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Pensó en Susanna desnuda entre sus brazos, en su boca abierta y ansiosa bajo sus labios, en sus cuerpos unidos en el más íntimo y abandonado de los abrazos. Era cierto que había un vínculo especial entre ellos, una pasión tan violenta y arrebatadora como lo habían sido sus encuentros amorosos. De lo que no tenía la menor idea era de en qué consistía realmente aquel vínculo, o si era posible romperlo.

Se acercó hasta la repisa de la chimenea y tomó las invitaciones que allí descansaban. Las hojeó rápidamente. Se suponía que al cabo de un par de días, debería acompañar a Emma al baile de lady Bell. Se le cayó el alma a los pies al pensar en ello. Inmediatamente después, surgió la posibilidad de que asistiera Susanna convertida en la más pura tentación. Quizá pudieran encontrarse a solas. Se divertiría obligándola a enfrentarse a la verdad sobre su falso marido. Después, se la llevaría a casa en un carruaje y haría el amor con ella en el asiento. Le subiría las faldas hasta la cintura y encontraría su cuerpo cálido y dispuesto a encontrarse con el suyo. Y se ahogaría una vez más en ella, en aquel placer puro y prohibido.

Le bastó pensar en ello para excitarse. Pero no, no podría ser. No debía ser. Tenía que apartar a Susanna de su mente y no volver a pensar nunca jamás en seducirla. De hecho, debería expiar el daño que le había hecho a Emma. Para ello, se convertiría en el prometido más atento y fiel del mundo. Su conducta había sido deshonrosa. Y no solo eso, sino que había puesto sus planes de futuro en peligro.

La insatisfacción se revolvía en su interior. Por un momento, imaginó un futuro alternativo. Un futuro en el que volvía a la Marina y hacía algo más útil con su vida que convertirse en el mandado de Emma. Recuperaría así los horizontes abiertos y una vida plagada de desafíos. Sintió la emoción crecer dentro de él. Pero recordó inmediatamente sus deudas. Eran suficientemente elevadas como para que acabara saliendo su nombre en los diarios y para arruinar el futuro de Chessie. No podía condenar a su hermana al sufrimiento por culpa de su insensatez. Había cuidado a Chessie desde el día que su padre, el más irresponsable y arriesgado de los jugadores, se había pegado un tiro, destrozándoles la vida cuando él tenía nueve años y su hermana seis. Devlin sabía que había sido un estúpido al seguir los pasos de su padre, pero para él, todavía no era demasiado tarde y jamás abandonaría a su hermana.

En cuanto a Susanna, tenía que olvidar la pasión salvaje que había entre ellos y concentrarse en derrotarla. Si Susanna le daba la más ligera ventaja, la aprovecharía. Si podía dar a conocer sus secretos y mantener a salvo los suyos, no dudaría en hacerlo. Susanna no tenía piedad para conseguir lo que quería. Él tampoco la tendría. Tenía que vencer la peligrosa atracción que sentía y la más peligrosa todavía necesidad de protegerla. Con una maldición, Devlin arrojó las invitaciones sobre la mesa y fue a buscar a Frazer y un cuenco de agua helada para sofocar su ardor.

El baile de lady Bell estaba abarrotado, pero con una fatalidad que parecía dictada por el destino, Susanna vio a Dev en el instante en el que entró en el salón. Estaba bailando con Emma, compartía con ella un baile campestre. Emma miraba a su alrededor como si estuviera buscando desesperadamente un rostro conocido en medio de la multitud, mientras Dev hablaba sin muchas ganas con ella y era explícitamente ignorado.

Habían pasado dos días desde su encuentro nocturno. Dos días que Susanna había pasado casi exclusivamente con Fitz, paseando en el parque, compartiendo bailes y arrastrándole a pedirle matrimonio mientras él se mostraba crecientemente posesivo e igualmente frustrado. Susanna había coqueteado con él, le había tentado, le había provocado y le había prometido acceso, sino a su cuerpo, sí a su enorme y ficticia fortuna. Estaba comenzando a pensar que Fitz tenía tantas ganas de ponerle la mano encima a ella como a su dinero, lo cual era extraordinario, puesto que no era un hombre pobre, aunque estuviera demostrando ser particularmente avaricioso. Cuanto más tiempo pasaba con él, menos le gustaba. Comenzaba a darse cuenta de que bajo una apariencia de amabilidad, se ocultaba un hombre desconsiderado, egoísta y entregado únicamente a su propio placer. Si no hubiera sido por el daño que sabía infligiría a Francesca Devlin, no habría tenido escrúpulo alguno por lo que estaba haciendo. Aquel hombre se merecía que algo le saliera mal en la vida.

Durante aquellos dos días, Susanna casi había llegado a convencerse de que cuando volviera a ver a Devlin, no sentiría nada más que una fría indiferencia. Comprendió entonces que, durante aquellos dos días, había estado engañándose, porque le bastó ver a Dev para que reviviera una intensa conciencia de él, demostrándole que jamás podría escapar a lo que sentía por aquel hombre.

Sus ojos se encontraron por encima de las cabezas de los danzantes. Devlin le sostuvo la mirada durante largos segundos. El fuego brillaba en sus ojos y Susana sintió el impacto en todo su cuerpo. Fue un impacto abrasador y turbulento. Estuvo a punto de soltar un gemido. Todo lo que había pasado durante aquellos dos días de separación pareció desvanecerse como si nunca hubiera ocurrido.

De modo que ninguno de ellos podría ignorar lo que había pasado entre ellos. Ninguno tenía suficiente poder como para negarlo.

– ¿Tienes frío? -preguntó Fitz al ver que se estremecía-. Porque aquí hace un calor sofocante.

El rostro de Fitz mostraba su mal humor. En el carruaje había sugerido que se olvidaran del baile y fueran a algún lugar más emocionante, ellos solos. Susanna, consciente de que Fitz había bebido una generosa cantidad de brandy antes de que se pusieran en camino y sabiendo también cuáles eran sus intenciones, no había secundado su propuesta. Desde entonces, Fitz se había mostrado sombrío.

Una atractiva condesa salió a su encuentro intentando reclamar las atenciones de Fitz. El calor del salón era sofocante, la música y las conversaciones excesivamente altas. Susanna reprimió un suspiro. Antes de llegar a Londres, estaba convencida de que aquella ciudad era el lugar más emocionante del planeta. Y quizá lo fuera. Pero la temporada de baile solo consistía en la misma gente encontrándose en diferentes lugares y disfrutando de idénticos entretenimientos: bailar, beber y coquetear. Estaba comenzando a resultarle insoportablemente aburrido.

Dejó a Fitz coqueteando con la condesa y se acercó al salón en el que servían la cena. Cuánta comida… Le sonó el estómago, pero se obligó a servirse una cantidad moderada. La gente la observaba. Comió un cuenco de fresas, aunque se moría por un pastel de nata. Quizá más tarde…

– Qué aspecto tan encantador, lady Carew.

El baile había terminado y Dev estaba justo detrás de ella. En medio de tanta gente, Susanna no le había visto acercarse y al oírle, se sobresaltó. Devlin le susurró al oído:

– Seda de color crema. Qué inapropiadamente virginal -añadió, cuando Susanna se volvió para mirarle-. Por lo menos no habéis llevado demasiado lejos la ficción y habéis prescindido del blanco.

– Sir James -Susanna mantuvo la voz firme y consiguió ignorar sus nervios-. Me gustaría deciros que es un placer volver a veros, pero… -se encogió ligeramente de hombros-, preferiría no mentir.

– Yo no me preocuparía por eso -replicó Dev-. La mentira es vuestra especialidad, ¿no es cierto? La última vez que nos vimos pareció complaceros mi compañía -continuó, y añadió, antes de que ella pudiera responder-. O al menos, yo así lo recuerdo.

– ¡Sir James! -Susanna le cortó rápidamente.

En aquel momento no había nadie que pudiera oírlos, pero aquél no era lugar para mantener una conversación de ese tipo. Sabía que Dev solo pretendía provocarla. Y, maldita fuera, lo estaba consiguiendo.

– Me estáis obligando a mencionar nuestro último encuentro -le respondió con frialdad-. Y como caballero, considero que no deberíais recordármelo.