Se fundió como una vela, y yo me quedé inmóvil allí y la contemplé, y cuando finalmente murió el techo se había derrumbado sobre Lacau y dos miembros de la tripulación de la nave. Y el jarrón azul se había roto en la última y loca carrera hacia la nave con el resto del tesoro.
Pero salvamos a la princesa. Y yo conseguí mi historia.
Fue la historia del siglo. Al menos eso fue lo que dijo el jefe de Bradstreet cuando lo despidió. Mi jefe me está pidiendo cuarenta columnas diarias. Se las doy.
Hay grandes historias. En ellas Evelyn es la hermosa víctima y Lacau un héroe. Yo también soy un héroe. Después de todo, ayudé a salvar el tesoro. Las historias que transmito no dicen cómo Lacau desenterró a Howard y construyó un fuerte con su cadáver, o cómo conseguí que el equipo de Lisii fuera masacrado. En las historias que transmito sólo hay un villano.
Envié cuarenta columnas diarias por el transmisor, e intenté recomponer el jarrón azul, y en el tiempo que me quedó libre escribí esta historia, que no pienso enviar a ninguna parte. La bey trastea con las luces.
Nuestra cabina posee un sistema de iluminación sensible a las corrientes de aire, de modo que se intensifica o mengua a medida que uno se mueve. La bey no consigue hacerlas oscilar lo suficiente. Ni siquiera se ocupa del jarrón azul o intenta llevarse algún pedazo a la boca.
Incidentalmente, he imaginado ya lo que es realmente el jarrón. Las líneas acanaladas en el cuello de plata con forma de lirio son arañazos. Estoy intentando recomponer una botella de Coca de diez mil años de antigüedad, con su paja incluida. Aquí. Debes estar sedienta. Puede que los beys tuvieran una maravillosa civilización, pero muchos años antes de que los abuelos del sandalman se presentaran en el planeta, ya estaban muy atareados envenenando princesas. La mataron, y ella debió saberlo, y es por eso por lo que reclina tan impotente la cabeza contra su mano. ¿Por qué la mataron? ¿Por un tesoro? ¿Por un planeta? ¿Por una historia? ¿Y nadie intentó salvarla?
Lo primero que me dijo Evelyn fue: «Ayuda.» ¿Qué hubiera ocurrido si se la hubiera prestado? ¿Si hubiera dicho al diablo con la historia y hubiera llamado a Bradstreet, lo hubiera enviado en busca del doctor del equipo en Lisii y hubiera evacuado el resto del equipo? ¿Si, todavía de camino, le hubiera enviado un mensaje al sandalman que dijera: «Puede quedarse con la princesa si nos deja salir del planeta», y luego hubiera conectado a Evelyn a ese respirador traqueal que no le permitiría hablar pero que la hubiera mantenido con vida hasta que pudiéramos meterla dentro de la nave?
Me gusta pensar en qué hubiera hecho si la hubiera conocido con anterioridad, si no hubiera sido, como ella misma dijo, «demasiado tarde». Pero no lo sé. El sandalman, que estaba tan enamorado de ella que le regaló su propia bey, fue a la tumba y le ofreció su veneno en una botella de Coca. Y Lacau la conocía, pero por lo que volvió a la tienda, por lo que murió, no fue por ella, sino por una vasija azul.
—Hay una maldición —digo.
La bey de Evelyn va lentamente de un lado para otro por la habitación, y las luces brillan más y luego disminuyen de intensidad a su paso.
—Todos —dice, y se sienta en la litera. La luz de lectura al extremo de la cama se enciende.
—¿Qué? —digo, y desearía tener a mano el traductor.
—La maldición, todos —dice—. Tú. Yo. Todos. —Cruza sus manos de aspecto sucio sobre su pecho y se tiende en la cama. Las luces se apagan. Es exactamente igual que en los viejos tiempos.
Al cabo de un minuto se cansa de estar a oscuras y se levanta, y yo vuelvo a etiquetar las piezas del rompecabezas del jarrón azul para que un equipo de arqueólogos que todavía no ha resultado muerto a causa de la maldición puedan recomponerlo. Pero debo permanecer sentado en la oscuridad.
—La maldición para todos. —Incluso para el equipo en Lisii. A causa del relé en mi tienda, el sandalman pensó que estaban intentando ayudarme a sacar el tesoro de Colchis. Los enterró vivos en la cueva que estaban excavando. No pudo matar a Bradstreet porque estaba a medio camino de la Espina con la Golondrina averiada, y cuando consiguió arreglarla la Comisión ya había llegado, y fue despedido, y mi jefe lo contrató para que escribiera historias sobre los procesos. Tienen al sandalman retenido en un geodomo como el que él quemó. El resto de los suhundulims acuden como testigos a las audiencias de la Comisión, pero las beys, según Bradstreet, no les prestan la menor atención. Están interesadas sobre todo en las pelucas judiciales de la Comisión. Hasta ahora ya han robado cuatro.
La bey de Evelyn se levanta y luego se deja caer de nuevo en la litera, intentando hacer que las luces parpadeen. No muestra la menor curiosidad hacia la historia que estoy escribiendo, este relato de asesinatos y veneno y otras maldiciones de las que caen víctimas los hombres. Quizá su pueblo ya tuvo suficiente de todo ello en los buenos viejos días. Quizá Borchardt estaba equivocado y los suhundulims no les arrebataron el planeta. Quizá, al minuto mismo de haber aterrizado, los beys les dijeron:
—Aquí está. Tomadlo. Aprisa.
Se ha quedado dormida. Puedo oír su respiración, tranquila y regular. Ella al menos no está bajo la maldición.
La salvé, y salvé también a la princesa, aunque fue un millar de años demasiado tarde. Así que quizá no esté aún enteramente en sus garras. Dentro de unos minutos encenderé la luz y terminaré la historia, y cuando lo haya hecho la guardaré en un lugar seguro. Como una tumba. O un refrigerador.
¿Por qué? ¿Porque, habiendo conseguido esta historia a un precio tan alto, estoy decidido a contarla? ¿O porque la maldición de los reyes flota a todo nuestro alrededor como la tela metálica de una jaula, cuelga sobre nuestras cabezas como una maraña de hilos eléctricos?
—La maldición de los reyes y las khepers —dijo, y mi bey salta de la litera y remueve toda la cabina para darme de beber agua en una botella de Coca que debía llevar ya cuando la traje a bordo, como si yo fuera su nuevo paciente y yaciera bajo una envoltura de malla de plástico, agonizando.