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James Devlin. Aquel hombre era su cruz. Y aparecía cada vez que daba media vuelta. Estaba dispuesto a hacer todo lo que estuviera en su mano para frustrar sus planes de atrapar a Fitz. Susanna se preguntó hasta dónde estaría dispuesto a llegar para evitar que arruinara las oportunidades de Chessie y se estremeció bajo la pelliza empapada. La lana se pegaba contra su cuerpo y estaba helada.

Al principio se había dicho a sí misma que Dev no podría hacer nada para detenerla. En aquel momento, quince días después de su reencuentro, ya no estaba tan segura. Era cierto que no podía revelar los detalles de su relación anterior sin hacer peligrar su propio compromiso con Emma, pero podía hacer otras muchas cosas, y Susanna estaba comenzando a sospechar que sería capaz de hacerlo. No debía subestimar a Dev. Era un adversario peligroso.

Asomó a sus labios una débil y pesarosa sonrisa. Entre Dev y su hermana, era obvio que habían ganado aquella partida. Francesca le había arrebatado a Fitz delante de sus narices y después había intervenido Dev para terminar de frustrarla. Y allí estaba ella, caminando penosamente bajo la lluvia, sin paraguas alguno mientras que probablemente, Francesca estaba ya cómodamente sentada en Gunters, compartiendo un dulce con Fitz. A Susanna se le hizo la boca agua al pensar en ello. Le apetecía un pastel de nata, o incluso un caramelo de chocolate. Necesitaba algo dulce para consolarse, para tener la seguridad de que no fracasaría. Porque estaba segura de que los duques de Alton se pondrían furiosos cuando se enteraran de lo que había pasado aquella mañana. Estaba convencida de que alguna alma bondadosa se lo contaría. Freddie Walters, probablemente. Era una criatura venenosa y había estado dirigiéndole miradas asesinas desde que le había rechazado. Susanna suspiró mientras aquella lluvia veraniega goteaba por el sombrero y se filtraba por su cuello. Su futuro sustento dependía de su capacidad para complacer a los duques y romper la relación entre Fitz y Francesca, de modo que debería mejorar su juego.

En primer lugar, no podía volver a permitir que Devlin se aprovechara de ella con sus juegos de falsa seducción. De momento, se había quedado con uno de sus guantes. Susanna se quitó el otro con enfado. Aquel par de guantes le había costado diez chelines y no podía permitirse el lujo de malgastar el dinero de aquella manera. Aquel día le había dejado un sombrero arruinado y medio par de guantes. Sí, aquél era el triste resumen de la mañana.

Para cuando llegó a Curzon Street, estaba completamente empapada y la pluma del sombrero estaba tan decaída como las de un faisán atrapado en medio de una tormenta. El portero que le abrió la puerta tuvo que disimular una sonrisa al verla. La doncella que le habían proporcionado los duques junto con la casa y todo lo demás, fue menos respetuosa.

– ¡Que el cielo nos asista, mi señora! -exclamó al ver a Susanna-. ¿Pero qué os ha pasado?

– Me ha pillado la lluvia, Margery -contestó Susanna mientras colocaba el guante sobre su empapado sombrero.

– ¿Y también se os ha caído un guante?

– Sí, lo he perdido por el camino -se excusó Susanna.

La doncella la miró con dureza. Era una chica joven, sencilla y práctica. A Susanna le había gustado desde el primer momento. No había artificio alguno en ella y decía las cosas abiertamente.

– Os prepararé un té, mi señora -le ofreció-. Creo que os vendrá bien. Habéis recibido algunas cartas -añadió-. La mayor parte de ellas son invitaciones y cosas parecidas. Ya no queda espacio en la repisa de la chimenea. Os habéis convertido en una celebridad en Londres, mi señora.

– Me gustaría tomar un poco de bizcocho, Margery -pidió Susanna precipitadamente-. Esponjoso. Con mucha mermelada y mucha nata.

Susanna tomó las cartas de la mesita de la entrada, se dirigió al salón y cerró la puerta tras ella. Era una habitación pequeña y tan elegante y carente de personalidad como el resto de la casa. La luz del sol acariciaba la alfombra, alejando la lluvia veraniega. El viento agitaba suavemente las cortinas. Sobre una mesa situada junto a la ventana descansaba un jarrón con azucenas. No las había cortado ella. En realidad, no tenía aptitud alguna para las artes femeninas. Al igual que el resto de la casa, todo formaba parte de un decorado. El entorno perfecto para una viuda rica y deslumbrante como lady Carew.

Una celebridad en Londres. Susanna curvó los labios en una sonrisa irónica. Si supieran la verdad… La pequeña Susanna Burney había nacido en una vecindad cercana a Edimburgo. Su madre la había entregado cuando su padre había muerto tras dejar el hogar para unirse al ejército. Había demasiadas bocas que alimentar y faltaba el dinero, de modo que ella, la más joven y la más guapa de las hermanas, había iniciado una nueva vida en casa de sus tíos, que no habían podido tener hijos. Una vida que había tirado por la borda al fugarse con James Devlin. Con un suspiro, Susanna se dejó caer en una de las butacas. No había el más mínimo reflejo de su personalidad en aquella casa, ni el menor indicio de quién era ella en realidad. Se quitó los zapatos y posó los pies empapados en la alfombra. Disfrutó de su tacto suave y mullido. Le gustaba sentir aquella opulencia bajo los pies porque le permitía recordar los suelos desnudos, las piedras heladas y la lluvia constante. No le parecía mal disfrutar de tanto lujo cuando había tenido tan poco. A veces, incluso casi llegaba a creerse su propio cuento de hadas.

Seleccionó tres cartas de aquel montón de invitaciones a bailes, veladas musicales y fiestas. La primera era del profesor que se había hecho cargo de Rory McAlister en Edimburgo. Sintió inmediatamente un escalofrío. No recibir noticias de Rory siempre era una buena noticia. Rory, de catorce años, era un adolescente salvaje, ingobernable y no particularmente inclinado al estudio. Susanna había tenido que pagar una generosa cantidad para persuadir al doctor Murchison de que aceptara a Rory en el seno de su familia, con la esperanza de que Rory se adaptara mejor a la vida familiar de lo que lo había hecho a la vida en los internados. De los dos anteriores, había terminado fugándose.

Susanna se interrumpió, consciente de la fuerte tentación de dejar la carta y retrasar el momento de la verdad. Rory y Rose… Quería a aquellos mellizos como si fueran sus propios hijos, estaba unida a ellos por una vida forjada en la lucha por la supervivencia y por la promesa que le había hecho a su madre, Flora McAlister, cuando yacía enferma en el hospicio. Flora le había hecho el regalo de sus hijos después de su gran pérdida y no podía fallarle. Parpadeó para contener una repentina oleada de lágrimas y abrió la carta.

Rory, le comunicaba el doctor Murchison más apenado que enfadado, había vuelto a escaparse. Le habían encontrado una semana después en las calles de Edimburgo, sucio, hambriento y furioso, pero sano y salvo.

Susanna dejó caer la carta en el regazo y presionó los dedos contra las sienes, donde comenzaba a amenazar un dolor de cabeza. Rory se consideraba un hombre fuerte y suficientemente inteligente como para cuidar de sí mismo, pero solo era un niño. Un niño al que adoraba y que la quería, pero en algunas ocasiones, Susanna era consciente de que no estaba haciendo todo lo que podía para ayudarle. Se sentía profundamente triste, con un intenso dolor en el corazón. La culpa la aguijoneaba. Eran muchas las veces que había intentado mantener a su pequeña familia unida, pero no había sido posible. No podía mantener a los mellizos si no trabajaba, y si trabajaba, no podía tenerlos con ella. Lo había intentado con todas sus fuerzas, pero el hambre y el miedo habían asaltado su mundo. La vida le había arrebatado en dos ocasiones lo que más quería. Primero había perdido a Devlin y después a su hija. En ese momento, estaba dispuesta a hacer todo lo que estuviera en su poder para proteger a los mellizos y verlos crecer sanos y salvos. Sabía que en solo un par de meses, habría terminado su trabajo. Los duques le pagarían y podría visitar por fin a sus mellizos e incluso comenzar una nueva vida con ellos.