—Tendrá que intentarlo de nuevo. No estoy recibiendo nada —señalé, y pulsé el botón de retención a fin de apoderarme del sonido y poder trabajar con él; pero seguía siendo ruido, no importaba lo que yo hiciera. Empecé a preguntarme si la bey habría puesto alguna de las conexiones al revés.
—¿Puedes intentarlo de nuevo? —dijo Lacau suavemente—. ¿Evelyn? —Y esta vez se inclinó tanto sobre ella que prácticamente la tocaba. Ruido.
—Algo va mal con el aparato —murmuré.
—Ella no está diciendo «Evelyn» —señaló Lacau.
—¿Qué está diciendo entonces?
Lacau se enderezó y me miró.
—«Mensaje» —dijo.
Las luces se apagaron de nuevo, sólo por unos segundos, y mientras estaban apagadas dije, intentando sonar un tanto impaciente y en absoluto nervioso:
—De acuerdo, trabajaremos entonces con «mensaje». Haga que lo diga de nuevo.
Volvieron las luces, y entonces los indicadores de sintonización del traductor parpadearon, y su voz, sonando ahora como la voz de una mujer, dijo:
—Mensaje. —Y luego—: …algo que decirle.
Hubo un silencio mortal. Me sorprendió que el aparato no captara también el latir de mi corazón y lo convirtiera en la palabra «atrapado». Las luces volvieron a apagarse y siguieron apagadas. Evelyn empezó a jadear. El jadeo se fue haciendo peor por momentos.
—¿No puede conectar el respirador a unas baterías? —dije.
—No —respondió Lacau—. Tendré que ir a buscar el otro. Sacó una varilla luminosa y la utilizó para prender una lámpara de fotosene. Tomó la lámpara por su base y salió.
Tan pronto como no pude ver las oscilantes sombras a lo largo del pasillo de cajas me dirigí a la hamaca. Casi tropecé con la bey, que estaba sentada a su lado con los pies cruzados, chupando el cable quemado.
—Trae agua —dije.
Se fue.
—Evelyn —murmuré, usando el sonido que estaba produciendo para guiarme hasta ella—. Evelyn, soy yo. Jack. Estuve aquí antes.
Los jadeos se detuvieron en seco, como si estuviese conteniendo la respiración.
—Le entregué el mensaje al sandalman —dije—. En propia mano.
Dijo algo, pero yo estaba demasiado lejos del traductor para captarlo. Sonaba como «luz».
—Se lo entregué de inmediato. Tan pronto como la dejé la otra noche.
Esta vez descifré la palabra. «Bien», dijo, y las luces se encendieron.
—¿Qué decía el mensaje, Evelyn?
—¿Qué mensaje? —preguntó Lacau.
Depositó el respirador al lado de la hamaca. Pude ver por qué no había querido usarlo. Era del tipo que se ponía sobre la tráquea e impedía el habla.
—¿Qué estabas intentando decir, Evie? —preguntó.
—Mensaje —dijo ella—. Sandalman. Bien.
—Lo que dice no tiene ningún sentido —indiqué—. ¿Todavía está bajo los morfatos? Pregúntele algo que sepa que ella va a responder.
—Evelyn —dijo Lacau—. ¿Quién estaba contigo en la Espina?
—Howard. Callender. Borchardt. —Se detuvo un minuto como si estuviera intentando recordar—. La bey.
—Muy bien. No tienes que nombrarme a los demás. Cuando encontrasteis el tesoro, ¿qué hicisteis?
—Aguardar. Enviar a la bey. Esperar al sandalman.
—¿Entraste tú en la tumba? —Ya le había hecho aquellas preguntas antes. Podía decirlo por la forma en que se las hacía, pero en la última pregunta su tono cambió, y yo aguardé a oír también la respuesta.
—No —dijo ella, y la palabra nos llegó absolutamente clara—. Aguardé al sandalman.
—¿Qué intentabas decirme, Evelyn? Ayer. Intentabas decirme algo, y yo no podía comprenderte. Pero ahora tenemos un traductor. ¿Qué intentabas decirme?
¿Qué podía decirle? ¿Que no importaba? ¿Que había hallado a otro para hacer la entrega? Se me ocurrió entonces que ella no debía poder identificarnos separadamente, que sus oídos también estaban llenos de protuberancias, de modo que nuestras voces deformadas debían sonarle idénticas. Eso no era cierto, por supuesto. Supo exactamente quién estaba hablándole hasta el mismo final. Pero en aquellos momentos contuve mi aliento, la mano inmovilizada sobre el botón, pensando que si aguardaba ella podía decirle a Lacau que yo había estado allí antes. Pensando también que si aguardaba ella podría decirme qué había en el mensaje.
—¿Intentabas decirme algo acerca del veneno, Evelyn?
—Demasiado tarde —dijo ella.
Lacau se volvió hacia mí.
—No he captado eso —murmuró—. ¿Qué ha dicho?
—Creo que ha dicho «tesoro».
—Tesoro —dijo ella—. La maldición. —Su respiración se hizo algo más regular. El traductor dejó de captar palabras. Lacau se irguió y dejó que la malla cubriera completamente su cabeza.
—Se ha dormido —dijo—. Nunca aguanta mucho tras los morfatos. —Se volvió en redondo y me miró. La bey había estado aguardando su ocasión. Tomó la botella de Coca de la caja y pasó junto a él. Lacau se volvió y la miró.
—Quizá tenga razón —dijo átonamente—. Quizá sea una maldición.
Yo estaba observando también a la bey, que se había detenido al lado de la hamaca, aguardando a que Evelyn despertara para darle de beber, no más alta que un niño de diez años, aferrando la botella de Coca en una mano y el cable quemado que yo le había dado en la otra. Intenté pensar en cuál sería su efecto cuando el veneno empezara a trabajar sobre ella.
—A veces pienso que casi podría hacerlo —dijo Lacau.
—¿Hacer qué? —pregunté.
—Creo que podría envenenar a la bey del sandalman para salvar el tesoro si supiera qué clase de veneno es. Es una especie de maldición, ¿no cree?, desear algo tan desesperadamente que te sientas dispuesto a matar a alguien por ello.
—Sí —dije. La bey se metió el cable en la boca.
—Desde que vi el tesoro, yo…
Me puse en pie.
—¿Mataría a una indefensa bey por un maldito jarrón azul? —dije furioso—. ¿Cuando conseguirá el tesoro de todos modos? Puede tomar muestras de sangre. Puede demostrar que el equipo fue envenenado. La Comisión le concederá el tesoro.
—La Comisión cerrará el planeta.
—¿Qué diferencia hay en ello?
—Destruirá el tesoro —dijo Lacau, como si hubiera olvidado que yo estaba allí.
—¿De qué está hablando? No permitirá que el sandalman o sus muchachos merodeen cerca del tesoro. Cuidará de que nadie dañe la mercancía. Se tomarán su tiempo, de acuerdo, pero usted obtendrá su tesoro.
—Usted no ha visto el tesoro —dijo Lacau—. Usted… —Alzó las manos en un gesto de desesperación—. Usted no comprende.
—Entonces quizá sea mejor que me muestre ese maravilloso tesoro —dije…
Sus hombros se hundieron.
—De acuerdo —transigió, y todo dentro de mí gritó: Historia.
Me encerró de nuevo en la jaula mientras conectaba otra vez el respirador sobre Borchardt. No le pedí ir con él. Conocía a Borchardt desde hacía casi tanto tiempo como a Howard, aunque no me caía tan bien. No me hubiera gustado verlo así. Era casi mediodía. El sol estaba prácticamente sobre nuestras cabezas y calentaba lo suficiente como para hacer un agujero en el plástico. Lacau regresó al cabo de media hora, con un aspecto peor que nunca.
Se sentó sobre una caja y se llevó las manos a la cabeza.
—Borchardt ha muerto —dijo—. Murió mientras estábamos aquí con Evelyn.
—Déjeme salir de la jaula —pedí.
— Borchardt tenía una teoría sobre los beys —dijo Lacau—. Sobre su curiosidad. Lo consideraba una maldición.
—Maldición —dijo la bey de Evelyn, acurrucada contra la pared.
—Déjeme salir de la jaula —repetí.
—Creía que cuando llegaban los suhundulims, los beys se sentían curiosos hacia ellos y hacia las «serpientes bajo su piel», tan curiosos que ellos los dejaban quedarse. Y los suhundulims los esclavizaron. Borchardt sostenía que los beys fueron un gran pueblo, con una civilización altamente desarrollada, hasta que llegaron los suhundulims y les arrebataron Colchis.