Era un chiquillo escuálido, con la cara larga y estrecha y la nariz mocosa, que se quedó al lado de su abuelo, bien abrigado con una gruesa parka roja, mirando fijamente a Nashe con curiosidad e indiferencia a la vez, como si le hubieran colocado delante de un pájaro o un arbusto de aspecto extraño. No, a Nashe no le importaba, pero aunque así hubiese sido, ¿cómo iba a atreverse a decirlo? La mayor parte de la mañana el niño estuvo jugando entre los montones de piedras, trepando por ellas como un raro y silencioso mono, pero cada vez que Nashe volvía allí para cargar el carrito, el chiquillo se paraba, se ponía en cuclillas sobre su atalaya y estudiaba a Nashe con aquella mirada suya absorta e inexpresiva. Nashe empezó a sentirse incómodo, y después de cinco o seis veces llegó a ponerle tan nervioso que se obligó a levantar la cabeza y sonreír al niño, simplemente para romper el encantamiento. Inesperadamente, el niño le devolvió la sonrisa y le saludó con la mano, y sólo entonces, como si recordara algo de otro siglo, Nashe se dio cuenta de que era el mismo niño que les había saludado a él y a Pozzi aquella noche desde la ventana trasera de la rubia. ¿Era así como les habían descubierto?, se preguntó. ¿Les había contado el niño a sus padres que había visto a dos hombres cavando un hoyo bajo la cerca? ¿Había informado el padre a Murks de lo que había dicho el crío? Nashe nunca pudo entender cómo sucedió, pero un instante después de que se le ocurriese esta idea miró de nuevo al nieto de Murks y comprendió que le odiaba más de lo que había odiado a nadie en su vida. Le odiaba tanto que sintió que deseaba matarle.
Fue entonces cuando comenzó el horror. Una diminuta semilla había sido plantada en la cabeza de Nashe, y antes incluso de que se percatara de su existencia, ya había brotado dentro de él, proliferando como una flor mutante, un retoñar extático que amenazaba con invadir todo el campo de su conciencia. Lo único que tenía que hacer era agarrar al niño, pensó, y todo cambiaría para éclass="underline" de pronto sabría lo que necesitaba saber. El niño a cambio de la verdad, le diría a Murks, y en ese momento Calvin tendría que hablar, tendría que decirle lo que le había hecho a Pozzi. No le quedaría otro remedio. Si no hablaba, su nieto moriría. Nashe se encargaría de eso. Estrangularía al niño con sus propias manos.
Una vez que permitió que esa idea entrara en su cabeza, siguieron otras, cada una más violenta y repulsiva que la anterior. Le cortaba la garganta al niño con una navaja. Le daba patadas hasta matarlo. Le cogía la cabeza y se la machacaba contra una piedra, golpeando el pequeño cráneo hasta que su cerebro se convertía en pulpa. Al final de la mañana Nashe era presa de un frenesí, un delirio de lujuria homicida. Por mucho que intentaba desesperadamente borrar esas imágenes, empezaba a desearías con ansia en cuanto desaparecían. Ese era el verdadero horror: no que pudiera imaginar matar al niño, sino que incluso después de haberlo imaginado, deseara volver a imaginarlo.
Lo peor de todo fue que el niño siguió acudiendo al prado, no sólo el día siguiente, sino al otro también. Las primeras horas ya habían sido bastante malas, pero luego al niño le dio por encapricharse con Nashe, respondiendo a su intercambio de sonrisas como si hubieran hecho un juramento y ahora fuesen amigos para siempre. Ya antes de la hora de comer, Floyd Junior se bajó de su montaña de piedras y empezó a trotar detrás de Nashe mientras su nuevo héroe iba y venía por el prado tirando del carrito. Murks hizo un movimiento para impedírselo, pero Nashe, que ya estaba fantaseando cómo iba a matar al niño, le indicó con un gesto que le dejara.
– No importa -dijo-. Me gustan los críos.
Nashe había empezado a pensar que el niño tenía algo raro, una torpeza o estupidez que le hacia parecer subnormal. Apenas sabia hablar y lo único que decía mientras corría detrás de él por la hierba era ¡Jim! ¡Jim! ¡Jim!, pronunciando el nombre una y otra vez en una especie de conjuro imbécil. Aparte de la edad, no parecía tener nada en común con Juliette, y cuando Nashe comparaba la triste palidez de aquel chiquillo con la vivacidad y el brillo de su hija, su adorada salvaje de cabello rizado, risa cristalina y rodillas gordezuelas, no sentía por él más que desprecio. Con cada hora que pasaba su impulso de atacarle se hacía más fuerte y más incontrolable, y cuando al fin dieron las seis, a Nashe le pareció casi un milagro que el niño siguiera vivo. Guardó las herramientas en el cobertizo y justo cuando iba a cerrar la puerta, Murks se le acercó y le dio unas palmadas en el hombro.
– Tengo que reconocerlo, Nashe -le dijo-. Tienes un toque mágico. El crío nunca se había encariñado con nadie como hoy contigo. Si no lo hubiera visto con mis propios ojos, no me lo habría creído.
A la mañana siguiente el niño fue al prado con su disfraz de Halloween: [5] un traje de esqueleto en blanco y negro con una máscara que parecía un cráneo. Era una de esas prendas mal acabadas y ligeras que se venden en cajas en Woolworth’s, y, como ese día hacía frío, la llevaba encima de su ropa de abrigo, lo cual le daba un aspecto curiosamente hinchado, como si hubiera doblado su peso de la noche a la mañana. Según Murks, el niño había insistido en llevar el disfraz para que Nashe viera cómo le quedaba, y en el estado de demencia en que se encontraba, Nashe empezó inmediatamente a preguntarse si el niño trataba de decirle algo. El disfraz representaba a la muerte, después de todo, la muerte en su forma más pura y más simbólica, y tal vez eso quería decir que el niño sabía lo que Nashe planeaba, que había ido al prado vestido de muerte porque sabía que iba a morir. Nashe no pudo remediar verlo como un mensaje escrito en clave. El niño le indicaba que vale, que siempre y cuando fuese Nashe quien le matara, todo iría bien.
Luchó consigo mismo durante todo el día, inventando diversas estratagemas para mantener al niño esqueleto a una distancia segura de sus manos asesinas. Por la mañana le dijo que vigilara una piedra concreta en la parte trasera de uno de los montones, ordenándole que montase guardia para que no desapareciera, y por la tarde le dejó jugar con el carrito mientras él se marchaba y se atareaba en trabajo de albañilería en el otro extremo del prado. Pero inevitablemente había lapsus, momentos en los que la concentración del niño se rompía y acudía corriendo hacia él, o momentos en los que aunque fuera desde lejos, Nashe tenía que soportar la letanía de su nombre, el interminable Jim, Jim, Jim, resonando como una alarma desde las profundidades de su propio miedo. Una y otra vez deseó decirle a Murks que no volviera a traerle, pero la lucha por controlar sus sentimientos le agotaba de tal forma, le ponía tan al borde del colapso mental, que ya no podía fiarse de que diría las palabras que deseaba decir. Aquella noche se emborrachó hasta caer redondo, y por la mañana, como si despertara a la plenitud de una pesadilla, abrió la puerta del remolque y vio que el niño estaba allí, apretando una bolsa de dulces de Halloween contra su pecho que, sin decir una palabra, le tendió solemnemente a Nashe como un joven guerrero entregando los trofeos de su primera cacería al jefe de la tribu.
– ¿Para qué es esto? -le preguntó Nashe a Murks.
– Jim -dijo el chiquillo, contestando él mismo a la pregunta-. Dulces para Jim.
– Eso es -dijo Murks-. Quiere compartir sus golosinas contigo.
Nashe abrió un poco la bolsa y miró el batiburrillo de caramelos, manzanas y pasas que había dentro.
– Esto es ir demasiado lejos, ¿no crees, Calvin? ¿Qué quiere el crío, envenenarme?