces el chico había recobrado parte de su fanfarronería y buen humor. Había dejado de decir disparates; controlaba su ira; el mundo había comenzado a divertirle de nuevo. Eso era un verdadero progreso, pero también estaba el progreso del calendario, y quizá eso fuera lo más importante de todo. Ya habían entrado en octubre, y súbitamente el final aparecía a la vista. Saber eso era suficiente para despertar en ellos una esperanza, una chispa de optimismo que antes no existía. Faltaban dieciséis días, y ni siquiera el revólver podía privarles de eso. Mientras siguieran trabajando, el trabajo les haría libres.

Pusieron la milésima piedra el doce de octubre, concluyendo así la primera hilera cuando aún faltaba más de una semana para que se cumpliera el plazo. A pesar de todo, Nashe no pudo evitar una sensación de logro. Habían alcanzado una marca, habían hecho algo que permanecería después de que se hubieran ido, y, estuvieran donde estuviesen, una parte de aquel muro siempre les pertenecería. Hasta Pozzi parecía satisfecho, y cuando la última piedra estuvo al fin colocada en su sitio retrocedió unos pasos y le dijo a Nashe:

– Bueno, amigo mío, contempla lo que acabamos de hacer.

Con un gesto nada característico en él, el muchacho se subió sobre las piedras de un salto y empezó a caminar a lo largo de la hilera con los brazos extendidos, como un equilibrista en la cuerda floja. Nashe se alegró de que reaccionara de aquella manera, y mientras miraba la pequeña figura que se alejaba de puntillas, siguiendo la pantomima del equilibrista (como si estuviera en peligro, como si pudiera caerse desde una gran altura), algo le ahogó de repente y notó que estaba al borde de las lágrimas. Un momento después, Murks se le acercó por la espalda y le dijo:

– Parece que el chulito se siente muy orgulloso, ¿eh?

– Tiene derecho a ello -contestó Nashe-. Ha trabajado mucho.

– Bueno, no ha sido fácil, lo reconozco. Pero parece que ahora vamos avanzando. Parece que al fin esto va subiendo.

– Poco a poco, piedra a piedra.

– Así es como hay que hacerlo. Piedra a piedra.

– Supongo que tendrás que empezar a buscar nuevos obreros. Según nuestros cálculos, nosotros nos marchamos de aquí el dieciséis.

– Ya lo sé. Sin embargo, es una pena que os vayáis justo cuando le habéis cogido el tranquillo y todo eso, quiero decir.

– Así es la vida, Calvin.

– Sí, supongo que sí. Pero si no os sale nada mejor, puede que volváis. Ya sé que ahora te parecerá una locura, pero piénsalo de todas formas.

– ¿Pensarlo? -dijo Nashe, no sabiendo si reír o llorar.

– No es un trabajo tan malo -siguió Murks-. Por lo menos está todo ahí, delante de ti. Pones una piedra y pasa algo. Pones otra piedra y pasa algo más. No tiene ningún misterio. Ves cómo va subiendo el muro y al cabo de algún tiempo empieza a producirte una sensación gratificante. No es como segar la hierba o hacer leña. Eso también es trabajo, pero nunca luce mucho. Cuando trabajas en un muro siempre tienes algo que enseñar.

– Supongo que tiene sus ventajas -dijo Nashe, un poco desconcertado por la incursión de Murks en la filosofía-, pero se me ocurren otras cosas que preferiría hacer.

– Como quieras. Pero recuerda que nos quedan nueve hileras. Podrías sacarte un buen dinero si continuaras.

– Lo tendré en cuenta. Pero yo en tu lugar, Calvin, me esperaría sentado.

7

Sin embargo, existía un problema. Había estado allí todo el tiempo, una pequeña preocupación en el fondo de sus cabezas, pero ahora que sólo faltaba una semana para el dieciséis, de pronto se hizo enorme, adquiriendo unas proporciones tales que todo lo demás parecía una nimiedad. La deuda quedaría saldada el día dieciséis, pero en ese momento sólo volverían a estar a cero. Serían libres, quizá, pero no tendrían un centavo. ¿Y hasta dónde les llevaría esa libertad si no tenían dinero? Ni siquiera podrían pagarse un billete de autobús. En cuanto salieran de allí se convertirían en mendigos, un par de vagabundos sin blanca tratando de avanzar en la oscuridad.

Durante unos minutos pensaron que la tarjeta de crédito de Nashe podría salvarles, pero cuando la sacó de su cartera y se la enseñó a Pozzi, éste descubrió que había caducado a finales de septiembre. Hablaron de escribir a alguien para pedir un préstamo, pero las únicas personas que se les ocurrían eran la madre de Pozzi y la hermana de Nashe, y a ninguno de los dos les apetecía pedirles nada. No compensaba la vergüenza, dijeron, y además, probablemente ya era demasiado tarde. Entre que enviaban las cartas y recibían las respuestas, habría pasado el dieciséis.

Entonces Nashe le contó a Pozzi la conversación que había tenido con Murks aquella tarde. Era una perspectiva terrible (en un momento dado hasta le pareció que el muchacho se iba a echar a llorar), pero poco a poco acabaron aceptando la idea de que tendrían que quedarse con el muro un poco más de tiempo. Sencillamente no tenían alternativa. A menos que reunieran algo de dinero, sólo encontrarían nuevos problemas cuando se marcharan, y ninguno se sentía capaz de enfrentarse a ellos. Estaban demasiado cansados, demasiado trastornados para correr ese riesgo ahora. Con uno o dos días extra bastaría, se dijeron, unos doscientos dólares por cabeza para ponerse en camino. A la larga, tal vez no fuese tan terrible. Por lo menos estarían trabajando para sí mismos y eso ya era algo. Eso se decían, pero ¿qué otra cosa podían decirse en aquel momento? Se habían bebido casi una quinta parte de una botella de bourbon, y profundizar en la verdad sólo hubiese servido pata empeorar las cosas.