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Según Dante, los que son como yo estamos confinados en el tercer anillo del séptimo círculo del infierno inferior, en la improbable compañía de los usureros. Me concede un desierto de espíritus desnudos flagelados por centellas, me hace dar vueltas en círculo fútil y eternamente, buscando a aquellos cuyos cuerpos he mancillado. Ya lo ven: he sido empujado a buscar en todas partes sólo para ver si se me mencionaba. No se me menciona casi en ninguna parte, pero allí donde salgo es para verme condenado. Y lo más extraordinario, señores médicos y curas, es que Dante se apiadaba de nosotros y Dios, en cambio, no. Decía Dante: «Me desconsuela sólo pensar en ellos.» Y Dante tenía razón, siempre he corrido en círculos, inútilmente, buscando la tibieza de los cuerpos, desdeñado por el mismo Dios que me creó, y mi vida entera ha sido un desierto y una lluvia de centellas.

Sí, he leído todo lo leíble en busca de pruebas de mi existencia, de que soy una posibilidad. ¿Y sabéis dónde descubrí por fin que yo era, en otro mundo ya desaparecido, bello y real? En los escritos de un griego.

Qué ironía. Soy un soldado italiano que oprime al único pueblo cuyos antepasados concedieron a los de mi clase el derecho a encarnar la más perfecta forma de amor.

Me alisté en el ejército porque sus hombres son jóvenes y hermosos, eso lo reconozco. Y también porque la idea me vino de Platón. Probablemente soy el único soldado en la historia que ha tomado las armas por culpa de un filósofo. Verán, yo buscaba una vocación en la que mi dolencia pudiera resultar de alguna utilidad, pero ignoraba el amor de Aquiles y Patroclo y demás antiguallas helénicas. Resumiendo, leí El simposio y me enteré de que según Aristófanes había tres sexos: los hombres y las mujeres que se amaban entre sí, los hombres que amaban a hombres y las mujeres que amaban a mujeres. La idea de ser un sexo diferente no sólo encajaba sino que surgió como una revelación. Y luego Fedro, cuando explica que «si hubiera alguna forma de lograr que un Estado o un ejército pudiera componerse de amantes y de amados, ellos serían los mejores gobernantes de su propia ciudad, se abstendrían de cualquier infamia y rivalizarían unos con otros en honestidad; y cuando lucharan en el mismo bando, aunque fueran tan sólo un puñado, conquistarían el mundo. Pues ¿qué amante desertaría de su puesto o abandonaría las armas ante la mirada de su amado? Estaría dispuesto a morir mil veces antes de soportarlo. ¿Y quién abandonaría a su amado o le fallaría en la hora del peligro? El mayor cobarde del mundo se convertiría en un héroe genial a la altura de los más valerosos, el Amor sería su inspiración. Ese valor que, como dice Homero, el dios insufla en el alma de los héroes, lo infunde el Amor por su propia naturaleza en el amante. El Amor le dará la osadía de morir por su persona amada: el Amor y sólo él.»

Yo sabía que en el ejército encontraría alguien a quien querer, aunque fuera sin tocar, y que ese amor me dignificaría. No abandonaría a mi amado en la batalla, él me convertiría en un héroe genial. Tendría a alguien a quien impresionar, alguien cuya admiración me daría eso que no puedo darme a mí mismo; estima y honor. Me atrevería a morir por él, y si yo caía muerto sabría que era una escoria que alguna alquimia inescrutable había transmutado en oro.

La idea era extravagante, romántica y poco plausible, y lo raro es que funcionó. Pero al final me causó una pena infinita.

5. EL HOMBRE QUE DIJO «NO»

El primer ministro Metaxas se dejó caer tristemente en su butaca favorita de Villa Kifisia y reflexionó amargamente sobre los dos problemas imponderables de su vida: «¿Qué voy a hacer con Mussolini?» y «¿Qué voy a hacer con Lulu?». Sería difícil decidir cuál de los dos le causaba mayor congoja y azoramiento, pues ambos eran, a partes desiguales, personales y políticos. Metaxas cogió su diario y escribió: «Esta mañana he intentado llegar a un acuerdo con Lulu. Hasta cierto momento la cosa fue bastante bien, pero luego empezamos a discutir otra vez. Es que ella no me comprende. Sé muy bien quién es el que la está incitando y defraudando a la vez. Incluso olvidé acudir a mi entrevista con el ministro británico. Estuve con Lulu hasta el mediodía. Me sabe muy mal por ella. Es una muchacha tan trágica… Lulu, Lulu, hija mía del alma. Acabamos abrazándonos y llorando juntos por nuestros destinos.»

Con Lulu nunca sabía a qué atenerse; al parecer, Atenas era un hervidero de leyendas sobre ella, tanto o más improbables que las que se contaban de Zeus en tiempos antiguos. Había lo del agente de policía que había perdido los pantalones y la gorra, posteriormente halladas en lo alto de una farola. Había lo del joven del Bugatti y los turbulentos viajes a El Pireo, y luego eso de que ella jugaba a las «sardinas», un juego inglés parecido al escondite en el que buscadores y escondidos debían meterse bien apretados en el mismo sitio; por lo visto, habían encontrado a Lulu inextricablemente entrelazada con un joven dentro de un armario. Se decía que fumaba opio y que cogía unas borracheras devastadoras. La chica conocía todos aquellos disolutos bailes americanos como el tango (tan poco elegante, vulgar, presuntamente salido de los burdeles de Buenos Aires) el fox-trot, la samba y otros bailes con nombres estúpidos e intraducibles, como el jitterbug, que consistía en palmearse frenéticamente las piernas. Todo ello apestaba a indecencia e intemperancia. La gente joven era muy impresionable, muy propensa a las modas de civilizaciones inmaduras como la americana, muy remisa a la disciplina y la dignidad que acompaña a un sentido natural del amour propre. ¿Qué podía hacer uno? Ella siempre lo negaba todo, o peor aún, desdeñaba la inquietud de él con una risa y un gesto de la mano. Dios sabe que sólo se es joven una vez, pero en su caso eso ocurría demasiado a menudo.

Y encima desaprobaba y rebatía en público su programa político. Era como el beso de judas. Esto era lo que más le dolía, la exhibición de deslealtad filial. Ella decía que le quería. Efectivamente, él sabía que era así, pero entonces ¿por qué ridiculizaba su Organización Nacional de juventudes? ¿Por qué reía los chistes a costa de su corta estatura? ¿Por qué era tan condenadamente individualista? ¿No se daba cuenta de que ser una especie de playboy femenino ponía en cuestión todo aquello que él deseaba para Grecia? ¿Cómo iba él a censurar a los plutócratas cuando su propia hija se asociaba y retozaba con los peores? ¿Cómo podía él ensalzar la disciplina y el autosacrificio?

A Dios gracias mantenía a la prensa bien amordazada, porque no había periodista que no tuviera su chisme favorito sobre Lulu. Afortunadamente sus ministros eran lo bastante discretos para no mencionarlo y afortunadamente él no había perdido aún el respeto por contagio. Pero eso no impedía que gente como Grazzi sonriese zalamera y preguntara: «¿Y cómo le va a su hija Lulu? Me he enterado de que es una criatura muy traviesa. ¡Ah, lo que hemos de sufrir los padres!» Sí, claro que oía las risitas y los cuchicheos; que dominaba toda Grecia pero no podía dominar a su propia hija. Parecía que hasta la policía secreta tenía reparos a la hora de informar de las andanzas de Lulu con todo detalle. Se decía que la gente que organizaba fiestas solía implorar a sus invitados: «No traigáis a Lulu.» Costaba soportar tanta pena y tanta vergüenza.

Fuera, la tranquilidad de los pinos y el blanco fulgor de los proyectores conspiraban para exacerbar su sensación de haberse convertido en prisionero en su propia residencia; había cumplido con los requisitos de la tragedia clásica al crear las circunstancias de la caída en su propia trampa. Toda Grecia se había reducido a aquella modesta villa seudobizantina y su mobiliario burgués, por la sencilla razón de que él tenía en sus manos el destino y el honor de su querido país. Se miró las manos y contempló el hecho de que fueran pequeñas, como todo él. Por un instante deseó haberse retirado con una pensión de coronel al tranquilo anonimato de algún lugar apartado donde vivir y morir libre de culpa.