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Louis de Bernières

La mandolina del capitán Corelli

Traducción de Luis Murillo Fort

Título originaclass="underline" Captain Corelli's Mandolin

Primera edición: octubre, 1995

© 1994, Louis de Bernières

© de la traducción, Luis Murillo Fort

A mis padres, quienes en distintos lugares y de diferentes maneras lucharon contra los fascistas y los nazis, y perdieron a muchos de sus mejores amigos sin que nadie se lo agradeciera nunca.

EL SOLDADO

Allá en un frío campo de un mundo tácito caminan juntos los jóvenes, altos y delgados, y aunque ríen entre ellos nada rompe el silencio; no hay sonido alguno por más voces que den.
Hablan juntos de lo que aquí amaron en vano, pero el aire es demasiado tenue para transportar lo que dicen. Eran la juventud dorada, pero aquí descubrieron el sufrimiento, y si gris es ahora su oro, su juventud es senectud.
Pero sus corazones no han cambiado, y se gritan unos a otros, «¿Qué han hecho de las vidas que hubimos de descartar? ¿Son jóvenes y dorados como jóvenes y dorados éramos nosotros, hermano mío? ¿Sonríen acaso a la muerte por haber muerto nosotros?»
Allá en un frío campo de un mundo inexplorado los jóvenes se buscan con ojos inquisitivos. Se preguntan unos a otros, los jóvenes, los de dorado corazón, por el mundo que les fue robado en su tranquilo paraíso.

HUMBERT WOLFE

1. EL DOCTOR IANNIS COMIENZA SU HISTORIA Y TIENE UN CHASCO

El doctor Iannis había tenido un día más que pasable en que ninguno de sus pacientes había muerto ni empeorado. Había atendido el parto sorprendentemente fácil de una vaca, abierto un absceso, extraído una muela, dado una dosis de Salvarsán a una señora de vida alegre, practicado un desagradable pero espectacularmente fructífero enema y producido un milagro mediante un acto de prestidigitación médica.

Rió para sus adentros, pensando que sin duda aquel milagro estaba siendo ya pregonado como algo digno del mismísimo san Gerasimos. El doctor había ido a casa del viejo Stamatis, que se quejaba de dolor de oído, y se había encontrado examinando un conducto auditivo más húmedo, malsano, repleto de liquen y estalagmítico que la gruta de Drogarati. Se había puesto a limpiar aquello de liquen con la ayuda de un poco de algodón empapado en alcohol y enrollado al extremo de una cerilla larga. Sabía que el viejo Stamatis estaba sordo de aquel oído desde niño y que ello había sido una fuente constante de dolor, no obstante lo cual el doctor se sorprendió cuando, en las profundidades de la peluda cavidad, la punta de la cerilla pareció topar con una cosa dura y rígida; es decir, algo sin excusa fisiológica ni anatómica para estar allí. Llevó al anciano hasta la ventana, abrió los postigos de par en par, y una explosión de luz y calor meridianos inundó la habitación de un brillo deslumbrante, como si un ángel pesado y excesivamente luminoso hubiera escogido por error aquel lugar para una epifanía. La mujer de Stamatis hizo un gesto de desaprobación; dejar que entrase tanta luz a esa hora indicaba un mal gobierno de la casa. Estaba convencida de que así se levantaba mucho polvo; de hecho, veía claramente cómo las motas empezaban a elevarse ya de la superficie de las cosas.

El doctor Iannis le inclinó la cabeza al viejo y examinó el interior de la oreja. Con su larga cerilla apartó aquella maleza de hirsutos pelos grises adornados de escamas de caspa. Dentro había una cosa esférica. Rascó la superficie para retirar la dura capa de cerumen y vio un guisante. Porque era un guisante, sin duda; verde claro y con la superficie ligeramente fruncida: no podía ser otra cosa.

– ¿Alguna vez se ha metido usted algo en la oreja? -preguntó el doctor.

– Sólo el dedo -contestó Stamatis.

– ¿Y desde cuándo está sordo de este oído?

– Que yo recuerde, desde siempre.

El doctor Iannis vio cómo su imaginación le regalaba con una visión ridícula: Stamatis de pequeñito, la misma cara nudosa, idéntica cargazón de espaldas, idéntica exuberancia de vello aural, tendía la mano para coger un guisante seco de un cuenco sobre la mesa de la cocina. Tras llevárselo a la boca y encontrarlo demasiado duro, se lo introducía en la oreja. El doctor rió con disimulo y dijo:

– De pequeño debía de estar usted dando siempre la lata.

– Era de la piel de Barrabás.

– Tú calla, mujer, que ni siquiera me conocías entonces.

– Lo sé por tu madre, que en gloria esté -replicó la vieja, apretando los labios y cruzándose de brazos-, y lo sé por tus hermanas.

El doctor Iannis consideró el problema. Se trataba sin duda de un empedernido y recalcitrante guisante, y sacarlo de allí haciendo palanca no parecía tarea fácil.

– ¿Tienen un anzuelo largo de esos de pescar salmonetes? ¿Y un martillo pequeño?

El matrimonio se miró con una única idea en la cabeza: el doctor había perdido el juicio.

– ¿Qué tiene eso que ver con mi dolor de oído? -preguntó Stamatis, suspicaz.

– Padece usted un exorbitante impedimento auditorio -contestó el doctor, siempre consciente de la necesidad de mantener cierta mística médica y sabedor de que «un guisante en la oreja» no iba a reportarle ninguna gloria-. Puedo quitárselo con un anzuelo y un martillo pequeño, es el sistema ideal para vencer un embarras de petit pois. -Dijo esto último con un remilgado acento parisino, por más que él fuera el único presente en captar su ironía.

Le llevaron un anzuelo y un martillo, y el doctor procedió a enderezar cuidadosamente el anzuelo sobre las losas del suelo. Después llamó al viejo y le dijo que apoyara la cabeza en el alféizar para que le diera la luz. Stamatis obedeció y puso los ojos en blanco, mientras la vieja se cubría los suyos con las manos y miraba entre los dedos.

– Dése prisa, doctor -exclamó Stamatis-. Esto está que arde.

El doctor introdujo el gancho con cuidado en el cerdoso orificio y levantó el martillo, pero un ronco chillido que le recordó a un cuervo le distrajo de su quehacer. Estupefacta y horrorizada, la vieja esposa se retorcía las manos, gimiendo «Oh, oh, va a meterle un anzuelo en la sesera. Cristo ten piedad, que los santos y la Virgen nos protejan.»

Aquella interpolación dio que pensar al doctor; reflexionó que si el guisante estaba muy duro, era bastante probable que la lengüeta del anzuelo no penetrara en él sino que lo hundiera aún más. El tímpano podía salir incluso mal parado. Se enderezó y con el dedo índice retorció su blanco bigote con aire pensativo.

– Cambio de planes -anunció-. Lo he pensado mejor y he decidido que será mejor verter agua en el oído y ablandar esta supererogatoria oclusión. Kyria, procure que tenga el oído lleno de agua tibia hasta que yo vuelva. No permita que el paciente se mueva, manténgalo tumbado de lado con la oreja llena de agua, ¿entendido?

El doctor Iannis regresó a las seis de la tarde y pescó el guisante reblandecido sin ayuda de martillo, grande o de otro tipo. Lo extrajo con destreza y se lo mostró a los Stamatis para que lo examinaran. Recubierto como estaba de una espesa cera oscura, rancio y maloliente, ninguno de los dos reconoció en el guisante una leguminosa.

– Es muy papilionáceo, ¿no les parece? -preguntó el doctor.

La anciana asintió con aspecto de haber comprendido, que no era el caso, pero con una expresión de asombro en los ojos. Stamatis se palmeó un lado de la cabeza y exclamó:

– Qué frío está esto, Dios. Y cuánto ruido. Quiero decir que todo suena fuerte. Hasta mi voz suena fuerte.