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Bebieron varias rondas en una mesa al fondo del local, y después de los dos primeros bourbons Nashe comenzó a sentirse algo reanimado. Floyd era el que más hablaba, dirigiendo casi todos sus comentarios a Nashe, y al cabo de un rato resultó difícil no notar lo poco que Murks participaba en la conversación. Parecía más bajo de forma que de costumbre, pensó Nashe, y de vez en cuando se volvía y tosía violentamente tapándose la boca con el pañuelo, en el que escupía desagradables flemas. Estos ataques de tos parecían dejarle agotado y luego se quedaba sentado en silencio, pálido y trastornado por el esfuerzo de calmar sus pulmones.

– El abuelo no se siente muy bien últimamente -le dijo Floyd a Nashe (siempre se refería a Murks llamándole abuelo)-. Estoy tratando de convencerle de que se tome un par de semanas libres.

– No es nada -dijo Murks-. Sólo un poco de calentura, eso es todo.

– ¿Calentura? -dijo Nashe- ¿Dónde aprendiste a hablar, Calvin?

– ¿Qué tiene de malo mi forma de hablar? -preguntó Murks.

– Nadie usa ya esas palabras -comentó Nashe-. Cayeron en desuso hará unos cien años.

– La aprendí de mi madre -dijo Murks-. Y ella se murió hace sólo seis años. Tendría ochenta y ocho años si viviera hoy, lo cual demuestra que la palabra no es tan antigua como tú crees.

A Nashe le resultó extraño oir a Murks hablar de su madre. Era difícil imaginar que algún día había sido un niño, y mucho menos que veinte o veinticinco anos antes tenía la edad de Nashe, había sido un joven con una vida por delante, una persona con futuro. Por primera vez desde que el azar les había unido, Nashe se dio cuenta de que prácticamente no sabía nada de Murks. No sabía dónde había nacido; no sabia cómo había conocido a su mujer ni cuántos hijos tenía; ni siquiera sabía cuánto tiempo llevaba trabajando para Flower y Stone. Murks era un ser que para él existía enteramente en el presente, y más allá de ese presente no era nada, un ser tan insustancial como una sombra o un pensamiento. Sin embargo, eso era exactamente lo que Nashe quería. Aunque Murks se hubiera vuelto hacia él y le hubiera ofrecido contarle la historia de su vida, él se habría negado a escuchar.

Mientras, Floyd le hablaba de su nuevo trabajo. Dado que Nashe parecía haber desempeñado algún papel en el hecho de que lo encontrara, tuvo que soportar un exhaustivo y enmarañado relato de cómo Floyd se había puesto a hablar con el chófer que había traído a la chica desde Atlantic City la noche de su visita el mes anterior. Al parecer la compañía de las limusinas buscaba conductores, y Floyd había ido al día siguiente a solicitar el puesto. Ahora trabajaba sólo a tiempo parcial, dos o tres días a la semana, pero esperaba que le dieran más trabajo a partir del primero de año. Sólo por decir algo, Nashe le preguntó si le gustaba llevar uniforme. Floyd contestó que no le molestaba. Era agradable tener algo especial que ponerse, dijo, le hacía sentirse importante.

– Lo principal es que me encanta conducir -continuó-. Me da igual qué clase de coche sea. Con tal de estar sentado al volante y corriendo por la carretera soy un hombre feliz. No puedo imaginarme una forma mejor de ganarme la vida. Figúrate lo que es que te paguen por hacer algo que te encanta. Casi parece que no está bien.

– Sí -dijo Nashe-, conducir es bueno. Estoy de acuerdo contigo.

– Tú debes saberlo bien -dijo Floyd-. Quiero decir, mira el coche del abuelo. Es una máquina preciosa. ¿No es verdad, abuelo? -le preguntó a Murks-. Es fantástico, ¿no?

– Un buen trabajo -respondió Calvin-. Se maneja realmente bien. Toma las curvas y las subidas como si nada.

– Debes haber disfrutado conduciendo ese coche -le dijo Floyd a Nashe.

– Sí -dijo Nashe-. Es el mejor coche que he tenido nunca.

– Hay una cosa que no entiendo -dijo Floyd-. ¿Cómo te las arreglaste para hacerle tantos kilómetros? Quiero decir que es un modelo bastante nuevo y el odómetro marca ya casi ciento veinte mil kilómetros. Es una barbaridad para hacerlos en un año.

– Supongo que sí -dijo Nashe.

– ¿Eras viajante de comercio o algo así?

– Sí, eso es, era viajante. Me dieron una zona muy grande, así que tenía que estar siempre en la carretera. Ya sabes, llevar el muestrario en el maletero, vivir con lo que tienes en la maleta, dormir cada noche en una ciudad diferente. Viajaba tanto que a veces ni me acordaba de dónde vivía.

– Creo que eso me gustaría -dijo Floyd-. Me parece un buen empleo.

– No es malo. Tiene que gustarte estar solo, pero, una vez resuelto eso, lo demás es fácil.

Floyd estaba empezando a ponerle nervioso. El tipo era un zoquete, pensó Nashe, un imbécil de los pies a la cabeza, y cuanto más hablaba más le recordaba a su hijo. Los dos tenían el mismo desesperado deseo de agradar, la misma timidez de cervatillo, la misma expresión en los ojos de estar perdidos. Al mirarle, uno nunca pensaría que fuese capaz de hacer daño a nadie, pero le había hecho daño a Jack aquella noche, Nashe estaba seguro de ello, y era precisamente aquel vacío que había dentro de él lo que lo había hecho posible, aquel abismo de carencia. No se trataba de que Floyd fuese una persona cruel o violenta, pero era grande y fuerte y siempre servicial, y quería al abuelo más que a nadie en el mundo. Lo llevaba escrito en la cara, y cada vez que volvía los ojos en dirección a Murks era como si estuviera mirando a un dios. El abuelo le había dicho que lo hiciera y él lo había hecho.

Después de la tercera o cuarta ronda de copas, Floyd le preguntó a Nashe si le apetecería jugar al billar. Había varias mesas en la sala del fondo, dijo, y era seguro que alguna estaría libre. Nashe se sentía ya un poco mareado, pero aceptó de todas formas, agradeciendo la oportunidad de levantarse de su silla y poner fin a la conversación. Eran cerca de las once y la clientela de Ollie’s era ya más escasa y menos ruidosa. Floyd le preguntó a Murks si quería ir con ellos, pero Calvin dijo que prefería quedarse donde estaba y acabarse su copa.

La sala era grande y mal iluminada y tenía cuatro mesas de billar en el centro y varías máquinas tragaperras y juegos de ordenador a lo largo de las paredes. Se detuvieron junto a la taquera al lado de la puerta para elegir los tacos, y cuando se acercaban a una de las mesas libres Floyd preguntó si no creía que sería más interesante si hacían una pequeña apuesta amistosa. Nashe nunca había sido muy buen jugador de billar, pero no se lo pensó dos veces antes de decir que sí. Se dio cuenta de que deseaba derrotar a Floyd de la peor manera y no había duda de que jugarse algún dinero le ayudaría a concentrarse.

– No tengo dinero en efectivo -dijo-. Pero te pagaré en cuanto cobre la semana que viene.

– Lo sé-dijo Floyd-. Si no creyera que me pagarías no te lo habría propuesto.

– ¿Cuánto quieres que apostemos?

– No sé. Depende de lo que hayas pensado.

– ¿Qué te parecen diez dólares la partida?

– ¿Diez dólares? De acuerdo, me parece bien.

Jugaron a ocho bolas en una de aquellas mesas de superficie irregular y Nashe apenas pronunció palabra durante todo el tiempo que estuvieron allí. Floyd no era malo, pero, a pesar de su borrachera, Nashe era mejor y acabó jugando con sus cinco sentidos, afinando la puntería en sus tiradas con una habilidad y precisión que superaba la conseguida en cualquiera de sus partidas anteriores. Se sentía absolutamente contento y relajado, y cuando cogió el ritmo de las bolas que entrechocaban y rodaban, el taco empezó a deslizarse entre sus dedos como si se moviera solo. Ganó las primeras cuatro partidas por márgenes crecientes (por una bola, por dos bolas, por cuatro, por seis), y después ganó la quinta antes de que Floyd pudiera hacer una sola jugada, metiendo dos bolas rayadas de entrada y pasando de ahí a limpiar la mesa, para acabar de forma espectacular metiendo la octava bola en la tronera con una tirada combinada a tres bandas.