– Todo eso está muy bien, muchacho. Es bueno tener sueños, ayudan a seguir viviendo. Pero eso es para más adelante, lo que podríamos llamar planificación a largo plazo. Lo que yo quiero saber es qué vas a hacer hoy. Llegaremos a Nueva York dentro de una hora más o menos, ¿qué va a ser de ti entonces?
– Conozco a un tipo en Brooklyn. Cuando lleguemos le llamaré para ver si está en casa. Si está, probablemente me dejará dormir allí unos días. Es un hijoputa que está loco, pero nos llevamos bien. Crappy Manzola. Vaya nombrecito, ¿eh? [2] Se lo pusieron cuando era un chaval porque tenía los dientes podridos, hechos una mierda. Ahora lleva una preciosa dentadura postiza, pero todo el mundo le sigue llamando Crappy.
– ¿Y qué pasa si Crappy no está?
– No tengo ni puta idea. Ya se me ocurrirá algo.
– En otras palabras, no lo sabes. Vas a tocar de oído.
– No te preocupes por mi, sé cuidarme. He estado en peores situaciones que ésta.
– No me preocupo. Es que se me ha ocurrido algo y tengo la impresión de que podría interesarte.
– ¿De qué va?
– Me has dicho que necesitas diez mil dólares para jugar con Flower y Stone. ¿Qué dirías si yo conociera a alguien que estuviera dispuesto a dejarte el dinero? ¿Qué clase de trato estarías tú dispuesto a hacer con él?
– Le devolvería el dinero en cuanto terminara la partida. Con intereses.
– Esta persona no es un prestamista. Probablemente pensaría más bien en algo parecido a una sociedad comercial.
– ¿Y tú qué eres, una especie de inversor en capital de riesgo o algo así?
– Olvídate de mi. Yo no soy más que un tipo que conduce un coche. Lo que quiero saber es qué clase de oferta estarías dispuesto a hacer. Estoy hablando de porcentajes.
– Mierda, no sé. Le devolvería los diez grandes y le daría una participación justa en los beneficios. Veinte por ciento, o veinticinco, algo así.
– Eso me parece un poco tacaño. Después de todo, es esa persona la que corre el riesgo. Si no ganas, es él quien pierde, no tú. ¿Entiendes lo que quiero decir?
– Sí, lo entiendo.
– Estoy hablando de una división a partes iguales. Cincuenta por ciento para ti, cincuenta por ciento para él. Descontando los diez mil, claro está. ¿Cómo lo ves? ¿Te parece justo?
– Supongo que podría soportarlo. Si es la única manera de que consiga jugar con esos payasos, probablemente vale la pena. Pero ¿tú dónde encajas en todo esto? Que yo sepa, no estamos más que nosotros dos hablando en este coche. ¿Dónde se supone que está ese otro tipo? El que tiene los diez mil dólares.
– Está por aquí. No será difícil encontrarle.
– Ya, es lo que me figuraba. Por si acaso ese tío estuviera sentado a mi lado ahora mismo, lo que me gustaría saber es por qué quiere meterse en una cosa así. Quiero decir, no me conoce de nada.
– No hay ninguna razón. Simplemente le apetece.
– Eso no basta. Tiene que haber una razón. No aceptaré a menos que lo sepa.
– Necesita el dinero. Eso debería ser evidente.
– Pero ya tiene diez mil dólares.
– Necesita más. Y se le está acabando el tiempo. Es probable que ésta sea la última oportunidad que tenga.
– Sí, de acuerdo, eso lo entiendo. Es lo que podríamos llamar una situación desesperada.
– Pero tampoco es idiota, Jack. No anda regalando su dinero a los timadores. Así que antes de hablar de negocios contigo, tengo que asegurarme de que vas de verdad. Puede que seas un jugador fabuloso, pero también podrías ser un artista de la trola. Antes de que haya trato, tengo que ver con mis propios ojos lo que eres capaz de hacer.
– No hay problema, socio. Una vez que lleguemos a Nueva York te enseñaré mi trabajo. Ningún problema. Te quedarás con la boca abierta. Te lo garantizo. Haré que se te salten los ojos de la cabeza.
3
Nashe comprendió que ya no actuaba como era habitual en él. Oía las palabras que salían de su boca, pero, incluso mientras las pronunciaba, sentía que expresaban los pensamientos de otro, como si fuera un actor interpretando un papel en el escenario de un teatro imaginario, repitiendo un diálogo previamente escrito para él. Nunca había sentido nada semejante, y lo asombroso era lo poco que le perturbaba, lo fácilmente que se adaptaba al papel. El dinero era lo único que importaba, y si aquel chico malhablado podía conseguirlo, Nashe estaba dispuesto a arriesgarlo todo para ver qué pasaba. Era un plan disparatado, quizá, pero el riesgo era una motivación en sí mismo, un salto de fe ciega que demostraría que al fin estaba preparado para cualquier cosa que pudiera ocurrirle.
En aquel momento Pozzi era simplemente un medio para lograr un fin, el agujero en el muro que le permitiría cruzar de un lado a otro. Era una oportunidad con la forma de ser humano, un espectro que jugaba a las cartas y cuyo único propósito en el mundo era ayudar a Nashe a recuperar su libertad. Una vez que acabaran esa tarea, se iría cada uno por su lado. Nashe iba a utilizarle, pero eso no quería decir que le encontrara absolutamente indeseable. A pesar de sus aires de listillo, había algo fascinante en aquel chico, y era difícil no concederle cierto respeto, aun a regañadientes. Por lo menos tenía el valor de sus convicciones, y eso era más de lo que se podía decir de la mayoría de la gente. Pozzi se había arrojado de cabeza dentro de sí mismo; estaba improvisando su vida según la vivía, confiando en el puro ingenio para mantener la cabeza fuera del agua, e incluso después de la zurra que acababan de darle, no parecía desmoralizado ni vencido. El muchacho era aparentemente rudo, a veces hasta detestable, pero destilaba una confianza en sí mismo que Nashe encontraba tranquilizadora. Era demasiado pronto para saber si se le podía creer, naturalmente, pero considerando el poco tiempo que había tenido para inventarse una historia, considerando la escasa verosimilitud de toda la situación, parecía dudoso que fuese otra cosa que lo que afirmaba ser. O eso suponía Nashe. De una forma u otra, no tardaría mucho en saberlo.
Lo importante era parecer tranquilo, contener su excitación y convencer a Pozzi de que sabía lo que se hacía. No era exactamente que quisiera impresionarle, pero instintivamente se daba cuenta de que tenía que dominar la situación, responder al arrojo del chico con su propia serena e impávida seguridad. Desempeñaría el papel de viejo frente al advenedizo Pozzi, utilizando la ventaja que tenía en tamaño y edad para dar una impresión de sabiduría obtenida a costa de muchos esfuerzos, de una estabilidad que contrarrestara la actitud nerviosa e impulsiva del chico. Cuando llegaron a la zona norte del Bronx, Nashe ya había optado por un plan de acción. Le costaría un poco más de lo que le hubiera gustado, quizá, pero pensaba que a la larga sería dinero bien gastado.
El truco consistía en no decir nada hasta que Pozzi empezara a hacer preguntas y luego, cuando las hiciera, tener preparadas buenas respuestas. Esa era la forma más segura de controlar la situación: hacer que el muchacho estuviera siempre ligeramente desconcertado, darle la impresión de que Nashe iba siempre un paso por delante de él. Sin decir una palabra, Nashe se metió por la Henry Hudson Parkway y cuando Pozzi finalmente le preguntó adónde iban (al cruzar la calle Noventa y seis), Nashe le contestó:
– Estás agotado, Jack. Necesitas comer y dormir y a mí tampoco me vendría mal un almuerzo. Nos inscribiremos en el Plaza y partiremos desde allí.
– ¿Quieres decir el Hotel Plaza? -preguntó Pozzi.
– Eso es, el Hotel Plaza. Siempre me alojo en él cuando estoy en Nueva York. ¿Alguna objeción?
– Ninguna. No estaba seguro, eso es todo. Me parece una buena idea.
– Pensé que te gustaría.
– Sí, me gusta. Me gusta hacer las cosas a lo grande. Es bueno para el alma.