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– ¿Sois novios? -insistió Iannis, pertinaz, pese a que ella lo negaba cada vez que él se lo preguntaba.

– Vete a lavar los platos o te quedas sin paga -le respondió su abuela, y fue por un cepillo para peinar a la cabra, como en los viejos tiempos. Se preguntaba dónde encontrar ahora una cría de marta.

El capitán se superó a sí mismo cuando apareció a la puerta con un chirriar de frenos, un rugir de pistones y una nube de oloroso humo azul. Pelagia se quedó con las manos en las caderas y meneó lentamente la cabeza mientras él bajaba de la motocicleta. Era de color rojo intenso, muy alta, tenía gruesos neumáticos de perfil nudoso y parecía diseñada para carreras. El capitán giró la llave y apagó el estruendo. Luego bajó la patilla y la apoyó en el suelo.

– ¿Sabes adónde vamos? Vamos a comprobar si Casa Nostra aún sigue allí. Como en los viejos tiempos… -dio unos golpecitos al manillar- en moto.

Pelagia negó con la cabeza:

– ¿En serio crees que aguantó el terremoto? ¿Y en serio crees que voy a subir en una cosa de ésas, a mi edad? Mira, vete y déjame en paz. No me vengas otra vez con tus chifladuras.

– La he alquilado ex profeso. No es tan bonita como la antigua y hace un ruido horrible, como una lata de clavos, pero va muy bien.

Pelagia le miró y luchó para reprimir una sonrisa. Llevaba un ridículo casco integral azul con un poco de visera, y unas gafas de espejo tan nuevas que no había atinado aún a quitarles la etiqueta, la cual le colgaba sobre una mejilla como una hoja de otoño atrapada en una tela de araña. Vio su propia cara de desaprobación reflejada estereoscópicamente en los cristales de las gafas de sol, y se contempló levantando las palmas de las manos hacia arriba:

– Ni pensarlo. Soy demasiado vieja, y tú ni siquiera de joven conducías derecho. Entonces estabas loco, pero ahora más.

Él se defendió:

– En la motocicleta vieja íbamos dando tumbos porque tenía que estar todo el rato pendiente de la palanca de encendido. Pero en ésta todo es automático. -Alzó las manos y las dejó caer, como diciendo «No hay problema», y le hizo señas animándola a subir.

– Ni hablar -dijo ella-. Tengo las rodillas tiesas y ni siquiera puedo levantar las piernas lo suficiente.

Pelagia advirtió de pronto que encima de la camisa Corelli llevaba una prenda vistosa que le recordó a los hippies que habían invadido la isla a finales de los años sesenta. Entrecerró un poco los ojos para enfocar mejor y entonces vio que llevaba puesto el chaleco de terciopelo rojo con flores, águilas y peces bordados que ella le había regalado cincuenta años atrás. Fingió no haberse dado cuenta y se ahorró comentarios, pero la dejó pasmada que él lo hubiera conservado con tanto esmero todos aquellos años. Estaba conmovida.

– Koritsimou -dijo él, a sabiendas de que se lo había visto y calculando que ello podía haber menguado su resistencia.

– He dicho que no.

– ¿No quieres ver Casa Nostra?

– Con un loco, no.

– No me digas que he alquilado la moto para nada.

– Allá tú.

– La tengo para dos días. Podemos ir a Kastro, a Assos, a Fiskardo. Podemos sentarnos en una roca a ver si pasan delfines.

– Vuélvete a Atenas, viejo loco.

– He traído un casco para ti también.

– Yo eso no me lo pongo. ¿Me has visto alguna vez con algo de color rojo?

– Iré yo solo.

– Vete, pues.

Le llevó una eternidad convencerla. Mientras corrían peligrosamente por las pedregosas carreteras, ella iba agarrada a su cintura, helada de terror, hundida la cara entre los omóplatos de él y sintiendo en las ingles el golpeteo de la máquina, una sensación que era a la vez sumamente placentera y absolutamente inquietante. Corelli notó que se le agarraba más desesperadamente aún que en los viejos tiempos, y tuvo el cinismo de añadir una serie de derrapes deliberados a los que se producían ya de manera alarmantemente accidental.

Pelagia se sujetaba tenazmente a su cintura. Comprobó que con los años Corelli había encogido tanto como ella se había ensanchado. El conductor torció bruscamente hacia el arcén, patinando un poco y lanzando por los aires una lluvia de gravilla. «Gerasimos bendito», pensó ella, y en busca de seguridad deslizó los brazos en torno a la cintura de él y enlazó los dedos por delante.

Adelantaron a un venerable ciclomotor gris que resoplaba a fuerza de explosiones. Iba engalanado no con una sino con tres chicas, todas ellas ataviadas con idénticos y brevísimos vestidos blancos. Corelli captó un vislumbre de esbelto muslo joven de pechos recién crecidos, de cejas arqueadas sobre ojos negros y de largos cabellos sueltos de un color tan oscuro que era casi azul. Sintió nacer en su corazón una melodía, una alegre tonada que resumía el eterno espíritu de Grecia, un concierto griego. Para componerlo sólo tendría que pensar que iba en moto con Pelagia camino de Casa Nostra y que adelantaban a unas chicas en la primera y más exquisita floración de su libertad y su belleza. La muchacha que conducía el ciclomotor llevaba los pies sobre el depósito de combustible, la segunda estaba retocándose el maquillaje con ademanes de pintor, y la tercera iba mirando hacia atrás, rozando casi la calzada con sus sandalias. La expresión de su cara era de gran seriedad, iba absorta con la lectura del periódico mientras con elegantes dedos intentaba impedir que la brisa le arrancara las páginas.

NOTA DEL AUTOR

He procurado ser fiel a la historia todo lo que me ha sido posible, aunque, por ejemplo, he fusionado las costumbres de dos festividades religiosas. En lo que atañe a Cefalonia he tenido que sacar el máximo provecho de la escasa información existente; está claro que la isla necesita con urgencia un doctor Iannis o una Pelagia que escriban una historia decente de la misma. Gran parte de lo que he escrito se compone de información de segunda mano atemperada por leyendas y recuerdos brumosos, como la historia misma, al fin y al cabo. Dos cosas más:

En primer lugar, el hecho de que la división Acqui se condujera aceptablemente en Jonia no disminuye en modo alguno los horrores perpetrados en otras partes por las fuerzas armadas italianas.

En segundo lugar, viene siendo tradición entre cierta clase de intelectuales incoherentes sostener que los comunistas griegos fueron héroes románticos injustamente reprimidos por los imperialistas británicos a fin de restaurar la monarquía en contra de la voluntad popular. Por muy agradable que sea crear ilusiones o mitos que armonicen con nuestros propios prejuicios políticos, resulta imposible creer en éste dado el escasísimo conocimiento de las fuentes originales. No he podido por menos que concluir que, cuando no fueron absolutamente inútiles, pérfidos y parasitarios, fueron inenarrablemente bárbaros. Ahora que la guerra fría ha terminado, no existen ya intereses creados para pretender lo contrario. Hasta el propio Tito los abandonó al final, al parecer asqueado, aun cuando los comunistas habían aprendido sus tácticas de él y de los nazis, tácticas idénticas a las que Tito había empleado con tanto éxito como cinismo contra sus compatriotas y contra los desdichados soldados italianos que fueron de buena fe a luchar por él. Quienes deseen saber qué ocurrió en la guerra civil griega solamente necesitan saber lo que pasaba en Yugoslavia en el momento de escribir esto, salvo que en el primer caso los británicos hicieron lo correcto, que no lo más sensato, y contribuyeron a poner fin a la contienda.

AGRADECIMIENTOS

Gracias en especial a Anne y Arturo Grant, a Iannis Stamiris (el novelista), a Alexandros Rallis de la embajada griega en Londres, a Helen Cosmetatos del Museo de Historia Corgialenios, de Argostolion, a Giovanni Camisa y al personal de la biblioteca pública Earlsfield de Londres. Ninguno de ellos es responsable en modo alguno de la interpretación que he hecho de la información que me proporcionaron.