– Lo que pasa es que detesto ver a un hombre haciendo el ridículo, nada más. Especialmente cuando no hay necesidad.
– Tus necesidades no son mis necesidades, Calvin. Mientras haga el trabajo, tengo derecho a cualquier cosa que quiera. Está escrito en el contrato, y tú no eres quién para decir nada.
Así que Nashe ganó la discusión, y aunque Murks continuó refunfuñando, organizó la visita de la chica. Tenía que ir el día diez, menos de una semana después de que Nashe encontrara su número de teléfono en el cajón, y el hecho de no tener que esperar más tiempo no le vino mal, porque una vez hubo convencido a Murks de que la llamara le resultó imposible pensar en otra cosa. Mucho antes de que llegara la chica, por lo tanto, sabía que sus razones para invitarla sólo en parte tenían que ver con Pozzi. Aquella erección (junto con las que vinieron después) se lo había demostrado, y pasó los siguientes días alternando entre ataques de miedo y de excitación, paseando por el prado como un adolescente enloquecido por sus hormonas. Pero no había estado con una mujer desde mediados del verano -desde aquel día en Berkeley en que había tenido entre sus brazos a la sollozante Fiona-, y probablemente era inevitable que la inminente visita de la chica le llenase la cabeza de pensamientos eróticos. Ésa era su profesión, después de todo. Follaba con los hombres por dinero, y puesto que él ya estaba pagando, ¿qué había de malo en aprovecharse de ello? Eso no le impedía pedirle ayuda, pero para ello no necesitaba más de veinte o treinta minutos, y si la hacía ir hasta allí con el fin de pasar ese rato con él tenía que contratar sus servicios para toda la noche. Sería una tontería desperdiciar esas horas. Le pertenecían, y el hecho de que quisiera ver a la chica para una cosa concreta no significaba que estuviera mal quererla también para otra cosa.
La del diez fue una noche fría que más parecía de invierno que de otoño, con fuertes vientos que barrían el prado y un cielo lleno de estrellas. La chica llegó vestida con abrigo de pieles, las mejillas rojas y los ojos llorosos a causa del frío, y Nashe pensó que era más guapa de lo que la recordaba, aunque tal vez fuera el color de su cara lo que le dio esa impresión. Llevaba una ropa menos provocativa que la otra vez -un jersey blanco de cuello vuelto, pantalones vaqueros con calentadores de lana y los omnipresentes tacones de aguja-, y en conjunto le quedaba mejor que el llamativo atuendo que lucía en octubre. Ahora representaba su verdadera edad, y, por lo que fuera, Nashe llegó a la conclusión de que la prefería de aquel modo, que se sentía menos incómodo cuando la miraba.
El que ella le sonriera al entrar en el remolque contribuyó a ello, y aunque a él le pareció que la sonrisa era un tanto fingida y teatral, había suficiente cordialidad en ella como para convencerle de que a la chica no le desagradaba volver a verle. Se dio cuenta de que ella esperaba que Pozzi también estuviera allí, y cuando miró a su alrededor y no le encontró, era natural que le preguntase a Nashe dónde estaba. Pero Nashe no fue capaz de decirle la verdad, al menos todavía.
– Jack ha tenido que marcharse para hacer otro trabajo -le dijo-. ¿Recuerdas el proyecto de Texas del que te habló la última vez? Pues nuestro magnate del petróleo tenía algunas dudas respecto a los planos, así que anoche se llevó a Jack a Houston en su avión particular. Fue una cosa totalmente imprevista. Jack lo sintió mucho, pero así es nuestro trabajo. Tenemos que tener contentos a nuestros clientes.
– Lástima -dijo la chica, sin intentar disimular su desilusión-. Me gustó muchísimo ese tipo tan bajito. Me apetecía volverle a ver.
– De esos hay uno en un millón -dijo Nashe-. No los hacen mejores que Jack.
– Sí, es un tío fantástico. Cuando das con un tío así ya no te parece que estés trabajando.
Nashe sonrió a la chica y alargó la mano tímidamente para tocarle un hombro.
– Me temo que esta noche tendrás que conformarte conmigo -le dijo.
– Bueno, hay cosas peores -respondió ella con expresión juguetona, recobrándose rápidamente. Para poner más énfasis gimió suavemente y empezó a pasarse la lengua por los labios-. Puede que me equivoque, pero creo recordar que de todas formas nosotros teníamos un asunto pendiente del que ocuparnos.
Nashe empezó a pensar en decirle que se quitara la ropa ya, pero de pronto se sintió tímido, enmudecido por su propia excitación, y en lugar de abrazarla se quedó parado donde estaba, preguntándose qué hacer en aquel momento. Deseó que Pozzi se hubiera dejado un par de chistes que él pudiera usar, unas cuantas bromas que animaran el ambiente.
– ¿Ponemos un poco de música? -sugirió, agarrándose a lo primero que se le ocurrió. Antes de que la chica pudiera responder él ya estaba tirado en el suelo, rebuscando entre las pilas de cassettes que guardaba bajo la mesita del café. Después de apartar ruidosamente las óperas y la música clásica durante cerca de un minuto, al fin sacó su cinta con las canciones de Billie Holiday, Billie’s Greatest Hits.
La chica frunció el ceño al oír lo que llamó música “anticuada”, pero cuando Nashe le pidió que bailaran pareció conmovida por lo pintoresco de la proposición, como si acabara de pedirle que participara en alguna costumbre ancestral, hacer melcocha, por ejemplo, o coger manzanas con la boca en un cubo de agua. Pero lo cierto era que a Nashe le gustaba bailar, y pensó que el movimiento le ayudaría a calmar los nervios. La cogió con firmeza, guiándola en pequeños círculos por el cuarto de estar, y al cabo de unos minutos ella pareció adaptarse, siguiéndole más airosamente de lo que él esperaba. A pesar de los tacones altos, era sorprendentemente ligera en sus movimientos.
– Nunca había conocido a nadie que se llamara Tiffany -dijo Nashe-. Me parece muy bonito. Me hace pensar en cosas bellas y caras.
– Ésa es la idea -dijo ella-. Se supone que te hace ver diamantes.
– Tus padres debían saber que te convertirías en una chica preciosa.
– Mis padres no tienen nada que ver con esto. El nombre lo elegí yo misma.
– Oh. Bueno, eso lo hace aún mejor. No tiene sentido quedarte con un nombre que no te gusta, ¿verdad?
– Yo no podía soportar el mío. En cuanto me fui de casa me lo cambié.
– ¿Era realmente tan feo?
– ¿Qué te parecería llamarte Dolores? Es casi el peor nombre que se me ocurre.
– Tiene gracia. Mi madre se llamaba Dolores y tampoco le gustaba.
– ¿En serio? ¿Tu vieja era una Dolores?
– De veras. Fue Dolores desde el día en que nació hasta el día en que se murió.
– Y si no le gustaba llamarse Dolores, ¿por qué no se lo cambió?
– Lo hizo. No a lo grande como tú, pero usaba un diminutivo. Yo ni siquiera me enteré de que su verdadero nombre era Dolores hasta que tenía unos diez años.
– ¿Cómo se hacia llamar?
– Dolly.
– Sí, yo también lo probé durante algún tiempo, pero no era mucho mejor. Sólo sirve si eres gorda. Dolly. Es un nombre para una mujer gorda.
– Bueno, mi madre era bastante gorda, ahora que lo dices. No siempre, pero en los últimos años de su vida había engordado mucho. Demasiada bebida. A algunas personas les hace ese efecto. Tiene que ver con la forma como el alcohol se metaboliza en la sangre.
– Mi viejo bebió como un pez durante años, pero siempre fue un cabrón muy flaco. Sólo se le notaba en las venas que tenía en la nariz.
La conversación continuó así durante un rato, y cuando se acabó la cinta se sentaron en el sofá y abrieron una botella de whisky. Casi previsiblemente, Nashe imaginó que se estaba enamorando de ella, y ahora que el hielo se había roto empezó a hacerle toda clase de preguntas sobre ella, tratando de crear una intimidad que de alguna forma enmascarase la naturaleza de la transacción y la convirtiese a ella en alguien real. Pero la charla también era parte de la transacción, y aunque ella le contó muchas cosas, él comprendió que en el fondo sólo estaba haciendo su trabajo, que hablaba porque él era uno de esos clientes a los que les gusta hablar. Todo lo que la chica decía parecía verosímil, pero al mismo tiempo él intuía que ya lo había contado muchas veces, que sus palabras no eran tanto falsas como ficticias, un engaño del que poco a poco ella misma se había convencido, igual que Pozzi se había engañado con sus sueños respecto al Campeonato Mundial de Póquer. En un momento dado incluso le dijo que hacer la calle no era más que una solución temporal para ella.