—¿Qué le llevó tanto tiempo, Jack? —dijo Lacau—. Los guardias del sandalman se han ido hace un par de horas. Sabía que no hubiera debido intentar que me ayudaran. Ahora se han marchado y usted está aquí. ¿Está también Bradstreet?
Me volví en redondo. Lacau estaba de pie allí, con el aspecto de no haber dormido en una semana.
—¿Por qué no se vuelve por donde ha venido y yo fingiré que no le he visto? —dijo.
—Estoy aquí para conseguir una historia —respondí—. No creerá que voy a marcharme antes de conseguirla. Quiero ver a Howard.
—No —dijo Lacau.
—Tengo derecho a saber —dije, y fui en busca de forma automática de la tarjeta de prensa que la bey debía estar masticando placenteramente en aquellos momentos. Si no había empezado ya con el mensaje de Evelyn—. No puede negarle a un periodista acceso a todos los datos de una historia.
—Está muerto —dijo Lacau—. Lo enterré esta tarde.
Intenté adoptar la expresión de alguien que ha acudido a buscar una historia sobre un tesoro, de alguien que nunca ha visto el horror que estaba tendido en la hamaca allá al fondo, y creo que lo conseguí, porque Lacau no pareció sospechar. Quizá había dejado de sentir y buscar shocks, y no lo esperaba de mí. O quizá mi aspecto era simplemente el que se suponía que debía tener.
—¿Muerto? —dije, e intenté recordar su aspecto, pero todo lo que podía ver era lo que quedaba del rostro de Evelyn, y sus manos aferrando mi camisa, afiladas como navajas y sin el menor parecido con unas manos.
—¿Qué hay de Callender?
—Muerto también. Todos están muertos excepto Borchardt y Herbert, y no pueden hablar. Ha llegado demasiado tarde.
La correa del traductor se clavaba en mi hombro desnudo. La alcé para ajustaría.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Un traductor? ¿Puede hacer algo con las distorsiones del lenguaje? ¿Con alguien que no puede hablar porque…? ¿Puede hacer algo?
—Sí —dije—. ¿Qué ocurre? ¿Qué les ocurrió a Howard y a los otros?
—Debo confiscar su aparato de transmisión —dijo—. Y su traductor.
—No puede hacerlo —dije, y empecé a retroceder—. Los periodistas tienen libre acceso.
—No, aquí dentro no. Deme el traductor.
—¿Para qué lo necesita? Creí que había dicho que Borchardt y Herbert no pueden hablar.
Lacau buscó algo a sus espaldas.
—Tome el equipo de transmisión y venga por aquí —dijo, y sacó una antorcha de fotosene hecha con lo que parecía ser una botella de Coca y un espejo, uno de esos trabajos de artesanía con los que los suhundulims han masacrado a todo el mundo. Lacau la inclinó de modo que el espejo quedara bajo el bulbo de luz que colgaba encima de nosotros. Tomé el equipo de transmisión.
Me condujo alejándonos de Evelyn, a través de un laberinto de cajas de carga, hasta el centro de la tienda. Había una malla de plástico envolviendo lo que pensé que podía ser Borchardt tendido en una hamaca como la de Evelyn. Si esperaba haberme desorientado, estaba muy equivocado. Podía encontrar fácilmente a Evelyn. Todo lo que tenía que hacer era seguir la maraña de hilos eléctricos sobre nuestras cabezas.
La zona central parecía un almacén: montones de cajas abiertas por todas partes, palas y picos y cedazos, todo el equipo de los arqueólogos. Las mochilas y sacos de dormir estaban a un lado en un montón, cerca de una pila de cajas de cartón dobladas planas.
En el centro había una jaula hecha con tela metálica y frente a ella, directamente debajo de otra maraña de cables eléctricos y conectado a ella, un refrigerador. Era grande, uno de esos antiguos refrigeradores comerciales de dos puertas, y hubiera apostado cualquier cosa a que había salido de la planta embotelladora de Coca-Cola. Ningún signo del tesoro, a menos que estuviera ya todo embalado. O puesto a enfriar. Me pregunté para qué sería la jaula.
—Deje el equipo —dijo Lacau, y empezó a trastear de nuevo con el espejito—. Métalo en la jaula.
—¿Dónde está su equipo de transmisión? —pregunté.
—No es asunto suyo.
—Mire —dije—, usted tiene su trabajo, yo el mío. Todo lo que quiero es una historia.
—¿Una historia? —dijo Lacau. Me empujó hacia la jaula—. ¿Qué le parece esto como historia? Ha estado expuesto a un virus mortal. Se halla bajo cuarentena. —Alzó la mano y apagó la luz.
Bien, realmente sabía cómo conseguir una historia. Primero la bey del sandalman y ahora Lacau, y no estaba más cerca de saber lo que estaba ocurriendo ahora que cuando me hallaba en Lisii, y quizá sólo me quedaban algunas horas antes de que empezara a verme afectado por lo mismo que estaba consumiendo a Evelyn. Hice sonar la tela metálica y le chillé a Lacau que viniera. Luego trasteé con la cerradura y chillé un poco más, pero no conseguí ver nada ni oír nada excepto el zumbido del refrigerador. Su repentino silencio era lo único que me decía que se había interrumpido la electricidad, cosa que ocurrió al menos cuatro veces durante la noche. Al cabo de un tiempo me acurruqué en una esquina de la jaula e intenté dormir.
Tan pronto como hubo luz, me quité las ropas y me examiné atentamente en busca de protuberancias. No pude ver ninguna. Volví a ponerme los pantalones y los zapatos, garabateé un mensaje en una página de mi bloc de notas y empecé a golpear de nuevo la jaula. Vino la bey. Llevaba una bandeja. En ella había un trozo del pan local, un pedazo de queso y una botella de Coca con una paja de cristal. Esperaba que no fuese la misma con la que había bebido Evelyn.
—¿Quién más está aquí? —pregunté a la bey, pero parecía temerosa. La había asustado realmente la otra noche.
Le sonreí.
—Me recuerdas, ¿no? Te di un espejito. —No me devolvió la sonrisa—. ¿Están aquí las otras beys?
Depositó la bandeja sobre una caja de cartón y me fue pasando el pan, a trozos.
—¿Qué otras beys están contigo? —insistí.
No podía pasarme la botella de Coca a través de la tela metálica sin derramarla toda. Al cabo de uno o dos minutos de intentarlo dije:
—Mira, permíteme que coopere —y me incliné hacia delante y sorbí por la paja mientras ella sostenía la botella.
Cuando me enderecé, dijo:
—Sólo yo. No más beys. Sólo yo.
—Mira —dije—, quiero que le lleves un mensaje a Lacau.
No respondió, pero al menos no retrocedió. Tomé la pluma con sus hololetras y la mantuve cerca de mi cuerpo. No iba a cometer el mismo error que la otra noche.
—Te daré esta pluma si llevas un mensaje a Lacau.
Retrocedió y se apretó contra el refrigerador, con sus grandes ojos clavados en la pluma. Escribí con ella el nombre de Lacau y el mensaje, y me la volví a guardar en el bolsillo, y sus ojos no se apartaron de ella, fascinados.
—Te di el espejito —indiqué—. Ahora te doy esto. —Saltó hacia delante para tomar el mensaje que le tendía, y terminé mi desayuno y eché una cabezada, y me pregunté qué le habría ocurrido al mensaje que le había dado a la bey del sandalman.
Cuando desperté de nuevo había bastante luz, y pude ver un montón de cosas en las que no había reparado la otra noche. Mi equipo de transmisión estaba todavía allí, al otro lado de los sacos de dormir, pero no podía ver el traductor por ninguna parte. Una de las cajas de embalaje, una pequeña, estaba inmediatamente al otro lado de la jaula. Metí como pude la mano por entre un cuadrado de la tela metálica y conseguí tirar de la caja hasta situarla lo suficientemente cerca como para arrancar la cinta del precinto. Me pregunté quién habría embalado el tesoro. ¿El equipo de Howard? ¿O habían empezado a caer como moscas tan pronto como lo encontraron? La caja parecía un buen trabajo por parte del suhundulim que lo hubiera hecho. Parecía casi el estilo de Lacau, pero, ¿por qué debería haberlo empaquetado él? Su trabajo era solamente impedir que fuera robado.