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Sin embargo, continuó viajando, moviéndose incansablemente por el continente, sintiéndose cada vez más en paz consigo mismo a medida que transcurría el tiempo. Si había un inconveniente, era únicamente que aquello tendría que terminar, que no podría seguir haciendo aquella vida para siempre. Al principio le había parecido que el dinero era inagotable, pero cuando llevaba cinco o seis meses viajando ya había gastado más de la mitad. Lenta pero inevitablemente, la aventura se iba convirtiendo en una paradoja. El dinero le daba la libertad, pero cada vez que lo utilizaba para comprar otra porción de libertad, al mismo tiempo se negaba una porción igual. El dinero le mantenía en marcha, pero era también una válvula de retroceso, que inexorablemente le conducía al lugar de donde había partido. A mediados de la primavera Nashe comprendió finalmente que no podía seguir ignorando el problema. Su futuro era precario y, a menos que tomase una decisión respecto a cuándo parar, prácticamente no tendría futuro.

Al principio había gastado de forma muy imprudente, permitiéndose visitas a gran número de restaurantes y hoteles de primera clase, bebiendo vinos buenos y comprando complicados juguetes para Juliette y sus primos, pero la verdad era que Nashe no tenía una excesiva ansia de lujos. Había vivido siempre demasiado preocupado por las necesidades esenciales para pensar mucho en ellos, y una vez pasada la novedad de la herencia, volvió a sus antiguas costumbres modestas: comer alimentos sencillos, dormir en moteles y no gastar prácticamente nada en ropa. De vez en cuando despilfarraba en cintas de música y libros, pero eso era todo. La verdadera ventaja del dinero no era poder comprar cosas: era el hecho de que le había permitido dejar de pensar en el dinero. Ahora que se veía obligado a pensar en él de nuevo, decidió hacer un trato consigo mismo. Seguiría viajando hasta que le quedaran veinte mil dólares y luego regresaría a Berkeley y le pediría a Fiona que se casara con él. No vacilaría; esta vez lo haría de verdad.

Consiguió estirarlo hasta finales de julio. Justo cuando todo había encajado, sin embargo, su suerte empezó a abandonarle. El ex novio de Fiona, que había salido de su vida unos meses antes de que Nashe entrase en ella, al parecer había regresado después de cambiar de opinión, y en lugar de saltar de alegría ante la proposición de Nashe, Fiona lloró sin cesar durante más de una hora mientras le explicaba por qué tenía que dejar de verle. No puedo contar contigo, Jim repetía. Sencillamente, no puedo contar contigo.

En el fondo, Nashe sabía que ella tenía razón, pero eso no hacia que le resultara más fácil encajar el golpe. Después de marcharse de Berkeley, la amargura y la cólera que se apoderaron de él le dejaron aturdido. Esos fuegos ardieron durante muchos días, e incluso cuando comenzaron a disminuir, más que recobrar terreno lo perdió, cayendo en un segundo y más prolongado período de sufrimiento. La melancolía suplantó a la ira y ya no podía sentir nada más que una sombría e indefinida tristeza, como si todo lo que veía estuviera siendo privado lentamente de su color. Muy brevemente, jugó con la idea de quedarse en Minnesota y buscar trabajo allí. Consideró incluso la posibilidad de volver a Boston y solicitar su antiguo puesto, pero no lo deseaba realmente y pronto abandonó estos pensamientos. Durante el resto del mes de julio continuó vagando y pasó más tiempo en el coche que nunca, incluso desafiándose a sí mismo algunos días a traspasar el umbral del agotamiento: conducía dieciséis o diecisiete horas seguidas, como si se propusiera castigarse conquistando nuevas cotas de aguante. Gradualmente se iba dando cuenta de que estaba en un callejón sin salida, de que si no sucedía algo pronto, seguiría conduciendo hasta que se le acabara el dinero. Cuando estuvo en Northfield a principios de agosto fue al banco y retiró lo que le quedaba de la herencia, convirtiendo todo el saldo en efectivo: un hermoso montoncito de billetes de cien dólares que guardó en la guantera del coche. Le hacia sentir que controlaba más la crisis, como si el montón de dinero que iba reduciéndose fuese una réplica exacta de su estado interior. Durante las siguientes dos semanas durmió en el coche, obligándose a las más rigurosas economías, pero en última instancia los ahorros eran insignificantes y acabó sintiéndose sucio y deprimido. Llegó a la conclusión de que no tenía sentido rendirse de ese modo, era una actitud equivocada. Decidido a levantar el ánimo, Nashe se fue a Saratoga y tomó una habitación en el Hotel Adelphi. Era la temporada de las carreras y durante una semana pasó todas las tardes en el hipódromo, apostando a los caballos en un esfuerzo por aumentar de nuevo su capital. Estaba seguro de que la suerte le acompañaría, pero aparte de unos pocos éxitos deslumbrantes, perdió más veces de las que ganó, y cuando por fin logró arrancarse de allí, había desaparecido otra buena cantidad de su fortuna. Llevaba un año y dos días en la carretera y le quedaban poco más de catorce mil dólares.

Nashe no estaba totalmente desesperado, pero intuía que le faltaba poco para estarlo, que un mes o dos más serían suficientes para empujarle a un pánico absoluto. Decidió irse a Nueva York, pero en lugar de viajar por la autopista prefirió tomarse tiempo y vagar por las carreteras comarcales. El verdadero problema eran los nervios, se dijo, y quiso ver si ir despacio podía ayudarle a relajarse. Partió después de un temprano desayuno en el restaurante Spa City y a las diez se encontraba en algún lugar en medio del condado de Dutchess. Había estado perdido buena parte del tiempo hasta entonces, pero como no parecía que importase dónde estaba, no se había molestado en consultar un mapa. No lejos del pueblo de Millbrook redujo la velocidad a cuarenta o cincuenta kilómetros. Estaba en una carretera estrecha de dos carriles flanqueada por granjas de caballos y praderas y no había visto ningún otro coche desde hacia más de diez minutos. Al llegar a lo alto de una ligera pendiente, que ofrecía una vista despejada de varios cientos de metros, distinguió de pronto una figura que avanzaba por el borde de la carretera. Era una visión discordante en aquel bucólico panorama: un hombre delgado y desastrado que caminaba con movimientos espasmódicos, retorciéndose y tambaleándose como si estuviera a punto de caer de bruces. Al principio Nashe le tomó por un borracho, pero luego pensó que era demasiado temprano para que nadie estuviese en ese estado. Aunque generalmente se negaba a coger autoestopistas, no pudo resistir la tentación de disminuir la velocidad para verle mejor. El ruido del cambio de marchas alertó al desconocido y cuando Nashe le vio darse la vuelta comprendió inmediatamente que el hombre estaba en apuros. Era mucho más joven de lo que le había parecido de espaldas, no tendría más de veintidós o veintitrés años, y parecía casi seguro que le habían dado una paliza. Tenía la ropa desgarrada, la cara cubierta de verdugones y cardenales y, por la forma en que se quedó allí parado mientras el coche se acercaba, apenas sabía dónde se encontraba. El instinto de Nashe le aconsejó seguir adelante, pero no fue capaz de hacer caso omiso de la angustiosa situación del joven. Antes de ser consciente de lo que hacía ya había parado el coche, había bajado la ventanilla del lado del pasajero y se inclinaba para preguntarle al desconocido si necesitaba ayuda. Así fue como Jack Pozzi entró en la vida de Nashe. Para bien o para mal, así fue como empezó todo el asunto, una hermosa mañana a finales de verano.