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– No, no, hay que darle tiempo. El problema es la mano izquierda. Está intentando usar el primer y el segundo dedos para todo, y así no va bien. -El hombre se inclinó y empezó a ponerle los dedos en su sitio, diciendo-: Mire, el primer dedo pisa las cuerdas en el primer traste, el segundo en el segundo traste, el tercero en el tercero y el cuarto en el cuarto. Al principio cuesta un poco porque el dedo pequeño no suele poseer nunca fuerza, pero así uno no tiene que torcer la mano todo el rato, y las cuerdas agudas no se humedecen de sudor.

– Sí, me había fijado. Es un fastidio.

– Procure mantener la misma relación entre los dedos y los trastes en cualquier punto del diapasón, y todo le resultará más fácil. -Se incorporó y a continuación dijo-: Nada más sencillo que distinguir a un buen músico; un músico bueno parece que no está moviendo las manos, es como si la música saliera por arte de magia. Si hace como le digo, apenas tendrá que mover la mano, únicamente los dedos. Así se evitará que le resbale el instrumento. Eso siempre es un problema con las mandolinas de fondo abombado, yo he pensado a menudo en comprarme una de esas planas portuguesas. Pero nunca encuentro el momento.

– Sabe mucho de mandolinas.

– A la fuerza. He sido mandolinista profesional casi toda mi vida. Sé que usted va a ser bueno.

– ¿Por qué no toca algo? -preguntó el muchacho, ofreciéndole la mandolina y el plectro.

El viejo rebuscó en el bolsillo de su abrigo y extrajo su propia púa, diciendo:

– Siempre uso la mía, no se ofenda.

Cogió la mandolina, se la ajustó al cuerpo por debajo del diafragma, rasgueó un acorde a modo de prueba y empezó a interpretar el «Siziliano» de la Gran sonata en sol mayor de Hummel. Iannis estaba boquiabierto de asombro cuando, de pronto, el viejo dejó de tocar, puso la mandolina boca arriba, la examinó con expresión de absoluta incredulidad y exclamó:

– ¡Madonna mia, si es Antonia!

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Iannis, sorprendido y a la vez receloso-. Bueno, quiero decir, es imposible que sepa que es Antonia. ¿La había visto anteriormente?

– ¿Dónde la encontró? ¿Quién se la ha dado? ¿Cómo sabe que se llama Antonia?

– La saqué de ese agujero de ahí -dijo Iannis señalando al escondite abierto en mitad de las ruinas-. La abuela me dijo que estaba allí y la llamó por ese nombre. En realidad mi abuela le puso a mi madre también Antonia, porque cuando cantaba sonaba como una mandolina.

– ¿No será su abuela kyria Pelagia, la hija del doctor Iannis?

– Ése soy yo, me pusieron Iannis por él.

El viejo se sentó en la tapia al lado del muchacho, con la mandolina aún en la mano, y se secó la frente con un pañuelo. Parecía muy nervioso. Iannis reparó en la cicatriz de su mejilla, oculta apenas tras los mechones de su barba. De repente, el viejo dijo:

– Cuando encontró la mandolina, ¿le faltaban cuatro cuerdas?

– Sí.

– ¿Sabe dónde están?

– No.

Los ojos del viejo centellearon, y se tocó el pecho.

– Están aquí dentro -dijo-. El doctor Iannis me cosió las costillas con esas cuerdas, y nunca me las he hecho sacar. ¿Qué le parece?

El chico estaba hondamente impresionado. Abrió unos ojos como platos. Dispuesto a no ser menos, afirmó:

– Tenemos un esqueleto de verdad allá abajo.

– Sí, lo sé. En parte he venido por eso. Es Carlo Guercio. Era el hombre más grande del mundo, y me salvó la vida. Me protegió con su cuerpo delante de un pelotón de fusilamiento.

El chico estaba ya boquiabierto de tan impresionado; ¿un hombre con cuerdas de mandolina en las costillas, que había estado en el paredón y que conocía realmente al dueño del esqueleto? Era mejor que haber conocido a Spiridon.

– Dígame, joven, ¿su abuela vive todavía? ¿Es feliz?

– A veces llora, desde que sacamos a Antonia y el resto de las cosas de ese agujero. Y tiene las rodillas rígidas y le tiemblan las manos.

– ¿Y su abuelo? ¿Está bien?

El muchacho parecía desconcertado. Torció el gesto y preguntó:

– ¿Qué abuelo?

– El padre de su padre, no. Me refiero al marido de kyria Pelagia.

El viejo volvió a enjugarse la frente. Parecía cada vez más agitado.

– No hay tal -dijo el chico encogiéndose de hombros-. No sabía ni que se hubiera casado. Bisabuelo sí tengo.

– Sí, lo sé, el doctor Iannis. Así que kyria Pelagia no tiene marido, ¿eh? ¿Usted no tiene abuelo?

– Oh, supongo que sí, pero no sé nada de él. Sólo tengo al padre de mi padre, y está medio muerto. Claro que mi padre también, casi siempre.

El viejo se puso en pie, miró en derredor y dijo:

– Esto era muy bonito antes. Aquí pasé algunos de los mejores años de mi vida. ¿Y sabe una cosa? Una vez yo iba a casarme con su abuela. Creo que ya es hora de que vaya a verla. A propósito, esta mandolina era mía, pero después de oírle tocar quiero que la conserve. Renunciaré a mis derechos.

Mientras descendían los dos por la colina, Iannis dijo:

– El hombre más grande del mundo es Velisarios.

– Porco dio, ¿también sigue vivo?

Iannis dio un traspié:

– Oiga, si usted era el que tocaba la mandolina e iba a casarse con la abuela… entonces usted es el fantasma.

Un pródigo sol otoñal asomó brevemente entre las nubes hacia Lixouri, y el viejo se detuvo a reflexionar.

73. RESTITUCIÓN

Pese a tener los setenta cumplidos, Antonio Corelli redescubrió cierta agilidad juvenil en sus cansados miembros. Esquivó una sartén de hierro fundido y dio un respingo al romper ésta la ventana que quedaba detrás.

– Sporcaccione! Figlio d'un culo! -chilló Pelagia-. Pezzo di merda! Toda la vida esperando, toda la vida de luto, pensando que habías muerto. Cazzo d'un cane! Tú vivo y yo como una tonta. ¿Cómo te atreves a romper una promesa como aquélla? ¡Traidor!

Corelli retrocedió hacia la pared, batiéndose en retirada ante las acometidas de la escoba contra sus costillas y las manos alzadas en señal de rendición.

– Ya te lo he dicho -exclamó-. Creí que te habías casado.

– ¡Casada yo! -repuso ella con amargura-. ¿Casada? ¡No caerá esa breva! Gracias a ti, bastardo. -Le pinchó de nuevo e hizo ademán de propinarle un escobazo en la cabeza.

– Ya lo decía tu padre. Tienes un lado salvaje.

– Conque salvaje, ¿eh? ¿Y no tengo derecho, porco? ¿No tengo derecho?

– Vine a buscarte. En 1946. Doblé el recodo y te vi allí con tu bebé en brazos y metiéndole el dedo en la boca, con cara de felicidad.

– ¿Eso es estar casada? ¿Quién te lo ha dicho? ¿Qué te importa a ti que yo adopte a una criatura que han dejado a la puerta de mi casa? ¿Por qué no preguntaste? ¿Por qué no dijiste «Perdona, koritsimou, pero este bebé es tuyo»?

– Deja de pegarme, por favor. Venía cada año, tú lo sabes. Me viste. Yo siempre te veía con la niña. Estaba tan dolido que no podía ni hablar. Pero tenía que verte.

– ¿Dolido? No me lo puedo creer. ¿Dolido, tú?

– Diez años -dijo Corelli-, diez años estuve tan dolido que hasta quise matarte. Y luego pensé: Bueno, de acuerdo, estuve fuera tres años, quizá pensó que había muerto, quizá pensó que la había olvidado, quizá conoció a otro y se enamoró. Mientras sea feliz… Pero yo seguí viniendo año tras año sólo para ver si estabas bien. ¿Es eso traición?

– ¿Acaso viste algún marido? ¿Y no pensaste lo que sentía yo al ver que desaparecías cada vez? ¿Pensaste en mi corazón?