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– No quiere nada -dijo Murks-. Simplemente le dabas lástima porque te estabas perdiendo toda la diversión. No hace falta que te los comas.

– Claro -dijo Nashe, mirando al niño y preguntándose cómo iba a sobrevivir a otro día de aquello-. Es la intención lo que cuenta, ¿no?

Pero no podía soportarlo más. En cuanto salió al prado comprendió que había llegado al límite, que el niño estaría muerto antes de una hora si no encontraba la forma de evitarlo. Puso una piedra en el carrito, empezó a levantar otra y luego la dejó caer, escuchando el ruido sordo que hizo al estrellarse contra el suelo.

– No sé qué me pasa hoy -le dijo a Murks-. No me encuentro bien.

– Puede que sea esa gripe que corre por ahí -dijo Murks.

– Sí, debe ser eso. Probablemente estoy cogiendo la gripe.

– Trabajas demasiado, Nashe, ése es el problema. Estás agotado.

– Si me acuesto una hora o dos quizá me encuentre mejor esta tarde.

– Olvídate de la tarde. Tómate todo el día libre. No tiene sentido forzarse demasiado, es absurdo. Necesitas recobrar las fuerzas.

– De acuerdo. Me tomaré un par de aspirinas y me meteré en la cama. Me fastidia perder el día, pero supongo que no tengo más remedio.

– No te preocupes por el dinero. Te contaré las diez horas de todas formas. Lo consideraremos una gratificación por hacer de niñera.

– No es necesario.

– No, supongo que no, pero eso no quiere decir que no pueda hacerlo. Probablemente es mejor así, además. Aquí hace demasiado frío para el pequeño Floyd. Pasarse todo el día en este prado seria su muerte.

– Sí, creo que tienes razón.

– Claro que sí. El niño se moriría en un día como éste.

Estas palabras extrañamente omniscientes zumbaban en la cabeza de Nashe mientras se dirigía al remolque con Murks y el niño, y al abrir la puerta descubrió que realmente estaba enfermo. Le dolía todo el cuerpo y sentía los músculos increíblemente débiles, como si de repente estuviera ardiendo de fiebre. Era extraño lo rápidamente que se había apoderado de éclass="underline" no bien Murks mencionó la palabra gripe pareció que la había cogido. Quizá se había agotado, pensó, y no le quedaba nada dentro. Quizá estaba ya tan vacío que incluso una palabra podía ponerle enfermo.

– Vaya por Dios -dijo Murks, dándose una palmada en la frente justo cuando se iba-. Casi se me olvida decírtelo.

– ¿Decírmelo? ¿Decirme qué?

– Lo de Pozzi. Llamé al hospital anoche para preguntar cómo estaba y la enfermera me dijo que se había ido.

– Ido. ¿Ido en qué sentido?

– Ido. Irse de decir adiós. Se levantó de la cama, se puso su ropa y se marchó del hospital.

– No tienes por qué inventarte cuentos, Calvin. Jack está muerto. Murió hace dos semanas.

– No, señor, no está muerto. La cosa se presentaba muy fea al principio, lo reconozco, pero luego fue saliendo adelante. El enano era más fuerte de lo que pensábamos. Y ahora está mucho mejor. Por lo menos lo suficiente como para levantarse y largarse del hospital. Pensé que te gustaría saberlo.

– Yo sólo quiero saber la verdad. Es lo único que me interesa.

– Pues ésa es la verdad. Jack Pozzi se ha marchado y ya no tienes que preocuparte por él.

– Entonces déjame que llame al hospital yo mismo.

– No puedo hacer eso, hijo, ya lo sabes. No se te permiten llamadas hasta que acabes de pagar la deuda. A la velocidad que vas, ya no tardarás mucho. Entonces podrás hacer todas las llamadas que quieras. Por lo que a mí respecta, puedes seguir llamando hasta el día del Juicio Final.

Hasta tres días después Nashe no pudo volver a trabajar. Los primeros dos días no hizo más que dormir, despertándose únicamente cuando Murks entraba en el remolque para traerle aspirinas, té y latas de sopa. Y cuando recobró la conciencia lo suficiente como para darse cuenta de que aquellos dos días no habían existido para él, comprendió que el sueño había sido no sólo una necesidad física sino también un imperativo moral. El drama con el niño le había cambiado, y de no haber sido por la hibernación que siguió, por aquellas cuarenta y ocho horas en las cuales temporalmente se había desvanecido para sí mismo, tal vez nunca se habría despertado convertido en el hombre que era ahora. El sueño fue un pasaje de una vida a otra, una pequeña muerte en la cual los demonios que había en su interior habían ardido de nuevo, deshaciéndose en las llamas de las que habían surgido. No habían desaparecido, pero ya no tenían forma, y en su informe ubicuidad se habían extendido por todo su cuerpo, invisibles pero presentes, parte de él ahora del mismo modo que su sangre o sus cromosomas, un fuego que inundaba los propios fluidos que le mantenían con vida. No sentía que era ni mejor ni peor que antes, pero ya no tenía miedo. Ésa era la diferencia crucial. Había entrado corriendo en la casa incendiada y se había sacado a sí mismo de las llamas, y ahora que lo había hecho, la idea de volver a hacerlo ya no le asustaba.

La tercera mañana se despertó hambriento, instintivamente se levantó de la cama y se dirigió a la cocina, y aunque sus pasos eran visiblemente inseguros, sabia que el hambre era una buena señal, que significaba que se estaba poniendo bien. Revolviendo en uno de los cajones en busca de una cuchara limpia encontró un pedazo de papel con un número de teléfono, y mientras estudiaba la caligrafía infantil y desconocida se encontró de pronto pensando en la chica. Recordó que ella le había apuntado su número en algún momento de la fiesta del dieciséis, pero pasaron varios minutos hasta que logró traer el nombre a su memoria. Hizo un inventario de aproximaciones (Tammy, Kitty, Tippi, Kimberly), luego se quedó en blanco durante treinta o cuarenta segundos y entonces, justo cuando estaba a punto de renunciar, lo encontró: Tiffany. Comprendió que ella era la única persona que podía ayudarle. Le costaría una fortuna conseguir esa ayuda, pero ¿qué importaba si al fin sus preguntas obtenían respuesta? A la chica le había gustado Pozzi, de hecho parecía loca por él, y en cuanto se enterara de lo que le había ocurrido después de la fiesta lo más probable era que estuviese dispuesta a llamar al hospital. Eso era todo lo que haría falta: una llamada telefónica. Preguntaría si Jack Pozzi había estado ingresado allí y luego le escribiría a Nashe una carta breve contándole lo que hubiera averiguado. Podría haber algún problema con la carta, por supuesto, pero era un riesgo que tendría que correr. No creía que le hubiesen abierto las cartas de Donna. Por lo menos los sobres no parecían haber sido manipulados. ¿Por qué no habría de llegarle también la carta de Tiffany? En cualquier caso valía la pena intentarlo. Cuanto más pensaba en el plan, más prometedor le parecía. ¿Qué podía perder aparte del dinero? Se sentó a la mesa de la cocina y empezó a beber el té, tratando de imaginar qué sucedería cuando la chica fuera a verle al remolque. Antes de que pudiera pensar en las palabras que le diría, descubrió que tenía una erección.

Sin embargo, le costó convencer a Murks. Cuando Nashe le explicó que quería ver a la chica, Calvin reaccionó con sorpresa, y casi inmediatamente después una expresión de profunda decepción apareció en su cara. Era como si Nashe le hubiese fallado, como sí hubiese traicionado algún entendimiento tácito entre ellos, y no estaba dispuesto a permitirlo sin presentar batalla.

– No tiene sentido -dijo Murks-. Novecientos dólares por un revolcón en el heno. Eso son nueve días de trabajo, Nashe, noventa horas de sudor y esfuerzo por nada. No es lógico. Un poco de carne de chica a cambio de todo eso. Cualquiera vería que no es lógico. Tú eres un tipo listo, Nashe, no es que no sepas de lo que te estoy hablando.

– Yo no te pregunto cómo gastas tu dinero -le respondió Nashe-. Y no es asunto tuyo cómo gasto yo el mío.