Entonces le contó toda la historia de Pozzi, la partida de cartas, el muro, pero le había contado tantas mentiras aquella noche que era difícil hacerle creer una palabra de lo que le decía. Ella le miraba como si estuviera loco, como si fuera un lunático que echa espuma por la boca y explica cuentos de hombrecillos morados que vuelan en platillos volantes. Pero Nashe siguió insistiendo y al cabo de un rato su vehemencia empezó a asustarla. Si no hubiera estado sentada en la cama, desnuda, probablemente habría intentado salir corriendo, pero en aquellas circunstancias estaba atrapada, y finalmente Nashe consiguió vencerla describiendo las consecuencias de la paliza de Pozzi con detalles tan estremecedores y precisos que al fin la hizo comprender todo el horror de lo sucedido, hasta que ella empezó a sollozar, la cara hundida entre las manos y su delgada espalda sacudida por feroces e incontrolables espasmos.
Sí, dijo ella. Llamaría al hospital. Se lo prometía. Pobre Jack. Por supuesto que llamaría al hospital. Jesús, pobrecito Jack. Dios Santo, pobre Jack, dulce madre de Dios. Llamaría al hospital y luego le escribiría una carta. Malditos sean. Claro que lo haría. Pobre Jack. Malditos, condenados al infierno. Dulce Jack, oh Jesús, pobre Jesús, pobre madre de Dios. Sí, lo haría. Le prometía que lo haría. En cuanto llegara a casa cogería el teléfono y llamaría. Sí, podía contar con ella. Dios Dios Dios Dios Dios. Le prometía que lo haría.
9
Enloquecido por la soledad. Cada vez que Nashe pensaba en la chica, ésas eran las primeras palabras que le venían a la cabeza: enloquecido por la soledad. Se repitió esa frase tan a menudo que finalmente empezó a perder su sentido.
Nunca la consideró culpable de que la carta no llegara. Sabía que ella había mantenido su promesa, y porque continuaba creyéndolo, no desesperó. En todo caso, comenzó a sentirse más animado. No era capaz de explicarse ese cambio de humor, pero el hecho era que estaba volviéndose optimista, quizá más optimista que en ningún otro momento desde que llegó al prado.
No serviría de nada preguntarle a Murks qué había hecho con la carta de la chica. Le habría mentido, y Nashe no quería exponer sus sospechas si no podía ganar nada con ello. Al final acabaría sabiendo la verdad. Ahora estaba seguro de que sería así, y la certidumbre de ese conocimiento le consolaba, le ayudaba a pasar de un día al siguiente. “Las cosas suceden cuando llega su momento”, se dijo. Antes de saber la verdad, había que saber ser paciente.
Mientras tanto, el trabajo en el muro avanzaba. Cuando la tercera hilera estuvo terminada, Murks le construyó una plataforma de madera y ahora Nashe tenía que subir los escalones de esta pequeña estructura cada vez que ponía otra piedra en su sitio. Esto redujo un poco su avance, pero eso no importaba nada comparado con el placer que sentía al poder trabajar por encima del suelo. Una vez que empezó la cuarta hilera, el muro empezó a cambiar para él. Ya era más alto que un hombre, más alto incluso que un hombre grande como él, y el hecho de que impidiera ver el otro lado le hizo sentir que había comenzado a suceder algo importante. De repente las piedras se estaban convirtiendo en un muro, y a pesar del sufrimiento que le había costado, no podía por menos de admirarlo. Ahora cada vez que se detenía a mirarlo se sentía impresionado por lo que había hecho.
Durante varias semanas no leyó casi nada. Luego, una noche de finales de noviembre, cogió un libro de William Faulkner (El ruido y la furia), lo abrió al azar y tropezó con estas palabras en medio de una frase: “…hasta que un día, con mucha repugnancia, lo arriesga todo al ciego azar de una sola carta…”
Gorriones, cardenales, pájaros carboneros, arrendajos. Esos eran los únicos pájaros que quedaban en el bosque. Y los cuervos. Esos eran los mejores de todos, en opinión de Nashe. De vez en cuando calaban sobre el prado, lanzando sus extraños y estrangulados gritos, y él interrumpía lo que estaba haciendo para verlos pasar sobre su cabeza. Le encantaba lo repentino de sus idas y venidas, la forma en que aparecían y desaparecían, sin ninguna razón aparente.
De pie junto al remolque a primera hora de la mañana, miraba por entre los árboles pelados y veía el perfil de la casa de Flower y Stone. Algunas mañanas, sin embargo, la niebla era demasiado densa para poder ver a esa distancia. Hasta el muro desaparecía entonces y tenía que escudriñar el prado largo rato para poder distinguir entre las piedras grises y el aire gris que las rodeaba.
Nunca se había considerado un hombre destinado a grandes cosas. Toda su vida había supuesto que era como todo el mundo. Ahora, poco a poco, empezó a pensar que estaba equivocado.
Durante aquellos días se acordaba más que nunca de la colección de objetos de Flower: los pañuelos, las gafas, los anillos, las montañas de absurdos recuerdos. Tenía la impresión de que cada dos horas aparecería uno nuevo en su cabeza. Sin embargo, esto no le perturbaba, sólo le asombraba.
Cada noche, antes de acostarse, anotaba el número de piedras que había añadido al muro ese día. Las cifras en sí mismas no le importaban, pero cuando la lista tuvo diez o doce anotaciones empezó a encontrar placer en la simple acumulación, y estudiaba los resultados de la misma forma en que en otros tiempos había leído los cuadros de los resultados del boxeo en el periódico de la mañana. Al principio supuso que era un placer puramente estadístico, pero al cabo de un tiempo intuyó que satisfacía alguna necesidad interior, una compulsión de seguirse la pista y saber siempre dónde estaba. A principios de diciembre empezó a considerarlo un diario, un cuaderno de bitácora en el que los números representaban sus pensamientos más íntimos.
Escuchaba Las bodas de Fígaro en el remolque por la noche. A veces, cuando llegaba a un aria especialmente bella, imaginaba que se la cantaba Juliette, que era su voz la que estaba oyendo.
El tiempo frío le molestaba menos de lo que había pensado. Incluso en los días peores, se quitaba la chaqueta al cabo de una hora de empezar a trabajar y a media tarde estaba con frecuencia en mangas de camisa. Murks permanecía allí de pie con un pesado abrigo, tiritando a causa del viento, y sin embargo Nashe apenas lo notaba. Le parecía tan extraño que se preguntó si su cuerpo no estaría ardiendo.
Un día Murks le sugirió que empezaran a usar el todoterreno para transportar las piedras. De ese modo las cargas serían mayores, dijo, y el muro subiría más deprisa. Pero Nashe rechazó el ofrecimiento. El ruido del motor le distraería, dijo. Y además, estaba acostumbrado a hacer las cosas a la manera antigua. Le gustaba la lentitud del carrito, los largos paseos por el prado, el curioso ruido retumbante de las ruedas.
– Si no está roto -dijo-, ¿por qué arreglarlo?
En la tercera semana de noviembre Nashe se dio cuenta de que sería posible terminar de saldar su deuda el día de su cumpleaños, que caía el trece de diciembre. Eso supondría hacer varios pequeños ajustes en sus hábitos (gastar un poco menos en comida, por ejemplo, suprimir los periódicos y los puros), pero la simetría del plan le atraía y decidió que valdría la pena el esfuerzo. Si todo iba bien, recobraría su libertad el día en que cumplía treinta y cuatro años. Era una meta arbitraria, pero una vez se la hubo fijado, descubrió que le ayudaba a organizar sus pensamientos, a concentrarse en lo que tenía que hacer.
Todas las mañanas repasaba sus cálculos con Murks, sumando los debes y los haberes para asegurarse de que no había discrepancias, comprobando las cantidades una y otra vez hasta que las cifras concordaban. La noche del doce, por lo tanto, sabía con certeza que la deuda estaría pagada a las tres de la tarde del día siguiente. No obstante, no pensaba dejar el trabajo entonces. Ya le había dicho a Murks que quería hacer uso del aditamento del contrato para ganar dinero para el viaje y puesto que sabía exactamente cuánto iba a necesitar (lo suficiente para pagar los taxis, un billete de avión a Minnesota y los regalos de Navidad de Juliette y sus primos), se había resignado a quedarse una semana más. Eso significaba continuar hasta el veinte. Lo primero que haría entonces sería coger un taxi que le llevara al hospital de Doylestown, y una vez hubiera averiguado que Pozzi nunca había estado allí, llamaría otro taxi e iría a la policía. Probablemente tendría que quedarse en el pueblo algún tiempo para ayudar en la investigación, pero serían pocos días, pensó, quizá sólo uno o dos. Si tenía suerte, incluso podría estar en Minnesota a tiempo para la Nochebuena.