—¿Evelyn? —dije, y alcé la envoltura de red de plástico—. Oh —murmuré, y la cosa que había debajo emitió algo parecido a un gruñido. Me llevé una mano a la boca como intentando alejar algo que me ardía en ella, ahogándome con su humo, asfixiándome, y retrocedí de la hamaca. Prácticamente choqué con la pequeña bey, que se apretaba tan fuertemente contra la fina película de la pared que pensé que iba a atravesarla.
—¿Qué le pasa? —Aferré los pequeños y huesudos hombros de la bey—. ¿Qué ha ocurrido?
Estaba mortalmente asustada. No había forma de que pudiera responderme. La solté, y se apretó tan fuertemente contra los pliegues del plástico de la pared que casi desapareció.
—¿Qué le ha pasado? —repetí en un susurro, y supe que pese a todo mi voz seguía sonando terrible—. ¿Algún tipo de virus?
—La maldición —dijo la pequeña bey, y las luces se apagaron.
Me quedé allí inmóvil en la oscuridad, y pude oír la ronca y torturada respiración de Evelyn y el rápido y aterrador sonido de la mía, y por un minuto creí a la bey. Luego la luz se encendió de nuevo, y miré hacia la hamaca envuelta por la red de plástico, y supe que estaba a unos pocos metros de distancia de la historia más grande que jamás hubiera caído en mis manos.
—La maldición —repitió la pequeña bey, y yo pensé: «No, no es una maldición. Es la mejor oportunidad de mi vida.»
Me dirigí de nuevo hacia la hamaca y alcé la envoltura de plástico con dos dedos, y miré a lo que había sido Evelyn Herbert. Una manta de malla acolchada la cubría hasta el cuello, y sus manos estaban cruzadas sobre su pecho. Una red de protuberancias blancas las recorría por completo, incluso en las uñas. En las depresiones entre los rebordes la piel era tan delgada que casi era transparente. Debajo podía ver las venas y el rojo tejido de la carne.
Fuera lo que fuese aquello, también cubría su rostro, incluso sus párpados y el interior de su abierta boca. Sobre sus pómulos, las blancas protuberancias eran más gruesas y separadas, y parecían tan blandas que imaginé que los huesos podían atravesarlas en cualquier momento. Sentí que se me ponía piel de gallina ante el pensamiento de que la red de plástico estuviera cubierta por los virus, que yo podía haberme ya infectado por el simple hecho de entrar en la habitación.
Abrió los ojos, y yo aferré el plástico tan fuertemente que casi lo eché a un lado. Pequeñas protuberancias, tan finas que casi parecían tela de araña, cubrían sus globos oculares. No sé si podía verme o no.
—Evelyn —dije—. Me llamo Jack Merton. Soy periodista. ¿Puede hablar?
Emitió un sonido estrangulado. No pude descifrarlo. Cerró los ojos y lo intentó de nuevo, y esta vez la comprendí.
—Ayuda —dijo.
—¿Qué quiere que haga? —pregunté.
Emitió una serie de extraños sonidos que debían ser palabras, pero no tenía ni idea de lo que significaban. Deseé que el traductor estuviera allí en vez de en el jeep.
Intentó alzarse con ayuda de los músculos de sus hombros y espalda, sin siquiera intentar usar sus manos. Tosió, un sonido duro y raspante, como si quisiera aclarar su garganta, y pronunció algo que no pude descifrar.
—Traeré una máquina que hará que le resulte más fácil hablar —dije—. Un traductor. Está fuera, en mi jeep. Iré a buscarlo.
—No —dijo claramente, y luego la misma cadena de sonidos ininteligibles.
—No puedo comprenderla —murmuré, y ella tensó repentinamente un brazo y aferró mi camisa. Retrocedí tan rápido que golpeé contra el bulbo de luz y lo envié oscilando hacia atrás. La pequeña bey surgió de la pared para mirar.
—Tesoro —dijo Evelyn, y emitió un largo y tembloroso suspiro—. Sandalman. Ven…eno.
—¿Veneno? —dije. La luz oscilaba alocadamente sobre ella. Miré la parte delantera de mi camisa. Estaba rasgada allá donde ella la había aferrado, cortada limpiamente en largas tiras por aquellas afiladas protuberancias de sus manos—. ¿Quién la ha envenenado? ¿El sandalman?
—Ayuda —dijo.
—¿Estaba envenenado el tesoro, Evelyn?
Intentó agitar la cabeza.
—Lleve… mensaje.
—¿Mensaje? ¿A quién?
—San…man —dijo, y sus músculos cedieron y se derrumbó contra la hamaca, tosiendo e inspirando afanosa y jadeante entre las toses.
Retrocedí para que el aliento de sus toses no pudiera alcanzarme.
—¿Por qué? ¿Está intentando advertir al sandalman de que alguien la ha envenenado? ¿Por qué quiere que lleve un mensaje al sandalman?
Había dejado de toser. Me miró directamente, tendida allá.
—Ayuda —dijo.
—Si llevo su mensaje al sandalman, ¿me dirá lo que ha ocurrido? —pregunté—. ¿Me dirá quién la ha envenenado?
Intentó asentir y se puso a toser de nuevo. La pequeña bey avanzó con una botella de Coca, metió una paja en ella y la inclinó hacia delante para que Evelyn pudiera beber. Parte del agua se derramó resbalando por su barbilla y parte entró en su boca, y la bey la secó con la punta de su vestido de aspecto sucio. Evelyn intentó alzarse de nuevo y la bey la ayudó, poniendo su brazo en torno a los hombros de Evelyn, cubiertos de protuberancias. Éstas eran ahí tan gruesas como las de su rostro, y no parecieron ocasionar ningún corte a la bey. Si acaso, más bien se aplastaron un poco bajo el peso del brazo de la bey. Metió la paja en la boca de Evelyn. Ésta se atragantó y empezó a toser de nuevo. La bey aguardó y luego lo intentó de nuevo, y esta vez Evelyn consiguió beber. Volvió a reclinarse en la hamaca.
—Sí —dijo, más claramente de lo que hasta entonces había dicho nada—. Lámpara.
Creí haber entendido mal.
—¿Cuál es el mensaje, Evelyn? —pregunté—. ¿Qué es lo que desea que le diga?
—Lámpara —dijo de nuevo, ›e intentó hacer un gesto con la mano. Me volví y miré. Había una lámpara de fotosene en una caja de carga de plástico volcada. A su lado había dos kits de inyecciones desechables, del tipo que uno encuentra en cualquier botiquín portátil de primeros auxilios, y un paquete de plástico. La bey me lo tendió. Lo tomé con reluctancia, esperando que Evelyn no hubiera tocado el paquete, que hubiera sido la bey quien hubiera puesto dentro el mensaje. Luego miré de nuevo sus manos y mi desgarrada camisa, y supe que la bey no sólo había puesto el mensaje en el envoltorio de plástico, sino que probablemente también había tenido que escribirlo. Esperé que fuese legible.
Me lo metí en el bolsillo con solapa que utilizaba para guardar las cargas de mi transmisor, e intenté luchar contra la sensación de que tenía que lavarme las manos. Regresé junto a la hamaca.
—¿Dónde está el sandalman? ¿Está aquí, en el domo?
Intentó sacudir de nuevo la cabeza. Yo estaba empezando a comprender sus emociones, pero deseé de nuevo disponer del traductor a fin de estar seguro de lo que estaba diciendo.
—No —respondió, y tosió—. No aquí. En el recinto. Poblado.
—¿Está en el recinto? ¿Está segura? No estaba allí esta tarde. No vi a nadie excepto a una de sus beys.
Suspiró, un terrible sonido como el de una vela apagándose al viento.
—Recinto. Aprisa.
—De acuerdo —dije—. Intentaré volver antes de que se haga de noche.
—Aprisa —dijo, y empezó a toser de nuevo.
Salí por el mismo sitio por donde había entrado. Mientras me dirigía hacia allá le pregunté a la bey si el sandalman había vuelto realmente al recinto.
—Al norte —dijo—. Soldados. —Lo cual podía significar cualquier cosa.
Ha ido al norte —dije—. ¿No está en el recinto?
—Recinto —dijo—. Tesoro.
Lo dejé correr. Miré en torno a la gran cúpula de plástico dentro de la que me hallaba, preguntándome si no debería intentar encontrar a Howard o a Lacau o a alguien antes de regresar al recinto en busca del sandalman. Apenas había luz. Si aguardaba mucho se haría definitivamente oscuro, y no podía correr el riesgo de ser descubierto allí por un indignado Lacau, con el mensaje ardiendo en mi bolsillo. Al menos si volvía al jeep podría leer el mensaje, y eso tal vez me diera algún indicio de qué infiernos estaba ocurriendo allí. Pensé que había bastantes posibilidades de que el sandalman estuviera realmente en el recinto. Si había ido al norte no hubiera dejado atrás a su bey.