Era un vino dulce y fuerte, y la ayudó a sentirse mejor. Su amante la besó. Y eso le gustó todavía más.
– Has sido muy valiente al venir hasta aquí -parecía divertido-. Te mereces una recompensa.
Sin dejar de besarla, la llevó hasta la cama. Cuando Chessie por fin abrió los ojos, él ya le había quitado toda la ropa y ella estaba desnuda sobre una colcha de un vivido color naranja, con la melena suelta extendiéndose a su alrededor.
– ¿No vamos a jugar a las cartas esta noche? -preguntó.
Aquello formaba parte de su acuerdo. Las cartas primero, y hacer el amor después, cuando perdía. Aunque Chessie siempre perdía.
Él se apoyó contra los talones y la miró con un brillo travieso en sus ojos oscuros. Chessie miró entonces por encima de su hombro y vio la mesa preparada para varios jugadores.
– Esta vez jugaremos después -respondió. Le acarició el pelo-. Eres preciosa -añadió, mientras ella continuaba anhelando alguna palabra de amor nacida de sus labios-. Tengo una sorpresa para ti.
Chessie abrió los ojos como platos al fijarlos en el estante que cruzaba una de las paredes de la habitación. Látigos, fustas… Tragó saliva al imaginar el azote del cuero sobre su piel. ¿Le pediría que hiciera eso por él? ¿Sería aquél su destino en el caso de que perdiera aquella noche?
Vio entonces que su amante levantaba un extraño objeto de madera tallada. Lo acercó a su rostro hasta que sus suaves curvas besaron sus labios.
En alguna parte, en lo más profundo de su corazón, Chessie supo que aquélla era la recompensa para él, no para ella, pero cerró los ojos rápidamente a aquel pensamiento mientras sentía deslizarse el consolador sobre sus senos y descender hasta sus muslos.
No vio a los observadores que contemplaban la escena detrás de una pantalla.
Capítulo 7
– Frazer -le dijo Dev a su valet, estando sentado ante el espejo mientras se afeitaba-, ¿alguna vez cometiste una estupidez siendo muy joven que ha vuelto a perseguirte años después?
Estaba en las habitaciones que ocupaba en Albany, preparándose para los entretenimientos de la noche. Albany era la residencia para solteros más exclusiva de Londres. Allí no se permitía la presencia ni de instrumentos musicales ni de mujeres. Dev había podido ocupar aquellas habitaciones porque era primo de lord Grant, el famoso explorador, y porque estaba comprometido con la hija de un duque. Por supuesto, él no podía permitirse aquel lujo. Al igual que todo lo demás, era la fortuna de su futura esposa la que pagaba sus gastos.
Sintió el roce de la cuchilla en el cuello e inmediatamente se arrepintió de haber formulado aquella pregunta estando en una posición tan vulnerable. Y no porque dudara de la firmeza de la mano de Frazer, a pesar de la avanzada edad del mayordomo. El verdadero problema era que nunca se había sentido muy cómodo teniendo la navaja de otro hombre tan cerca de su cuello, una reacción comprensible tras haber participado en una reyerta en un puerto de México varios años atrás.
– ¿Qué hicisteis en vuestra juventud, señor Devlin? -preguntó Frazer al cabo de unos segundos.
Siempre se olvidaba de llamarle «sir James» y Dev nunca se molestaba en recordarle que lo hiciera. Había heredado a Frazer de su primo, Alex Grant. Éste había dicho que necesitaría de los servicios de aquel antiguo camarero de la Marina, con su adusto carácter escocés para mantenerse recto como una flecha. Como Frazer conocía a Dev desde que este último iba con pantalones cortos, no era posible engañarle.
– Nada -contestó Dev-. Por lo menos desde hace nueve años.
Frazer ignoró aquella respuesta.
– ¿Habéis vuelto a perder mil libras en el juego? -insistió-. ¿Habéis seducido a una dama, o a alguien que no lo es? ¿Tenéis relación con alguna mujer ligera de cascos?
La cuchilla rozó la garganta de Dev y éste tragó saliva. El jabón se deslizaba por su cuello.
– Frazer, me estás ofendiendo -cambió de postura-. Sabes que desde hace dos años llevo una vida irreprochable.
Y probablemente, aquélla era una de las razones de su frustración sexual. El único desahogo durante todo aquel tiempo lo había encontrado en el boxeo, la esgrima y algunas otras demostraciones de violencia socialmente consentidas. Hasta esa misma mañana… Y en aquel momento, el recuerdo de Susanna entre sus brazos continuaba persiguiéndole. La había deseado años atrás. Y continuaba deseándola.
– No -dijo Frazer, y negó con la cabeza.
Dev observó en el espejo la destreza con la que utilizaba la cuchilla.
– ¿No qué?
– No, no cometí ninguna estupidez cuando era joven -respondió Frazer-. A los trece años estaba en una cárcel de Edimburgo. Estando allí encerrado, no había muchas posibilidades de cometer estupideces. Solo me dejaron salir para alistarme al ejército.
– Por supuesto -dijo Dev, encantado con la imagen del pasado criminal de Frazer-. Qué estupidez, no sé cómo se me ha ocurrido pensar que podrías haber cometido alguna estupidez en tu juventud.
– ¿Y qué hicisteis vos, señor Devlin? -preguntó Frazer.
– ¿Yo? Nada. Nada en absoluto.
Frazer soltó un bufido de incredulidad.
– Vos siempre fuisteis un muchacho muy decidido. En aquel entonces, habríais sido capaz de fugaros con la esposa de otro hombre.
No, pensó Dev. Pero se había fugado con su propia esposa. Aunque al final, había sido ella la que había terminado escapando sin él.
Agradecía inmensamente que nadie más estuviera al tanto de aquella indiscreción juvenil. Cuando había conocido a Susanna, vivía en Escocia con Alex Grant, su primo. Ni éste ni su primera esposa, Amelia, tenían sospecha alguna de aquella aventura, estaba seguro. Alex nunca había estado particularmente interesado en su vida personal y Amelia… Dev interrumpió el curso de sus pensamientos al recordar a la primera esposa de su primo, tan dulce y delicada por fuera y tan dura por dentro. Amelia estaba tan pendiente de sí misma que, seguramente, no tenía espacio para pensar en nadie más. Dev esbozó una mueca. Frazer musitó una palabra de advertencia mientras deslizaba la cuchilla por su cuello.
– No os mováis, señor, o esta noche terminaréis perdiendo algo más que la camisa.
Dev permaneció completamente inmóvil mientras la cuchilla continuaba haciendo su trabajo. Se preguntó si Susanna sería aficionada al juego. Desde que había llegado a Londres, no la había visto participar en ninguna partida de cartas, pero estaba tan ocupada persiguiendo a Fitz que seguramente no había tenido tiempo para otras aficiones. Pero Fitz también era jugador y a lo mejor había introducido a Susanna en el placer de las apuestas. Los dedos le cosquillearon al pensar en la emoción de las cartas. A lo largo de toda su vida había librado una fiera batalla consigo mismo para evitar la obsesión de su padre por el juego. La mayor parte de las veces, había sido capaz de controlar aquel impulso. Pero a veces no lo conseguía. En aquel momento, le habría gustado desafiar a Susanna a jugar al faro o a cualquier otro juego de azar. Sería muy satisfactorio vencerla. Aunque, por supuesto, también podía ganar ella. Susanna podía ser tan superficial y tan codiciosa como la más ambiciosa de las prostitutas, pero también era condenadamente decidida cuando quería algo. E inteligente. Comprometerse con ella a cualquier nivel era arriesgado. Estar en deuda con ella sería insoportable.
Frazer terminó de afeitarle, retiró el jabón y le tendió a Dev una toalla.
– Tenéis suerte de no haber perdido ningún órgano vital -dijo con aspereza-. Os tengo dicho que no os mováis cuando os afeito.
– Lo siento. Tengo ciertas preocupaciones en la cabeza.
– Asuntos de mujeres -replicó Frazer, más agrio todavía-. Conozco esa mirada. Tened cuidado, señor Devlin.
– Lo tendré -sonrió-. Gracias por tu preocupación. Me alegra saber que te importo.
Frazer esbozó una mueca cortante.
Treinta minutos después, con el pañuelo atado al estilo irlandés, un estilo que había adoptado como propio en homenaje a sus antepasados, con la casaca sobre los hombros sostenida por Frazer y con un particularmente deslumbrante chaleco verde y dorado, Dev decidió que estaba preparado.