Tomó la carta con manos temblorosas. Aunque el doctor Murchison había llenado toda una hoja, apenas daba muchas más noticias. Pero a media página la letra cambiaba. Rory, decía el doctor, se había convertido en una carga y, con todo el dolor de su corazón, le pedía más dinero para compensarle por la conducta de Rory y por todos los problemas que estaba causando.
En un ataque de furia, Susanna arrugó la carta, sintiendo las duras esquinas del papel arañar la palma de su mano. A ese ritmo, el dinero que tanto le había costado ahorrar para unir a su familia, terminaría en manos de gentes sin escrúpulos que siempre exigían más y más.
Se pasó la mano distraída por el pelo, aflojando algunas horquillas al hacerlo. Miró la segunda carta. La intuición le decía que no eran buenas noticias. Pero ella siempre había encarado de frente los problemas, de modo que la abrió.
Efectivamente, no eran buenas noticias.
Los prestamistas le demandaban, educadamente, pero con firmeza, que pusiera fin a sus deudas si quería ampliar sus préstamos. Ella sabía que si lo hacía en los términos que le sugerían, su deuda se multiplicaría en el futuro. Pero si no pedía dinero prestado, no podría pagar las facturas del internado de Rose. El dolor de cabeza se incrementó. Sintió el pánico atenazándole la garganta.
La tercera carta estaba escrita con una caligrafía que no reconoció. La abrió despreocupadamente, pensando todavía en sus problemas financieros. La leyó una vez sin prestarle mucha atención, y volvió a leerla con un desazonador sentimiento de incredulidad: Sé quién eres.
La carta escapó de entre sus dedos y voló sobre la alfombra, para terminar aterrizando sobre una mancha de luz. Hacía calor en el salón, pero Susanna sentía frío y comenzaba a temblar.
«Sé quién eres». Las palabras que ningún impostor deseaba leer.
– El té, mi señora. Y una buena porción de bizcocho -Margery acababa de entrar con una bandeja que llevaba una tetera de porcelana china y una taza a juego-. Parecéis abatida, señora.
– Lo estoy -contestó Susanna con fervor.
– Problemas de dinero, supongo -aventuró Margery-. O quizá sea un hombre -añadió.
Miró alrededor del salón. El sol iluminaba en aquel momento los muebles y arrancaba hermosos colores de la alfombra que descansaba frente a la chimenea de mármol.
– Ya sabéis, mi señora, que nunca se me ha dado bien fingir.
– Oh, Dios mío -musitó Susanna, preguntándose qué le iba a decir a continuación.
– Todo esto es muy hermoso -continuó diciendo Margery-, pero la ropa interior que llevabais cuando llegasteis aquí había sido remendada muchas veces y la suela de los zapatos estaba completamente gastada. Llegasteis a pie, cargando con vuestro equipaje y tengo la certeza de que todo esto… -señaló la habitación con un gesto-, es un trabajo. Solo pensaba que debería saber que lo sabía, mi señora -terminó.
– Ya entiendo -respondió Susanna lentamente.
No fue capaz de contener la sonrisa ante las labores detectivescas de la doncella. Al parecer, su anónimo corresponsal no era el único que sospechaba de ella.
– Así que piensas que a lo mejor soy pobre. Una impostora, quizá, que finge ser una viuda rica.
– No sé lo que sois, mi señora -respondió la doncella con franqueza-. Pero estuve trabajando para lady St. Severin, que se fugó con un prisionero de guerra francés en un globo. Después de aquello, ya nada me sorprende. Después trabajé para lady Grant, la hermana de lady Darent, antes de que el señor Churchward me solicitara para este puesto -sonrió-. Soy capaz de guardar un secreto, pero me gusta saber qué secreto guardo. No sé si entendéis lo que quiero decir.
– Perfectamente, gracias, Margery -contestó Susanna.
Se interrumpió, pensó en lo que la doncella le acababa de decir y en lo sola que se sentía siendo una impostora y no teniendo a nadie con quien hablar.
– Si traes otra taza, podríamos hablar -propuso lentamente.
La doncella sonrió y se dirigió hacia la cocina. Susanna se sintió inmediatamente reconfortada. En su trabajo, jamás había confiado en nadie. Jamás había compartido con nadie sus secretos, pero sentía que podía confiar en aquella doncella tan pragmática y franca.
El dinero, los hombres o ambas cosas, había dicho Margery. Susanna se frotó la muñeca, sintiendo de nuevo los dedos de Dev sobre su piel. Su contacto todavía le abrasaba. Chantaje y seducción. Pero no, no podía ser Devlin el que había enviado aquella nota amenazadora. Él era el único que conocía sus secretos. Susanna sabía que era un hombre peligroso y sin escrúpulos, pero la intuición le decía que no se rebajaría a hacer algo tan vil. Aun así, no sabía si podía estar segura. ¿Hasta dónde sería capaz de llegar Devlin para derrotarla? Susanna tenía la aterradora intuición de que pronto iba a averiguarlo.
La señorita Francesca Devlin permanecía ante la Casa del Placer de la señora Tong y temblaba literalmente. Jamás había estado en un lugar como aquél. Durante las semanas anteriores, su experiencia del mundo se había extendido mucho más allá de lo que habría sido capaz de imaginar en los momentos más audaces, pero continuaba siendo una joven inocente. Poner un pie en un prostíbulo iba mucho más allá de todo lo que había hecho hasta entonces.
De pronto, las habitaciones del Hemming Row le parecían un lugar seguro y casi respetable. Chessie sabía que no era la primera mujer a la que su amante había citado en aquel lugar, e intentó no pensar en que probablemente tampoco sería la última, porque eso significaría reconocer la derrota, aceptar que había perdido. Y, sencillamente, no podía permitirse perder.
El portero que había contestado a su tímida llamada a la puerta del prostíbulo parecía un hombre aburrido. Sin lugar a dudas, había visto todo tipo de cosas a lo largo de los años. Entre ellas, jóvenes damas de virtuosa e irreprochable conducta capaces de pronto de citarse en un prostíbulo con su amante. No, sin lugar a dudas, lo suyo no era ninguna novedad.
– ¿Pensáis pasar o no?
El portero estaba intentando mirarla a los ojos a través del grueso velo con el que Chessie había ocultado su rostro. Inmediatamente después, la joven entró, casi tambaleante, en un mundo de luces brillantes y colores intensos.
– En el piso de arriba, la segunda habitación a la derecha -el portero se interrumpió-. Y aseguraos de entrar en la habitación correcta, señorita -se echó a reír.
Había mucho ruido en aquel lugar: risas, música, voces. Todo era chabacano y estridente. Los gritos que salían de las habitaciones le hicieron sonrojarse hasta la raíz del cabello. Intentó abrir la puerta con movimientos torpes y entró temblorosa, sintiéndose al borde de la náusea, pero su amante ya se encontraba allí, esperándola sonriente.
Le apartó el velo del rostro y tomó su abrigo y su sombrero.
– Toma -le tendió una copa de vino.