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Fitz continuaba hablando cuando se acercaron al grupo de personas entre las que se encontraba James Devlin. No tenía la menor idea de lo que le decía, pero, afortunadamente, no parecía esperar ninguna réplica por su parte. Lo único que Susanna veía frente a ella era a Devlin. De lo único que era consciente era de su altura, de la anchura de sus hombros y de la frialdad de sus ojos azules mientras la recorrían con absoluto desdén. Imaginaba que no podía culparle por ello. Había sido ella la que le había abandonado antes de que la tinta de su contrato matrimonial se hubiera secado, antes de que las sábanas se hubieran enfriado tras su noche de amor.

Susanna alzó la barbilla y enderezó la espalda. Había estado fingiendo durante tanto tiempo que, seguramente, no le resultaría difícil borrar toda expresión de su rostro y ocultar el hecho de que estaba temblando por dentro. Pero aun así, le resultó extraordinariamente difícil hacerlo. Deslizó su mirada sobre Devlin en una lenta apreciación. La fuerza con la que le latía el corazón contra las costillas contradecía la calculada frialdad de su mirada.

Había una autoridad y una confianza innata en Devlin que contrastaban con la deslumbrante juventud del joven de dieciocho años que tan bien recordaba. Ya a esa edad era un hombre enérgico y brillante, pero también impaciente y falto de experiencia. Era como si el mundo, con sus afiladas aristas, todavía no hubiera endurecido su alma.

Una carencia que, ciertamente, había salvado en el lapso de aquellos años. Tenía los hombros anchos, el pecho fuerte. Estaba más alto, más musculoso, definitivamente, más hombre que el joven que recordaba, y tan guapo que su rostro podría haber sido calificado como femeninamente bello si no hubiera sido por la fuerza de su mandíbula y lo pronunciado de sus pómulos, que restaban de su rostro cualquier suavidad. Susanna sintió un repentino y completamente inesperado arrepentimiento al ver al joven al que ella había conocido convertido en un hombre tan formidable. Jamás lo habría imaginado. Pero años atrás había tomado una decisión. Ya no era momento de arrepentimientos. La vida le había enseñado que los arrepentimientos no eran más que una forma de indulgencia para con uno mismo.

Vio a la bonita rubia que se aferraba al brazo de Devlin. En eso no había cambiado, por lo visto. Por supuesto, le importaba muy poco después de nueve años. Pero siempre había mujeres rondando a James Devlin, como las abejas revoloteando alrededor de la miel. Devlin sabía que era un hombre atractivo y era consciente del efecto que tenía en las mujeres. El gesto arrogante con el que inclinaba la cabeza así lo decía.

La estaba observando. No había apartado la mirada de ella desde que había cruzado la pista de baile del brazo de Fitz. Se arriesgó a mirarle de nuevo a los ojos y estuvo a punto de quedarse paralizada ante lo que vio allí. En vez de la indiferencia que había esperado, encontró un fiero desafío y una turbulenta sensualidad que parecían demandar una respuesta desde algo tan profundo de ella que se estremeció visiblemente. El estómago le dio un vuelco. El pulimentado parqué del salón de baile pareció mecerse bajo sus pies. El corazón se le aceleró todavía más al ver la mirada de Devlin fija en su cuello, donde un diamante prestado reposaba su frenético pulso. De pronto, Susanna se sintió empapada en sudor y supo que había palidecido. Supo también que Devlin había visto el resplandor traicionero del diamante que parecía moverse en respuesta al martilleo de su pulso. Advirtió que curvaba la comisura de los labios en una perturbadora sonrisa de masculina satisfacción. Y descubrió algo más que no había cambiado en éclass="underline" su orgullo.

Susanna alzó la barbilla y le dirigió una sonrisa de profundo desagrado salpicada de desafío. Había demasiadas cosas en juego como para salir huyendo, aunque todo su instinto la impulsaba a huir.

La chica que estaba a la izquierda de Devlin, la mujer que Fitz quería presentarle, era, evidentemente, la hermana de Dev. Compartía la misma estructura del rostro, los mismos ojos azules y el pelo rubio dorado. Susanna se mordió el labio. Aquélla era la mujer de la que los duques de Alton pretendían separar a Fitz, sirviéndose de ella. La chica a la que iba a destrozarle la vida. La chica a la que debía robarle el marido.

Era una desgraciada casualidad que aquella mujer a la que la duquesa se había referido despectivamente como «el capricho de Fitz», hubiera resultado ser la hermana de Devlin.

– Lady Carew -Fitz, sonriente, se acercó a la hermana de Devlin-. ¿Podría presentaros a la señorita Francesca Devlin? Chessie, ésta es Caroline, lady Carew, una amiga de mis padres que ha llegado recientemente a Londres desde Edimburgo.

Susanna sintió, más que vio, que Devlin se tensaba al oír su nombre, pero se obligó a no mirarle. Francesca Devlin hizo una elegante deferencia. La luz de las velas arrancó destellos cobrizos y bronceados de su pelo. Sus ojos fueron cálidos, su saludo, incluso cariñoso. Susanna admiró su táctica. Cuando un atractivo marqués te presenta a una mujer hermosa, lo mejor es fingirse encantada con aquella nueva conocida.

Era una de las normas del manual de una aventurera. En otras circunstancias, pensó Susanna, podría haber disfrutado haciéndose amiga de la señorita Francesca Devlin, con la que tenía muchas cosas en común. Desgraciadamente, le estaban pagando una generosa suma de dinero para engatusar a Fitz y hacerle olvidarse de Francesca, lo cual no era la base más prometedora para una amistad.

James Devlin cambió de postura. Susanna le miró a los ojos y reconoció en ellos su abierto antagonismo. A diferencia de Francesca, no se molestó en ocultar su hostilidad. Susanna la sintió atravesando su cuerpo. Suponía que era una ingenuidad pensar que Devlin se mostraría indiferente ante su repentina aparición tras nueve largos años de ausencia. Le había tratado muy mal, eso era innegable. Por lo menos, le exigiría una explicación. En el peor de los casos, tomaría represalias contra ella. Se le secó la boca al pensar en ello.

Devlin no era un hombre al que quisiera como enemigo. Era demasiado fuerte, demasiado decidido. Y ella todavía se encontraba en una situación muy precaria.

Devlin inclinó la cabeza hacia ella, como si le hubiera leído el pensamiento. Había un filo de cínica diversión en medio de su abierta antipatía. El peligroso brillo de sus ojos le advertía que, estuviera jugando a lo que estuviera jugando, iba a vigilarla de cerca y estaba dispuesto a ganarla.

Vio que Devlin miraba a su hermana de reojo y se acercaba a ella como si estuviera ofreciéndole su apoyo en silencio. Chessie le dirigió una sonrisa que, durante unos segundos de descuido, estuvo rebosante de gratitud y afecto. Así que Devlin era el protector de su hermana, pensó Susanna. Eso era lo último que Susanna necesitaba cuando estaba a punto de destrozar la vida de aquella joven. Aquel asunto, ya de por sí suficientemente complicado, comenzaba a empeorar. El corazón se le cayó a la altura de sus elegantes zapatos.

La otra dama del grupo, la joven rubia, dio un paso adelante en un torbellino de seda y encaje azul.

– Deberías haberme presentado antes a mí -señaló con un puchero-. ¡Soy una dama!

Fitz, disculpándose profusamente, le presentó entonces a su prima, lady Emma Brooke, y al caballero que la acompañaba, el honorable Frederick Walters. Susanna era plenamente consciente de la mirada de Devlin fija en ella, de aquellos ojos entrecerrados que la mantenían cautiva. Emma se acercó a él como si fuera un trofeo.

– Es mi prometido -anunció con orgullo-. Sir James Devlin.

A Susanna le dio un vuelco el corazón. Sabía que Devlin había conseguido un título. Pero no sabía que estaba prometido.

Unos celos profundos y afilados la dejaron sin respiración. Se preguntó por qué nunca le habría imaginado casado. Jamás se le había pasado por la cabeza aquella posibilidad, aunque durante los nueve años que llevaban separados, podría haberse casado, dos, tres o incluso seis veces, como Enrique VIII.