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Capítulo 4

El coche de alquiler dejó a la señorita Francesca Devlin delante de una casa de habitaciones en Hemming Row. Permanecía sobre los adoquines sintiéndose ligeramente embriagada con una mezcla de culpa, miedo y emoción que hacía que le diera vueltas la cabeza. Aquélla era una parte de la ciudad que había visitado por primera vez dos semanas atrás. Era un alojamiento poco elegante en el que no conocía a nadie y nadie la conocía. Ese, le habían dicho, era el atractivo de aquel lugar. Su reputación estaba a salvo. Nadie sabría nunca lo que había hecho.

Después de la primera visita, se había prometido que lo haría solo una vez, que no volvería a ocurrir. Su vida diaria había continuado transcurriendo como siempre. Nada había cambiado. Pero todo era distinto.

La segunda cita había llegado esa misma noche, en el baile de los duques de Alton. Chessie se había guardado la nota en el bolso, escondida bajo un pañuelo bordado, y había pasado el resto de la noche en una agónica impaciencia mezclada con la anticipación. Desde el instante en el que había desdoblado la nota, sabía que iría. Al igual que su hermano, había heredado la atracción por el riesgo y la necesidad de jugar, y aquél era el juego más importante de su vida. Si ganaba, podría conseguir todo lo que siempre había deseado. Si perdía… Pero no, no podía pensar en perder. Aquella noche, no.

Chessie llevaba el juego en la sangre. Su infancia había estado presidida por la pobreza, los muebles empeñados para saldar deudas y la falta de comida en la mesa. Las épocas de escasez se alternaban con raras ocasiones en las que eran tan ricos que Chessie apenas podía creérselo. En una ocasión, su padre había ganado tanto dinero que habían paseado por Dublín en un carruaje dorado tirado por dos caballos blancos que parecía salido de un cuento de hadas.

Aquel día, había comido tanto que había estado a punto de estallar. Había pasado la noche entre sábanas de seda, pero al día siguiente, al despertar, el carruaje y los caballos habían desaparecido y su madre lloraba. Una semana después, también se habían llevado las sábanas y volvían a dormir arropados por toscas mantas. Y a los seis años, había perdido a su padre.

Aun así, siempre había tenido a Devlin, cuatro años mayor que ella, a su lado. Duro, protector, demasiado adulto para su edad y decidido a defenderlas a ella y a su madre contra viento y marea. Chessie sabía que Devlin había trabajado para ellas, que probablemente había pedido y robado para mantenerlas. Había sido Dev el que, tras la muerte de su madre, había ido a visitar a su primo, Alex Grant, y le había hecho responsabilizarse de ellos. Aquellas duras experiencias les habían unido todo lo que dos hermanos podían llegar a estarlo. Nunca había habido secretos entre ellos… hasta aquel momento.

Chessie se detuvo en los escalones de la puerta y estuvo a punto de salir corriendo hacia la casa de Bedford Street, donde Alex y Joanna la creerían a salvo en la cama, de vuelta en el mundo que tan bien conocía. Pero ya era demasiado tarde. Había dado pasos que dejaban tras ella aquel mundo. Había hecho cosas con las que dos semanas atrás ni siquiera se atrevía a soñar: salir por la noche sin carabina, trasladarse en un carruaje de alquiler… Cosas que otras personas hacían continuamente, pero que le estaban vetadas a una joven de reputación intachable. Sofocó una risa. Las jóvenes de reputación intachable no participaban en juegos de azar junto a un caballero. Y tampoco pagaban con sus cuerpos cuando perdían.

La puerta se abrió en silencio, respondiendo a su llamada, y su anfitrión la condujo a una habitación iluminada por las velas en la que había dispuesto ya la mesa de juego y le estaban esperando las cartas. Chessie pensó en la posibilidad de ganar y sintió una oleada de excitación que encendió su sangre. Pensó después en la posibilidad de perder y se estremeció con una clase de excitación muy diferente. Pero él ya la estaba besando con una pasión que avivaba su deseo y sofocaba sus miedos. Aquello no podía estar mal porque le parecía maravilloso. En realidad, el juego no estaba en las cartas, sino en el amor, y sabía que el amor lo conquistaba todo. Su amante la soltó y sonrió.

– Este no es lugar para una dama.

Susanna se sobresaltó de tal manera que estuvo a punto de golpearse la cabeza con la barandilla del establo. Estaba de rodillas sobre la paja, examinando el caballo que Fitz había elegido por ella en la última venta de Tattersall. Incluso a distancia, había sabido que era una pobre elección. Parecía bonito, con aquel pelaje castaño y los ojos brillantes, pero el pecho era ligeramente estrecho y las patas un poco cortas. Naturalmente, no le había dicho a Fitz ninguna de aquellas cosas. Le había felicitado por su buen criterio y le había observado congratularse por ello.

Solo un segundo antes, Susanna también estaba felicitándose a sí misma por la progresión de sus planes. Solo había tardado cuatro días en ganarse las atenciones de Fitz.

Había progresado hasta tal punto que en aquel momento estaría dispuesto a comprarle un caballo, y no solo a recomendarle una compra. Ya había intentado regalarle unas esmeraldas, pero Susanna sabía exactamente lo que habría esperado a cambio y las había rechazado educadamente, pero con determinación. Estaba representando el papel de viuda virtuosa a la perfección. Definitivamente, convertirse en la meretriz de Fitz no formaba parte del plan.

Trataba a Fitz como a un amigo, le pedía su opinión, solicitaba su consejo y alababa su buen juicio. Fitz la había ayudado a comprar un carruaje y después un caballo. Para ello, Susanna estaba utilizando el dinero de sus padres, pero, por supuesto, él no lo sabía. Susanna era consciente de lo mucho que el papel de confidente le confundía. No estaba acostumbrado a considerar a las mujeres hermosas como posibles receptoras de su amistad, a menos que hubieran ocupado antes su lecho. Estaba perplejo, apabullado e intrigado, que era exactamente como Susanna quería que estuviera. Sus padres estaban encantados al ver que su hijo había dejado de hacerle la corte a Francesca Devlin y eso azuzaba su generosidad. El plan rodaba perfectamente, pero debería haber imaginado que Devlin reaparecería para poner obstáculos en el camino.

Susanna se apoyó sobre los talones. En su línea de visión aparecieron un par de botas perfectamente lustradas. Sobre ellas, dos musculosos muslos enfundadas en unos pantalones de montar… y ya no se atrevió a seguir elevando la mirada. Era humillante estar arrodillada sobre la paja de un establo, a los pies de James Devlin.

– Al señor Tattersall le gusta recibir a damas en sus subastas -contestó Susanna, alzando la mirada para fijarla en sus ojos, a pesar de que el cuello le dolía por el esfuerzo.

– Le gusta recibir a damas cuyo pedigrí es mejor que el de esos caballos -replicó Dev-. Lo cual, os descarta a vos, lady Carew -se burló.

No hizo ningún ademán de ayudarla a levantarse. Susanna era agudamente consciente del incómodo picor de la paja a través del terciopelo de la falda del vestido de montar, y del penetrante olor a caballo que la rodeaba. El colmo de la mala suerte habría sido que su caballo eligiera aquel preciso momento para aliviarse.

Por un momento, pensó que iba a tener que incorporarse ella sola, sonrojada, humillada y cubierta de heno, pero Dev se inclinó, la agarró del brazo y tiró de ella con más fuerza que delicadeza. Aquella maniobra la retuvo en sus brazos durante un instante fugaz y el olor a jabón de cedro y aire fresco en su piel se impuso al olor de los caballos. Los sentidos de Susanna parecieron rebelarse contra ella. Podía sentir la dureza de los músculos del brazo de Dev bajo la suavidad de su ropa. Era un hombre en óptimas condiciones físicas. Evidentemente, estar al servicio de lady Emma debía de ser físicamente más agotador de lo que había imaginado.

Susanna experimentó la más extraña de las sensaciones. Fue como si de pronto, las capas de ropa que los separaban se hubieran derretido y estuviera acariciando la piel desnuda de Dev, cálida y sedosa bajo sus dedos. Nunca había sido tan consciente de un hombre. Sus defensas comenzaban a tambalearse por aquella simple proximidad. Con las mejillas sonrojadas, se liberó precipitadamente del contacto de Dev y le vio esbozar aquella sonrisa traviesa y burlona que ella tan bien recordaba.