Se había rebajado hasta el chantaje y solo pensaba en sí misma. ¿A qué se debía entonces aquel impulso de estrecharla contra él y protegerla? Le desconcertaba ser capaz de sentir algo así.
– Maldita sea, Susanna… -se volvió-. De todas las mujeres que he conocido…
Tenía una sensación extraña cuando pensaba en anular su matrimonio. No podía explicar por qué, pero se sentía desilusionado, decepcionado, a pesar de que hasta entonces ni siquiera sabía que estaba casado. No le debía nada a Susanna, ni lealtad ni fidelidad, pues había sido ella la que le había abandonado. Pero, aun así, no podía evitar su desencanto.
Sintió la mano de Susanna en su brazo.
– No lo sabías. No ha sido culpa tuya, Devlin.
– Lo sé -se apartó bruscamente de ella, rechazando su consuelo y su disculpa muda-. Gracias a Dios, no me he casado, y no le hecho ningún daño a Emma -la agarró por los hombros-. Si me hubiera casado…
– Lo sé.
Susanna cerró los ojos. Devlin vio una lágrima solitaria resbalando por su mejilla.
– Lo siento -susurró Susanna.
Era la primera vez que le pedía disculpas en toda la velada. Devlin la soltó, inquieto por la repentina necesidad de estrecharla entre sus brazos y ofrecerle consuelo cuando estaba tan furioso con ella.
– Necesito pensar -la miró-. No creo que pueda mantener esto en secreto para salvar la reputación de Emma o para proteger a Chessie. Tiene que haber alguna manera de solucionar esto sin hacerles daño. Esto tiene que terminar.
Susanna permaneció en silencio. No intentó persuadirle de lo contrario.
Dev volvió a tomar su mano.
– Vamos.
Susanna no se movió.
– ¿Adónde vamos?
– A Curzon Street. Vuelvo contigo.
La vio apretar los labios.
– No me fío de ti -le aclaró sin piedad-. No quiero perderte de vista ni un solo segundo hasta que decida qué voy a hacer con todo esto.
La doncella estaba esperándoles cuando llegaron, sentada en el vestíbulo e intentando disimular sus bostezos. Cuando la puerta se cerró tras ellos, se levantó de un salto.
– ¿Puedo retirarme, milady?
– Sí -contestó Dev-, gracias.
Pero la doncella continuó esperando.
– Gracias, Margery -dijo Susanna con una sonrisa-. Ya puedes subir a dormir.
La doncella hizo una reverencia y se marchó. Dev miró a Susanna. Quedaban en su rostro las huellas de las lágrimas. Se las secó con el pulgar, sintiendo la suavidad imposible de su piel. La furia y la ternura, la frustración y la delicadeza batallaban en su interior. No lo entendía, no le encontraba explicación alguna. Susanna le había contado una historia que tenía sentido: el fracaso de su proyecto de casarse con un hombre rico, la consiguiente pobreza, la necesidad de dinero… Pero había algo que continuaba aguijoneándole. Había algo que no terminaba de encajar. Sacudió la cabeza con impaciencia. Lo único que realmente importaba era que Susanna no había iniciado siquiera los trámites para anular su matrimonio. Algo de lo que tendría que encargarse él en cuanto tuviera la menor oportunidad. Alex podría prestarle el dinero. Contraería una nueva deuda, pero por fin sería libre para empezar desde cero. Y también Susanna. Él volvería al mar y Susanna empezaría una nueva vida, la vida que siempre había querido, quizá, con un hombre rico. Aunque la idea no le gustaba.
Susanna. Su esposa. Desde que lo sabía, todo le parecía diferente. Él se sentía diferente. El sentimiento de posesión que se apoderaba de él cuando la imaginaba con otro hombre había derivado en algo más profundo, más inquietante, desde que sabía que realmente era suya. Pero en su futuro no habría lugar para una esposa. En cuanto se hiciera a la mar, volvería a buscar una meretriz. Pero de momento, era a Susanna a quien tenía allí, y hasta que no solicitaran la anulación de su matrimonio, continuaban casados.
– Lady Devlin… Eso era lo que querías ser hace nueve años. Pero ya no quieres, ¿verdad, Susanna? Nunca has querido ser mi esposa.
Por un instante, brilló una emoción en los ojos de Susanna que Devlin no fue capaz de comprender. Tiró del lazo que ataba la capa. Lo desató y la capa, roja y suntuosa a la luz de las velas, se deslizó por sus hombros y cayó a sus pies. Devlin contuvo la respiración. Los ojos de Susanna, enormes y oscuros, estaban llenos de sombras.
Dev se inclinó y volvió a rozar sus labios con la más ligera de las caricias. La respiración de Susanna se aceleró.
Sus labios eran suaves y flexibles bajo su boca. La deseó entonces con tal intensidad que le resultaba casi doloroso.
Sabía que debería despreciarla por su falsedad, pero parecía incapaz de resistirse, a pesar de que había hecho el amor con ella menos de dos horas atrás. Y en ese momento, por supuesto, podría volver a hacerlo, puesto que estaba con su esposa.
– Vamos a la cama -propuso.
Susanna abrió los ojos bruscamente. Había en ellos confusión y deseo. Devlin recordó entonces la noche en el jardín, cuando Susanna le había confesado que no era capaz de resistirse, aunque no entendiera por qué. A él le ocurría lo mismo. Lo único que sabía era que había un vínculo poderoso que parecía obligarlos a estar juntos y que hasta que no vieran satisfecho su deseo, ninguno de los dos se libraría de él.
Vio que Susanna se mordía el labio inferior y su cuerpo se tensó en respuesta.
– Acordamos que solo sería una vez -le advirtió Susanna.
Pero Devlin reconocía el conflicto en su voz. El anhelo batallaba con la negativa, y supo, con un nuevo golpe de excitación, que le deseaba. Se atraían irremediablemente, estaban atrapados en su mutuo deseo.
– Eso fue antes de que supiera que continúas siendo mi esposa -le besó el hueco del cuello-. Ahora, lo que antes era un placer, se ha convertido en un derecho.
– ¿Estás apelando a tus deseos como esposo? -parecía sorprendida-. Yo pensaba que querías conseguir la anulación.
– Y lo haremos. Pero hasta entonces, estamos casados.
Trazó un camino de besos por su cuello, acariciando con la lengua sus vulnerables curvas y deteniéndose allí donde sentía latir su pulso.
Susanna le apartó.
– Eres condenadamente arrogante, ¿verdad Devlin? ¿Es que nadie te ha rechazado nunca?
– Solo la duquesa de Farne. Ah, y tú la noche que me dejaste -retrocedió y alzó las manos con un gesto de rendición-. ¿Pretendes hacerlo otra vez? Porque si eres capaz de decirme que no me deseas, estoy dispuesto a dormir solo.
Parecía que la sensualidad iba creciendo a su alrededor como una tela de araña. Vio que Susanna tragaba con fuerza.
– Maldito seas, Devlin. No entiendo qué quieres de mí…
– La sensación es mutua, cariño -Dev la estrechó en sus brazos-. Siento lo que ha pasado antes en la taberna -susurró, rozándole los labios-. Sé que no era un lugar digno de ti, pero estaba furioso contigo por haberme vendido tu cuerpo.
La sintió temblar entre sus brazos.
– Jamás había hecho algo así -escondió el rostro en su hombro-. Sé que no me crees, pero es cierto.
– Te creo -contestó Dev.
Pensó en la tensa respuesta a su beso en el carruaje, y en la inocencia que le había transmitido la primera vez que habían hecho el amor. Le acarició el pelo, intentando apaciguar sus temblores. La sentía extremadamente vulnerable entre sus brazos. La recordó contándole lo pobre que había sido. Tanto que no había podido pagar los trámites de la anulación. La recordó guardándose pasteles de nata en el bolso, porque todavía la perseguía la necesidad de robar comida cuando tenía oportunidad de hacerlo. Él también recordaba aquel tipo de pobreza, aquellos momentos en los que la falta de comida convierten el mundo en un lugar frío y oscuro, por culpa del hambre, del frío y del agotamiento. Había conocido la pobreza en la infancia y nunca la había olvidado. Aquella había sido la fuerza que le había impulsado en busca de fortuna. De modo que difícilmente podría culpar a Susanna por querer escapar al infortunio. No podía condenar sus elecciones y, aunque parte de él continuaba furioso con ella, no podía condenarla por haber luchado para sobrevivir.