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– No lo creo. En mitad del suelo había un escotillón, y estaba metida en un agujero. Pero tú solo nunca podrás remover toda esa basura, y además yo no te dejaría. Es demasiado peligroso.

Iannis suplicó a su padre que le prestara unos cuantos obreros de uno de sus solares en construcción. Alexi se lo prometió, pero después le dijo que no podía ser debido a unos proyectos urgentes relacionados con un avión cargado de turistas que debía llegar en breve a una urbanización recién construida cuyos sanitarios no habían sido totalmente instalados siquiera. Alexi estaba tan nervioso con el asunto que hasta llegó a pegar a su hijo por primera vez en su vida para luego abrazarlo y pedirle disculpas.

Así pues, Spiridon fue llevado de la mano colina arriba hasta unas fantasmales ruinas abandonadas donde crecían largas matas de hierba y espinos desecados que cubrían casi las viejas piedras hechas añicos. Alrededor quedaban los silentes y desiertos restos de pequeñas casas envueltas en una apariencia de soledad y pesar. Peldaños alabeados conducían a ninguna parte. Un horno comunal descansaba en un ángulo precario, atascada y herrumbrosa su puerta de hierro colado, con capas de óxido prontas a escindirse por el calor o la escarcha. Dentro había una colonia de cochinillas y los rastros carbonizados de innumerables y olvidadas comidas que habían alimentado a personas dispersadas o muertas desde hacía tiempo.

– Dios mío -dijo Spiro, contemplando aquel espectáculo de silenciosa desolación-, en Corfú no fue tan grave. Le pone a uno triste, ¿verdad?

– Sí, es un lugar tristísimo -dijo Iannis -. Yo suelo venir a explorar, y también cuando estoy enfadado, o soy infeliz. -Señaló con el dedo-. Mi bisabuelo murió ahí dentro. Me pusieron Iannis por él. La abuela dice que era el mejor médico de Grecia, y que pudo haber sido un gran escritor. Podía sanar con sólo tocar a la gente.

Spiro se persignó y dijo:

– Que la Virgen nos proteja.

– He encontrado montones de cosas -comentó Iannis-, pero casi todo está roto. -Una gata joven y manchada se alejó con el vientre distendido por las crías a punto de nacer-. Viene a cazar lagartijas -dijo Iannis, señalando-. Lo hace muy bien. Siempre les deja la cola, y después la cola se retuerce sola por ahí días y días. Es fantástico.

– Fíjate en eso -dijo Spiro, señalando a un enorme olivo viejo partido por la mitad que empezaba a pudrirse por el tronco, pero que estaba lleno aún de retorcidas ramas negras y pequeños frutos verdes.

– Yo me subo a ése -dijo Iannis -. Hay una rama estupenda para columpiarse. Esa de allá.

– Pues vamos a columpiarnos -dijo Spiro, y Iannis trepó al árbol para ver desde allí como el otro daba un salto y se colgaba. Se columpiaron un rato los dos juntos, ayudados por la elasticidad de la rama y luego se dejaron caer al suelo rebosantes de viril satisfacción. Spiro se frotó las manos y dijo -: Bueno, pongamos manos a la obra antes de que haga demasiado calor. ¿Te das cuenta de que esto me va a ir muy mal para las manos? Seguramente no podré tocar esta noche. ¿Sabías que los guitarristas no lavan platos porque se les ablandan las uñas? Qué excusa más buena, ¿verdad?

– A mí me gusta lavar los platos -dijo Iannis-. Te saca toda la mugre de las uñas; además, la abuela me paga.

Pasaron los dos por lo que otrora había sido una puerta y se rascaron la cabeza con desaliento. Había un horrible montón de escombros.

– Antes estaba peor -dijo Iannis con tono de disculpa-, mi papá vino a llevarse todas las baldosas que no estaban rotas, y cogió la mayoría de las vigas para hacer nuevas casas. Y la abuela desenterró lo que aún servía.

Spiro cogió un palo y levantó un petrificado preservativo blancuzco.

– ¡Vaya! -exclamó-. Cerdos de turistas. -Lo lanzó a la maleza, y Iannis preguntó:

– ¿Qué era?

– Verás, jovencito, es una cosa que se pone en lo que uno más aprecia cuando no quiere tener niños.

– ¿Y entonces cómo se mea? ¿Te lo has de sacar?

– Sí -dijo Spiro, viendo que si no iba con cuidado tendría que dar muchas explicaciones-, te lo sacas. En realidad, sólo te lo pones cuando estás en situación, ¿entiendes?

– Ah -dijo Iannis-, es un condón, ¿verdad? Ya los conozco. Dimitri me ha hablado de eso.

Spiro levantó las cejas, resopló y lanzó un suspiro. Empezó a apartar cascotes, fragmentos de baldosa, latas aplastadas, largas y repugnantes tiras de papel higiénico manchado (legado del turismo también) y un sinnúmero de botellas verdes.

– Tenemos para dos días -dijo -. Me parece que será mejor poner manos a la obra.

A la tarde siguiente había un claro en mitad del antiguo piso y un polvoriento montón de piedras y baldosas rotas de un metro de alto arrimado a las paredes, junto con trozos de madera partidos y en proceso de putrefacción. Había asimismo una pila de tesoros que Iannis deseaba salvar: un viejo y despachurrado receptor con su aguja roja del dial atascada para siempre en «Napoli», una cacerola deforme con un agujero mellado y el fondo manchado de orín, un bastón roto con puño de plata, un jarrón intacto de cristal Heno de conchas de caracol, un mohoso conjunto de libros gruesos titulado The Complete and Concise Home Doctor en inglés, un fonendoscopio cuyos tubos de goma se habían echado a perder y que tenía la boquilla torcida, una fotografía enmarcada (con el cristal roto) de dos borrachos muy graciosos con extraños sombreros y, al fondo, la diminuta pero maravillosamente desnuda figura de una ágil muchacha dando patadas al agua del mar, tocada también con un estúpido gorro. Encontró incluso un álbum de fotos al completo, un poco húmedo y con los bordes de las hojas mordisqueados por los insectos y manchas marrones de agua esparcidas de forma elegante y delicada en dibujos ondulantes que atravesaban las páginas. La primera fotografía llevaba la inscripción «Mamá y papá en el día de su boda», y en ella se veía en sepia a una pareja joven posando muy formal con aquellos vestidos tan anticuados que a Iannis le parecía imposible que alguien hubiera llevado nunca. Repasó las fotografías sentado en la tapia: «Primeros pasos de Pelagia», una foto de un bebé con gorro escarolado, tendido boca abajo y mirando hacia arriba con cara de asombro. Se las enseñaría a la abuela para averiguar qué significaban. Entretanto era fantástico haber encontrado una navaja de resorte con la hoja pegada por el óxido, un jarrito de cristal que contenía un guisante seco incrustado de una cosa negra y escamosa, y un enmohecido libro de poemas escrito por un tal Andreas Laskaratos.

Spiro intentó meter los dedos por la anilla de hierro del escotillón, pero estaba agarrotada y no había forma de moverla. Deslizó bajo la madera la punta de un viejo destornillador que había encontrado, pero se dobló como un pedazo de queso y se partió. Tendría que pedir una palanca, porque los goznes también estaban rígidos por la oxidación.

– ¿Por qué no lo rompemos? -preguntó Iannis.

– No querrás aplastar la mandolina, ¿verdad? Con la impaciencia no ganamos nada.

Se quedaron mirando la trampilla, rascándose la cabeza y con la frustración de verse burlados después de haber llegado tan lejos, y entonces repararon en un viejo muy corpulento, de traje negro, camisa sin cuello y plateada barba de tres días, que estaba en el umbral, un poco encorvado.

– ¿Qué estáis haciendo? -dijo -. Ah, eres tú, Iannis. Pensaba que erais saqueadores. Iba a daros un par de guantazos.

– Queremos abrir esto, kyrie Velisarios -dijo el chico -. Está atascado, y dentro hay una cosa que nos interesa.

El viejo entró arrastrando los pies y miró el escotillón con ojos acuosos. Iannis advirtió que llevaba una rosa roja.

– Enseguida os lo levanto -dijo Velisarios-, pero antes voy a dejar esta flor. -Volvió al patio y depositó la flor sobre la tierra reseca-. Normalmente lo hago en octubre -explicó-, pero puede que yo también esté muerto para entonces, así que he venido antes.

– ¿Para qué? -preguntó Iannis.