La barbilla de Fitz prácticamente rozaba el suelo.
– ¿Pensabas abandonarme? -Los ojos querían salírsele de las órbitas-. ¿Te pagaban mis padres?
– Exacto. Así que ésa es la cuestión. Si no te casas con la señorita Devlin en menos de una semana y mostrándote sumamente complacido, daré a conocer a la prensa todo lo que me contaron tus padres sobre ti para ayudarme a despertar tu interés. Todo, Fitz -repitió-. Desde la cantidad de dinero que le debes a tu sastre hasta que tus padres tuvieron que sobornar al marqués de Portside cuando le robaste a su hijo la cartera durante tu estancia en Eton. O el hecho de que necesites cierta protección en tus calzas por el efecto que los higos tienen en tus digestiones. Es posible que no pueda arruinar tu reputación hasta el límite en el que tú podrías destrozar la de la señorita Devlin, pero te aseguro que puedo convertirte en el hazmerreír de la ciudad.
Fitz caminó vacilante hacia ella, con el rostro repentinamente sofocado.
– Hija de perra -la insultó-. Me aseguraré de que seas castigada por todo esto.
Dev se enderezó y se interpuso entre ellos.
– No le hables así a mi esposa -le advirtió con voz glacial.
Y, por un momento, aparecieron en sus ojos y en su voz la misma furia y la misma voluntad de protección que cuando hablaba de su hermana.
– ¿Tu esposa? ¿Esto lo habéis organizado juntos?
– En absoluto. Y deploro la conducta de mi esposa -le dirigió a Susanna una mirada en la que, sorprendentemente, se adivinaba una sonrisa-, aunque no puedo menos que admirar la crueldad de sus métodos.
– Piensa en ello, Fitz -le aconsejó Susanna. Miró el reloj-. Tienes hasta la una del medio día para presentarte en casa de lord y lady Grant con un permiso especial y pedirle matrimonio a la señorita Devlin. Si decides no hacerlo…
– Conseguiré que te echen de Londres por esto -la amenazó Fitz.
– Demasiado tarde. Pensaba irme yo. Pero no antes de dejar una carta en manos de mi abogado. Como traspases la línea una sola vez, Fitz…-le sonrió-, la publicarán en los periódicos. Te lo prometo.
Dev alcanzó a Susanna cuando ésta estaba subiendo al carruaje de alquiler en el que había llegado. Antes de que hubiera podido dar instrucciones al conductor, subió tras ella y cerró la puerta. Sabía que Susanna estaba intentando huir. La precipitación con la que había salido de casa de los Alton y la rigidez de sus hombros en aquel momento en el que se veía obligado a compartir tan diminuto espacio, le indicaban que no recibía de buen grado su compañía. Sabía que no quería hablar con él porque solo había una pregunta posible a todo lo ocurrido, y la pregunta era: ¿por qué? ¿Por qué había obligado a Fitz a casarse con Chessie cuando eso iba directamente en contra de todo aquello por lo que había estado trabajando? Dev no alcanzaba a comprenderlo. No tenía ningún sentido en absoluto que Susanna no aprovechara la ventaja de la ruina de Chessie para proclamar su victoria, y para reclamar su dinero, claro estaba.
– ¿Me he perdido algo? -preguntó educadamente-. ¿Acabas de obligar a Fitz a casarse con Chessie cuando desde el principio lo único que pretendías era separarlos? -Arqueó las cejas-. ¿Has decidido dejar de ser una rompecorazones para convertirte en casamentera?
Susanna se encogió de hombros. Era imposible descifrar sus sentimientos a través de su expresión. Lo único que veía Devlin en sus ojos era que deseaba que se fuera al infierno. Susanna se volvió hacia la ventana y se concentró en el paisaje de las calles londinenses. Aquélla era una de sus tácticas cuando quería evitar su mirada y rehuir preguntas incómodas. Pues bien, iba a necesitar mejorar su estrategia, porque todavía tenía algunas preguntas difíciles que hacerle.
– Ya era demasiado tarde para intentar aprovecharme de la situación -respondió Susanna sin mirarle-. Tú mismo has dicho que terminaría averiguándose la verdad.
– Tonterías -respondió Dev. Su primer sentimiento era de profunda estupefacción. Pero también de frustración-. Podrías haber capitalizado el rechazo de Fitz a Chessie y haberte atribuido los méritos. Podrías haber ido directamente a los duques, haber tomado tu dinero y haber salido huyendo. Pero, en cambio, has obligado a Fitz a ofrecer matrimonio a mi hermana. Y en el proceso, has perdido todo aquello por lo que habías luchado -sacudió la cabeza-. ¿Es que no te das cuenta?
Susanna le dirigió una mirada fugaz. Tenía las mejillas sonrojadas y su expresión era tormentosa.
– Claro que me doy cuenta. No soy estúpida.
Se frotó la frente. Parecía de pronto tan cansada que Dev deseó agarrarla de la mano y arrastrarla hacia él. Por asombroso que pudiera parecer, el caso era que Chessie había recurrido a Susanna cuando más lo necesitaba y Susanna había respondido. Le sorprendía y, al mismo tiempo, le complacía la compasión que había demostrado Susanna. Pero no estaba seguro de comprender a las mujeres.
– ¿Por qué? -repitió. Se inclinó hacia delante-. ¿Por qué lo has hecho, Susanna?
Vio que Susanna se estremecía. Estaba pálida y tenía el rostro muy tenso, como si no anduvieran muy lejos las lágrimas provocadas por tanta tensión y agotamiento. Cuando el coche llegó a Curzon Street, se hizo evidente que no pensaba ofrecer una respuesta.
– No vengas conmigo, Devlin -le pidió mientras apoyaba la mano en la puerta del carruaje-. Ahora tengo que hacer el equipaje y marcharme. Esta casa pertenece a los duques y dudo que siga siendo bienvenida en ella.
– Por supuesto que voy a ir contigo. Tenemos que terminar esta conversación.
Susanna le dirigió una mirada profundamente irritada desde sus gloriosos ojos verdes.
– La conversación ya ha terminado, Devlin. Todo ha terminado.
Buscó nerviosa dinero en el bolso para pagar al conductor. Dev se adelantó y le tendió al hombre una moneda suficientemente valiosa como para hacerle inclinar su sombrero con respeto, y agarró a Susanna del brazo.
Susanna le rechazó. Devlin podía notar su tensión, pero también algo más. Una tristeza inmensa que estaba intentando ocultar de forma desesperada. Quería deshacerse de él. Lo deseaba con todas sus fuerzas. Devlin lo notó y no quiso forzarla. Comprendió en aquel momento que tenía que haber alguna relación entre lo que le había ocurrido a Chessie y algo que le había ocurrido a la propia Susanna. Ésa era la única explicación con sentido. Y sabía también que lo que Susanna le estaba ocultando era la última pieza de un rompecabezas. Una pieza de la que todavía no le había hablado.
La urgencia lo acosaba. Tenía que averiguar la verdad.
– Antes de irme, le he pedido a John que acompañara a Chessie a casa. Deberías ir a hacerle compañía, Devlin. Te necesita.
– Gracias por cuidarla -le agradeció Dev-. Pero no iré a Bedford Street hasta que no hayamos terminado esta conversación -le sonrió-. Me temo que tus tácticas disuasorias no te han funcionado en esta ocasión, Susanna. Continúo queriendo saber por qué has obligado a Fitz a casarse con mi hermana.
Advirtió que Susanna apretaba con fuerza los labios al comprender que no iba a renunciar. La vio desviar la mirada y juguetear nerviosa con el bolso.
– Si de lo que tienes miedo es de que vuelva a escapar, te prometo que no te negaré la anulación. No tienes por qué mantenerme bajo vigilancia.
– En este preciso momento -respondió Dev, al límite de su paciencia-, lo último que me importa es la anulación de nuestro matrimonio.
Estaba exasperado. Señaló la puerta.
– ¿Entramos o seguimos hablando en la calle, Susanna?