Se sentó ante el espejo del tocador y comenzó a cepillarse el pelo a un ritmo que la tranquilizaba. Durante los nueve años anteriores, habían sido muchos los hombres que habían intentado seducirla. Tantos que había perdido la cuenta. Pero siempre se había negado. En algunas ocasiones, había estado tentada, aunque solo fuera para escapar de la pobreza, de la soledad y de la dureza de su vida durante unas horas. Sin embargo, cada vez que había pensado en entregarse a un hombre, lo había sentido como algo escabroso. Adivinaba un vacío allí donde en el pasado había encontrado junto a Dev el paraíso.
Había vuelto a visitar el paraíso aquella noche. Quizá hubiera sido ésa la razón por la que le había deseado. Porque se preguntaba si los recuerdos de juventud, del tiempo que habían pasado juntos, eran ciertos. Pero no podía decir que hubiera sido la curiosidad la que la había impulsado a acostarse con Devlin. Sus sentimientos eran mucho más profundos, mucho más complejos y confusos. De hecho, eran tan irresistibles que la asustaba. De modo que era un insulto para ambos intentar describir su respuesta a Dev como simple curiosidad.
Pero estaba también Emma. A Susanna no le gustaba y sabía que Dev no amaba a su prometida, pero no quería convertirse en el medio por el que Dev traicionara a aquella joven. Ya lo había hecho en una ocasión y se había equivocado. Estaba segura de que a Emma no le haría ninguna gracia que Dev la mantuviera como amante. Y, en cualquier caso, ella era la esposa de Dev, no su amante, aunque nadie lo supiera. Aunque nadie pudiera saberlo.
Con un suspiro, dejó el cepillo de mango nacarado en el tocador y posó la mano sobre su vientre. Había sido una imprudencia, pero esperaba que no tuviera consecuencias. Tenía la suerte de que sus períodos eran extremadamente regulares, de modo que, por lo menos, sabía que aquella vez no estaba embarazada. Se estremeció mientras los recuerdos del pasado la azotaban como negras alas. Amor y pérdida. Su familia, su marido, su hija… Lo único que había conocido eran pérdidas. No dejaría que volviera a pasar. Porque sabía que otra pérdida más la destrozaría.
Aquella mañana, el espejo le devolvía una imagen pálida y frágil. Desde el primer momento se había sabido vulnerable a Dev, pero no había calculado lo profundo de aquella debilidad. Ella era capaz de resistirse a cualquier hombre, por mucho que éste pensara lo contrario, si, sencillamente, no lo deseaba. Lo complicado de aquel asunto era que se había imaginado inmune a Dev y había descubierto que era todo lo contrario. En cualquier caso, no volvería a repetirse. Si alguien se enteraba de lo que había pasado, arruinaría sus planes de atrapar a Fitz. Echaría por tierra el trabajo que estaba haciendo para los duques de Alton y con él, su futuro y el de los mellizos. Volvió a agitarse la ansiedad dentro de ella y se obligó a controlar sus miedos. Podía hacerlo. Todo saldría bien. Lo único que debía procurar era mantenerse lejos de Devlin, concentrarse en llevar a Fitz al límite lo más rápido posible, embolsarse el dinero y huir.
Llamaron a la puerta. Casi inmediatamente, Margery asomó la cabeza. Cuando vio que Susanna estaba despierta, pareció aliviada.
– Mi señora, he venido ya dos veces, pero estabais tan profundamente dormida que no he querido despertaros. Espero haber hecho lo que debía.
Susanna tuvo la repentina visión de su doncella tropezando inesperadamente con una escena de absoluto libertinaje, descubriéndola en los brazos de Dev, desnudos ambos y con la ropa esparcida por toda la habitación. Pero no había nada en el rostro de la doncella que indicara que había visto herida de tal modo su sensibilidad.
– Gracias, Margery. Pero no te preocupes en absoluto.
La doncella pareció tranquilizarse.
– Me temo que os habéis perdido el desayuno de lady Phillips mi señora -musitó-. Y también el recital de la señora Carson.
Susanna miró el reloj. Eran más de las tres.
– Me sorprende no haberme perdido también la velada de la duquesa de Alton -observó-. Prepárame una taza de té, Margery, y montones de galletas de chocolate. Después tendrás que ayudarme a elegir el vestido para esta noche.
La doncella se retiró. Susanna se acercó a su armario y revisó los vestidos que allí guardaba. Advirtió que el vestido de gasa de la noche anterior había desaparecido. Sin lugar a dudas, lo había retirado Margery en una de sus visitas previas. Esperaba que no hubiera encontrado ningún lazo roto, porque no iba a ser fácil explicarlo.
Por lo menos era poco probable que Dev estuviera presente en la velada de aquella noche, puesto que se había organizado una reunión para un muy selecto grupo de invitados con la esperanza de arrojar a Fitz en sus brazos. Susanna sintió un nudo en el estómago. Aquella noche debía asegurarse de halagar a Fitz y de estar pendiente de todas y cada una de sus palabras. Cuanto antes pudiera arrancarle una declaración, antes podría destrozar para siempre las esperanzas de Francesca Devlin y bajar el telón de su propia comedia. Fue descartando vestidos con creciente irritación, buscando algo que resultara revelador y discreto, ligeramente subido de tono, pero no tanto como para escandalizar a las respetables viudas de la nobleza con las que compartiría la velada. Tenía que parecer tentadora, pero, al mismo tiempo, respetable. Sacudió la cabeza. La noche anterior había sido profunda y deliciosamente irrespetuosa. Sintió un cosquilleo en la piel al recordarlo, acompañado de un escalofrío de placer. Aquello no estaba bien. No estaba bien en absoluto. ¿Cómo iba a seducir a Fitz cuando solo era capaz de pensar en Devlin?
Se quedó paralizada. ¿Cómo no iba a seducir a Fitz? No tenía otra opción. Años atrás, había terminado en un hospicio. Todavía recordaba el olor de la enfermedad y la desesperación. No quería condenar a Rory y a Rose a una vida tan miserable. Les había salvado de ese triste destino cuando apenas eran unos bebés y había prometido a su madre que jamás regresarían a un lugar tan sórdido. Todavía podía sentir la mano de Flora aferrándose a la suya, ver el terror en los ojos oscuros de su amiga…
«Prométemelo», le había suplicado y allí, rodeada de muerte y de miseria, Susanna le había dado su palabra y Flora se había marchado para siempre, por fin en paz. Susanna, que había enterrado a su propia hija, jamás abandonaría a los niños que le habían confiado.
– El vestido rosa de seda sería ideal para esta noche, mi señora -sugirió Margery.
Susanna se sobresaltó. La doncella había regresado, pero ella estaba tan absorta en sus pensamientos que ni siquiera lo había notado.
– Sí -respondió-. Gracias, Margery.
Había llegado el momento de transformarse en Caroline Carew, de olvidar el pasado y, sobre todo, de olvidar la noche que había pasado con Devlin. Tenía un marqués al que atrapar y no podía fallar. Alargó la mano hacia las galletas y se comió cuatro, una tras otra. Se sintió reconfortada. Ligeramente. Se limpió los restos de chocolate y comenzó a vestirse.
– Estabais durmiendo como un bebé, o como un hombre con la conciencia tranquila -Dev se despertó y descubrió a Frazer sacudiéndole, no con mucha delicadeza-. Es extraño -continuó diciendo el valet-, puesto que habéis llegado al amanecer y presumo que no habéis hecho nada bueno mientras estabais despierto.
Dev se estiró, bostezó y volvió a apoyar la cabeza en la almohada.
– Yo no diría eso -comentó.
Se sentía bien. Mejor que bien. De un humor apacible, con el cuerpo satisfecho. Sabía que no debería sentirse así. Debería sentirse culpable por haber traicionado a Emma, arrepentido, preocupado… Aquéllos eran los sentimientos que deberían inquietarle en aquel momento, junto a la firme determinación de dejar aquella sensual y tórrida noche en el pasado y asegurarse de que no volviera a repetirse. Y lo que no debería sentir era aquella satisfacción física atemperada con la fuerte necesidad de repetir de nuevo la experiencia. Y lo antes posible.