Se registraba en un motel de cualquier parte, cenaba, y luego volvía a su habitación y leía durante dos o tres horas. Antes de acostarse, se sentaba ante su mapa de carreteras y planeaba el itinerario del día siguiente, eligiendo un destino y trazando cuidadosamente la ruta. Sabía que no era más que un pretexto, que los lugares no significaban nada en sí mismos, pero siguió este sistema hasta el final, aunque no fuera más que una forma de puntuar sus movimientos, de darse una razón para detenerse antes de continuar de nuevo. En septiembre visitó la tumba de su padre en California, viajando a Riggs una tarde abrasadora sólo para verla con sus propios ojos. Quería dar cuerpo a sus sentimientos con una imagen de algún tipo, aunque esa imagen no fuera más que unas palabras y unos números grabados en una lápida. El abogado que le había llamado para hablarle del dinero aceptó su invitación a almorzar y después le enseñó la casa donde había vivido su padre y la ferretería que regentó durante veintiséis años. Nashe compró allí algunas herramientas para su coche (una llave inglesa, una linterna y un indicador de la presión de los neumáticos), pero nunca fue capaz de usarlos y durante el resto del año el paquete permaneció sin abrir en un remoto rincón del maletero. En otra ocasión, se encontró repentinamente cansado de conducir y, en lugar de continuar sin objetivo, tomó una habitación en un pequeño hotel de Miami Beach y se pasó nueve días seguidos sentado al borde de la piscina leyendo libros. En noviembre se entregó al juego en Las Vegas y milagrosamente salió de allí sin ganar ni perder tras cuatro días de blackjack y ruleta. Poco después de eso, pasó medio mes recorriendo muy lentamente el profundo Sur, parándose en varios pueblos del delta en Louisiana, visitando a un amigo que ahora vivía en Atlanta y dando un paseo en barco por los Everglades. Algunas de estas paradas eran inevitables, pero una vez que se encontraba en algún sitio, generalmente trataba de aprovechar la oportunidad para curiosear un poco. El Saab necesitaba cuidados, después de todo, y con el odómetro funcionando muchos cientos de kilómetros al día, había mucho que hacer: cambiar el aceite, engrasarlo, alinear las ruedas, todos los delicados ajustes y reparaciones que eran necesarios para mantenerlo en condiciones. A veces se sentía frustrado por tener que hacer estas paradas, pero con el coche en manos de un mecánico durante veinticuatro o cuarenta y ocho horas, no le quedaba más remedio que esperar a que estuviese listo para partir otra vez.
Había alquilado un apartado de correos en la oficina de Northfield, y al comienzo de cada mes Nashe pasaba por allí para recoger las facturas de su tarjeta de crédito y estar unos días con su hija. Esa era la única parte de su vida que no había cambiado, el único compromiso que mantenía. Hizo una visita especial con motivo del cumpleaños de Juliette a mediados de octubre (llegó con los brazos cargados de regalos), y la Navidad resultó una bulliciosa celebración de tres días durante la cual Nashe se disfrazó de Papá Noel y divirtió a todo el mundo tocando el piano y cantando. Menos de un mes después se le abrió inesperadamente una segunda puerta. Eso fue en Berkeley, California, y, como la mayoría de las cosas que le sucedieron aquel año, ocurrió por pura casualidad. Había entrado en una librería una tarde a comprar libros para la próxima etapa del viaje y de pronto se encontró con una mujer que había conocido en Boston. Su nombre era Fiona Wells y le vio delante de la estantería de Shakespeare tratando de decidir cuál de las ediciones de un solo volumen debía llevarse. No se habían visto desde hacía dos años, pero en lugar de saludarle de un modo convencional, se puso a su lado, tocó con el dedo una de las ediciones de Shakespeare y dijo:
– Llévate éste, Jim. Tiene las mejores notas y el tipo de impresión más legible.
Fiona era una periodista que había escrito una vez un reportaje sobre él para el Globe, “Una semana en la vida de un bombero de Boston”. Era la típica faramalla de suplemento dominical, con fotos y comentarios de sus amigos, pero a Nashe le había hecho gracia ella, en realidad le había gustado mucho, y después de que le acompañara a todas partes durante dos o tres días, había tenido la sensación de que Fiona empezaba a sentirse atraída por él. Se habían cruzado miradas, se habían producido roces accidentales de los dedos con alguna frecuencia, pero por aquel entonces Nashe era un hombre casado y lo que podía haber sucedido entre ellos no llegó a ocurrir. Unos meses después de que se publicara el articulo, Fiona aceptó un puesto con la agencia AP en San Francisco y él le perdió la pista.
Ella vivía en una casita cerca de la librería, y cuando le invitó para charlar sobre los viejos tiempos en Boston, Nashe comprendió que no tenía pareja. No eran aún las cuatro de la tarde cuando llegaron, pero empezaron ya con bebida dura, abriendo una botella nueva de Jack Daniel’s para acompañar su conversación en el cuarto de estar. Al cabo de una hora Nashe se había acercado a Fiona en el sofá y poco después le estaba metiendo la mano por debajo de la falda. Había una extraña inevitabilidad en ello, pensó él, como si su afortunado encuentro requiriese una respuesta extravagante, un espíritu de anarquía y celebración. No estaban creando un suceso sino más bien tratando de mantenerse a la altura de algo sucedido, y cuando Nashe rodeó con sus brazos el cuerpo desnudo de Fiona, su deseo era tan intenso que rayaba ya en un sentimiento de pérdida, porque sabía que inevitablemente acabaría decepcionándola, que antes o después llegaría un momento en que desearía volver al coche.
Pasó cuatro noches con ella y poco a poco descubrió que era mucho más valiente y lista de lo que él había imaginado.
– No creas que yo no quería que sucediera esto -le dijo la última noche-. Sé que no me quieres, pero eso no significa que yo no sea la chica adecuada para ti. Eres un caso patológico, Nashe, y si tienes que marcharte, está bien, tienes que hacerlo. Pero recuerda que estoy aquí. Si vuelves a sentir la necesidad de meterte en la cama de alguien otra vez, piensa primero en la mía.
No pudo remediar sentir pena por ella, pero ese sentimiento estaba mezclado con admiración, tal vez con algo más: la sospecha de que quizá ella fuese, después de todo, alguien a quien podría amar. Por un instante estuvo tentado de pedirle que se casara con él, imaginando repentinamente una vida de bromas y tierna sexualidad con Fiona, a Juliette creciendo con hermanos y hermanas, pero no fue capaz de pronunciar las palabras.
– Me iré sólo por poco tiempo -dijo al fin-. Es el momento de mi visita a Northfield. Me encantaría que vinieras conmigo si quieres, Fiona.
– Ya. ¿Y qué hago con mi trabajo? Tres días seguidos enferma es un poco demasiado, ¿no crees?
– Tengo que ir por Juliette, ya lo sabes. Es importante.
– Hay muchas cosas que son importantes. Pero no desaparezcas para siempre, es todo lo que te pido.
– No te preocupes, volveré. Ahora soy un hombre libre y puedo hacer exactamente lo que me dé la gana.
– Estamos en América, Nashe. La maldita patria de la gente libre, ¿recuerdas? Todos podemos hacer lo que queramos.
– No sabía que fueras tan patriótica.
– Puedes apostar tu último dólar, amigo. Mi país por encima de todo. Por eso voy a esperar a que vuelvas a aparecer. Porque soy libre de hacer el imbécil.
– Te he dicho que volveré. Acabo de prometértelo.
– Lo sé. Pero eso no quiere decir que lo cumplas.
Había habido otras mujeres antes que ella, una serie de breves ligues y aventuras de una noche, pero nadie a quien le hubiera hecho promesas. La divorciada de Florida, por ejemplo, la maestra con la que Donna había intentado que ligase en Northfield y la joven camarera de Reno, todas se habían desvanecido. Fiona era la única que significaba algo para él, y desde su primer encuentro casual en enero hasta finales de julio raras veces pasó más de tres semanas sin ir a visitarla. A veces la llamaba desde la carretera y, si ella no estaba, le dejaba mensajes graciosos en el contestador automático, sólo para recordarle que pensaba en ella. A medida que pasaban los meses, el rollizo y algo desgarbado cuerpo de Fiona se volvió cada vez más precioso para éclass="underline" los grandes, casi incómodos pechos; los dientes delanteros ligeramente torcidos; el excesivo cabello rubio que crecía alocadamente en multitud de rizos y ondas. Un cabello prerrafaelita, lo llamó ella una vez, y aunque Nashe no había entendido la referencia, la expresión parecía captar algo de ella, definir una cualidad interior que convertía su desgarbo en belleza. Era muy diferente de Thérèse -la morena y lánguida Thérèse, la joven Thérèse con su vientre plano y sus largos y exquisitos miembros-, pero las imperfecciones de Fiona continuaban excitándole, porque hacían que el acto amoroso le pareciese algo más que simple sexo, algo más que el casual acoplamiento de dos cuerpos. Le resultaba cada vez más difícil poner fin a sus visitas, y las primeras horas de vuelta a la carretera estaban siempre llenas de dudas. ¿Adónde iba, después de todo? ¿Qué trataba de probar? Parecía absurdo que estuviera alejándose de ella, y todo con el fin de pasar la noche en la incómoda cama de un motel al borde de ninguna parte.