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Alexi, calvo del todo y habiendo viajado desde el ártico ideológico del puritano partido comunista hasta el clima subtropical del partido socialista, descubrió con cierta ansiedad y culpa que su éxito como abogado lo había precipitado en manos de la clase que tanto había desdeñado. Ahora era un pulcro burgués con un Citroën grande, una casa supuestamente a prueba de terremotos con macetas de terracota rebosantes de geranios, cuatro trajes y una considerable aversión por la corrupta incompetencia encarnada por el partido de sus amores. En las reuniones y fiestas hablaba largo y tendido en favor de los socialistas, pero a la hora de votar ponía furtivamente la crucecita junto al nombre de Karamanlis, y cuándo éste ganaba las elecciones Alexi fingía una terrible desesperación. Contrató a un contable y acabó siendo tan eficiente a la hora de evadir impuestos como cualquier otro griego de larga tradición.

Antonia aguantó cuatro años a partir de que su vientre empezó a clamar por un ocupante, no viendo razón alguna para rendirse a un cuerpo que tenía tan ilógicas e ideológicamente sospechosas exigencias, hasta que por último conspiró con él y le permitió que la hiciera olvidarse de tomar la píldora. No hubo nadie, por tanto, tan genuinamente sorprendida como ella cuando su vientre se hinchó de forma intempestiva y un niño empezó a tomar cuerpo dentro de ella. El matrimonio volvió a cogerse de la mano en público, a mirar con inocencia a los bebés y su ropita, e hicieron largas listas de nombres que a continuación tachaban diciendo aquello de «Conozco a uno que se llama así, y es horroroso».

– Será niña -dijo Pelagia en una de aquellas frecuentes ocasiones en que apoyaba la oreja contra el vientre cada vez más grande de Antonia-. Está muy quieta, no puede ser otra cosa. Creo que tenéis que ponerle Drosoula.

– Es que Drosoula era tan grande y tan…

– ¿Fea? Eso no importa. La queríamos igual. Su nombre debe perdurar. Cuando esta niña sea mayor, debe saber de dónde le viene el nombre y a quién pertenecía antes.

– Ay, mamá, no sé…

– Ya soy vieja -declaró Pelagia, cada vez más gratificada cuando repetía esta cantinela-. Tal vez sea mi último deseo.

– Tienes sesenta años. No hay para tanto.

– Bueno, pues me siento vieja.

– Pues no lo aparentas.

– No te eduqué para que fueras una mentirosa -dijo Pelagia, por lo demás contentísima.

– Yo tengo treinta y cuatro -dijo Antonia-. Eso sí es vejez. Sesenta sólo es una cifra.

La niña resultó ser un niño, con su fascinadoramente arrugado escroto y su escuálido pene que en años venideros demostraría ser muy práctico. Pelagia acunaba a la criatura en sus brazos, sintiendo toda la tristeza de una mujer que ha permanecido virgen y técnicamente estéril toda su vida, y empezó a llamarle Iannis. Tan a menudo le llamaba así que sus padres vieron enseguida que no podían ponerle Kyriakos o Vassos o Stratis o Dionisios. Si se le llamaba Iannis, sonreía y sacaba viscosas burbujas que le goteaban barbilla abajo, y con Iannis se quedó. El bebé tenía una resuelta y testaruda abuela que sólo le hablaba en italiano, y unos padres que hablaban muy en serio de mandarlo a una escuela privada, aun cuando las estatales no tuvieran nada de malo.

Impulsado por la irrebatible teoría de que un hombre debe pasarle algo a su hijo, evitando en lo posible el impuesto sobre la herencia, Alexi empezó a buscar dónde hacer una buena inversión. Construyó un pequeño bloque de apartamentos para turistas en una árida colina e hizo instalar una cocina moderna y sanitarios en la taberna. Convenció a Pelagia de que aceptase contratar a un cocinero decente, dejándola a ella como administradora del local, y se repartieron los beneficios al cincuenta por ciento. En las despintadas paredes Pelagia pegó todas las postales que seguían llegándole de los cuatro rincones del planeta, además de multicolores muestras de moneda extranjera donadas por turistas que se volvían generosos y antojadizos bajo la benigna y lenitiva influencia del robóla y la retsina.

70. LA EXCAVACIÓN

Con cinco años de edad y Christos Sartzetakis elegido en el lugar de Karamanlis, Iannis ya sabía decir «Hola» y «¿Verdad que es un primor?» en seis idiomas distintos. Esto era porque se pasaba casi todo el día en la taberna al cuidado de su abuela, arrullado por sonrosados y sensibleros turistas a los que gustaban los chiquillos de piel morena con mechones negros sobre ojos color de ébano, siempre y cuando no se hicieran mayores y viajaran a sus propios países en busca de un empleo. Iannis llevaba las cestas de pan a las mesas, se asomaba encantadoramente al mantel, y ganaba suficiente dinero en propinas para comprarse un oso de peluche, un coche teledirigido y una imitación en plástico del balón del Campeonato del Mundo de Fútbol. Pelagia lo presentaba ufana a los clientes, y él ofrecía su mano con cortesía y confianza, la viva imagen del niño perfecto que ya no se daba en países más prósperos pero menos sensibles. Sus modales anticuados eran una prodigiosa novedad, y el niño sólo hacía muecas cuando alguna mujer gorda con halitosis y pegajoso pintalabios lo abrazaba o besuqueaba.

El motivo de su continua presencia en la Taberna Drosoula era que su padre estaba construyendo nuevos apartamentos con piscina y pista de tenis, y que su madre había recaído en un anticuado feminismo presocialista según el cual una mujer tiene los mismos derechos que un hombre en lo tocante a iniciativa capitalista. Antonia cogió prestado dinero de su marido para abrir una tienda y en cuatro años se lo devolvió meticulosamente a un cinco por ciento de interés. En la calle Bergoti de Argostolion abrió un bazar de souvenirs donde se vendían reproducciones de ánforas, sartas de cuentas, muñecos ataviados con la fustanella de los evzones, casetes de syrtaki, equipo de submarinismo, estatuillas del dios Pan tocando sus flautas con manifiesta concentración aunque dotadas de una espléndida e hiperbólica erección, lechuzas de Minerva en piedra caliza, postales, alfombras hechas a mano que en realidad las hacían a máquina en el norte de África, delfines de porcelana, dioses, diosas y cariátides, máscaras teatrales de terracota, chucherías de plata, colchas de intrincados dibujos, sortijas de boda que parodiaban cómicamente los movimientos de la cópula, diminutos bozoukis mecánicos con flácidas cuerdas de nilón rojo hechas con hilo de pescar que tocaban Nunca en domingo o Zorba el griego, ejemplares de las novelas de Kazantzakis en inglés, siniestros iconos con auténtica pátina representando santos cuyos nombres en cirílico eran tan indescifrables como improbables, emolientes para ingleses con quemaduras de sol, cinturones y bolsos de piel, camisetas con variaciones sobre el mensaje «Mi papi estuvo en Grecia y sólo me trajo esta mierda de camiseta», guías turísticas y fusiles lanza arpones, paracetamol, bolsas de playa con asas que se descosían, esterillas de rafia, compresas y condones. Antonia presidía aquel ecléctico emporio vestida como siempre de blanco deslumbrante, sentada a la caja registradora (para no dejar pistas a un posible recaudador de impuestos), metido el pulgar en la boca y dispuestas las larguísimas piernas en posturas de sofisticada elegancia.