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Poco a poco fue descendiendo a tierra y suspiró, maravillada. Envuelta en sus brazos, escuchaba los sonidos de la noche: la irregular respiración de Travis, el tronar de su propio corazón, el salto de un pez en el estanque, el sonido de una rama al romperse…

Sintió que él se tensaba de repente. La besó con ternura antes de volver a cerrarle la bata.

– Vuelve a casa -le susurró al oído. Acalló sus protestas poniéndole un dedo sobre los labios.

– Pero…

– Chist -escrutó la oscuridad-, he oído algo. Creo que no estamos solos. Iré a buscarte… pronto -le prometió.

Sigilosamente, empezó a vestirse. Lejos de discutir con él, Savannah siguió sus instrucciones al pie de la letra. Con una mano en el cinturón de la bata y sosteniendo las zapatillas con la otra, corrió descalza por el sendero.

Entró jadeando en la casa a oscuras y subió por la escalera trasera hasta su habitación. Una vez acostada en la cama, esperó con el corazón acelerado a que llegara Travis, atenta al menor sonido. Estaba segura de que cumpliría su promesa y volvería con ella. Sólo era cuestión de tiempo.

Con las primeras luces del alba, se dio cuenta de que alguien debía habérselo impedido: quizá la misma persona que había oído acercarse al estanque. Intentó no darle demasiada importancia. Ya lo vería por la mañana.

Enfrentarse con su padre, o con quienquiera que lo hubiera sorprendido, no iba a ser fácil, pero estaba convencida de que Travis podría soportarlo. Cayó en un profundo sueño y se despertó mucho más tarde, pasadas las diez. Se duchó, se vistió y bajó las escaleras. Encontró a su padre sentado a la mesa de la cocina, tomando café y leyendo el periódico.

– Buenos días -saludó Savannah.

Todo parecía normal. Evidentemente, Reginald había salido a hacer su revisión rutinaria de las cuadras al amanecer, como tenía por costumbre. Estaba recién afeitado, sus botas estaban colocadas al lado de la puerta trasera y ya había terminado de desayunar.

Alzó rápidamente la mirada, frunciendo el ceño.

– Buenos días.

– Buenos días, cariño -dijo su madre, Virginia, entrando en la cocina procedente del comedor. Iba perfectamente peinada y parecía que acabara de maquillarse-. Te has levantado muy tarde, hija. No estabas aquí para despedirte de Travis.

– ¿Despedirme? -repitió, consternada.

– Sí -Virginia se sirvió una taza de café mientras se sentaba frente a Reginald-. Parece que Melinda y él han decidido casarse lo antes posible. Ya era hora, por cierto. Llevan juntos toda la vida. La boda será probablemente la semana que viene, así que se ha marchado a Los Ángeles para alquilar su apartamento.

Savannah se apoyó en el mostrador, a punto de dejar caer al suelo la taza de café.

– Supongo que se habrá cansado de trabajar en el rancho -dijo Reginald-. No lo culpo. Desde que aprobó el examen de prácticas, no hay razón para que siga perdiendo el tiempo aquí cuando ya podría estar ejerciendo de abogado.

– ¡Reginald! -lo recriminó Virginia, pero su marido se limitó a reírse entre dientes.

A Virginia le brillaban los ojos de emoción ante la perspectiva de la boda. A Savannah, en cambio, le ardían por las lágrimas.

– ¿Y por qué nadie me ha despertado para que pudiera decirle adiós?

– No había razón para hacerlo -repuso su padre, encogiéndose de hombros-. Travis volverá. Es un bala perdida. Tiene la costumbre de dejarse caer de repente sin avisar.

– ¡Reginald! -volvió a reñirlo su esposa.

– ¿No quería Travis… hablar conmigo? -balbuceó Savannah.

– No creo. No me dijo nada. ¿A ti te dijo algo, cariño?

– No -respondió Virginia. Al ver la expresión dolida de su hija, esbozó una sonrisa amable-. Es normal, estaría pensando en los planes de la boda y todo eso. Ya lo verás entonces.

Savannah se sintió traicionada, pero decidió no creerse nada… No hasta que lo hubiera escuchado de labios del propio Travis.

El problema fue que Travis no volvió a llamar ni regresó al rancho. Y se casó con Melinda Reeves dos semanas después de haber hecho el amor con ella en el estanque.

«Nunca volveré a dirigirle la palabra», se prometió, furiosa, la mañana de la boda. Para decepción de su madre, se negó a asistir a la ceremonia.

– No puedo, mamá -admitió cuando Virginia le pidió una explicación-. Simplemente, no puedo.

– ¿Por qué no? -le preguntó su madre, sentada en el borde de la cama, mirando a su hija pequeña con expresión preocupada.

Savannah se había acercado a la ventana y fingía contemplar el paisaje.

– Travis… Travis y yo hemos tenido un… desacuerdo.

– Eso es normal entre hermanos…

– ¡No es mi hermano!

– Ah, entiendo… -Virginia arqueó una ceja.

– Pues no sé cómo puedes entenderlo -repuso Savannah. Se sentía desgarrada por dentro. Nadie podía comprenderla, y mucho menos su madre. ¿Por qué no la dejaba en paz todo el mundo de una vez?

Pero las siguientes palabras de Virginia la dejaron paralizada de estupor:

– Siempre es duro enamorarse del hombre equivocado.

– ¿Qué? ¿Cómo…?

– ¿Que cómo lo sé? Lo sé y basta -esbozó una sonrisa triste-. Yo también he sido joven y…, bueno, he cometido unos cuantos errores.

– ¿Con papá?

Virginia evitó la mirada de su hija.

– Sí, cariño. Con tu padre.

Había algo enigmático en su voz, pero Savannah no podía pensar en ello. Ni en nada más, por cierto… ¡Melinda Reeves iba a convertirse en la mujer de Travis McCord! Tenía la sensación de que todo su mundo se estaba desmoronando.

– Pero es que lo quiero tanto… -admitió.

– Y él está a punto de casarse. No puedes hacer nada para evitarlo. Ya no.

– Claro que sí -replicó, llorando-. Pienso olvidarme de él. Jamás volveré a dirigirle la palabra. Y… jamás volveré a enamorarme de ningún hombre.

Virginia también se había emocionado. Le sonrió a través de un velo de lágrimas.

– No seas tan dura, ya encontrarás alguno que merezca la pena. David Crandall te quiere.

– Mamá… -Savannah puso los ojos en blanco-. David sólo es un… amigo.

– ¿Y Travis era algo más?

– Sí.

– Ah -la respuesta pareció sorprenderla. Y preocuparla también.

– No te avergüences de mí, por favor.

– ¿Todavía lo quieres? -preguntó su madre, suspirando.

– Ya no -cerró los puños, decidida-. Ya no, y nunca más.

Travis pronto se convertiría en el marido de Melinda, así que ya no podía importarle menos.

Lo que no se imaginaba era que nueve años después todavía estaría intentando convencerse de que no le importaba en absoluto.

Uno

Rancho Beaumont. Invierno. Nueve años más tarde.

Savannah no se arrepentía de haber regresado al rancho. No se había dado cuenta hasta entonces de lo mucho que echaba de menos aquellas neblinosas y rojizas colinas, aquellas praderas verdes salpicadas de caballos.

El bullicio de la ciudad había resultado una experiencia excitante mientras estudiaba en la universidad, y también durante algunos años después, cuando trabajaba para una empresa de inversiones de San Francisco. Pero se alegraba de volver al rancho de ganado aunque eso significara tener que soportar a su cuñado, Wade Benson.

Durante los últimos años, Wade había ido renunciando a buena parte del trabajo de su gestoría para administrar el rancho. En realidad, se estaba preparando para ocupar el puesto de Reginald cuando éste decidiera retirarse. Lo cual podría ocurrir más temprano que tarde, pensó Savannah, entristecida, teniendo en cuenta la pésima salud de Virginia.