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– ¡Vamos a tener que matarlos si no siguen adelante!

Entre las piernas de los gandules alcanzó a ver el cuerpo encogido del niño, vislumbró su rostro crispado y los ojos firmemente cerrados. Las palabras le surgieron sin pensarlas.

– Si los matáis no podréis… podremos -se corrigió al instante- convertirlos a la verdadera fe.

Los cuatro moriscos se volvieron al tiempo. Todos le superaban en varios años.

– ¿Quién eres tú para decir nada?

– ¿Quiénes sois vosotros para matarlos? -se enfrentó Hernando.

– Ocúpate de tus mulas, muchacho…

Hernando le interrumpió y escupió al suelo.

– ¿Por qué no le preguntáis a él qué es lo que debéis hacer? -añadió señalando la ancha espalda del Partal, que se alejaba por delante-. ¿Acaso no los habría matado ya en Alcútar si ése hubiera sido su deseo?

Los cuatro jóvenes intercambiaron miradas y finalmente decidieron seguir el camino, no sin antes propinar otro par de puntapiés al niño. Con la ayuda de la chica, Hernando lo apartó del sendero y arreó a las mulas en espera de la Vieja. Sostenido por las axilas, colgando entre Hernando y la del pelo pajizo, el niño boqueaba en busca de aire. Ubaid observaba la escena sin decir nada. Sus ojos parecían sopesar la situación. El hijastro de Brahim tenía más arrestos de los que había deducido a simple vista… En ese momento Hernando ayudaba a la chiquilla a montar al niño sobre la Vieja.

– ¿Por qué lo has hecho? -le preguntó él-. Podrían haberte matado.

– Es mi hermano -contestó ella, con el rostro arrasado en lágrimas-. Mi único hermano. Es bueno -añadió luego como si reclamase clemencia.

Se llamaba Isabel, le dijo después, mientras andaba junto a la Vieja, sosteniendo a su hermano, Gonzalico. Charlaron poco, pero lo suficiente para que Hernando percibiese el inmenso cariño que se profesaban.

La situación de Cuxurio de Bérchules era similar a la de todos los pueblos de las Alpujarras sublevados: la iglesia saqueada y profanada, los moriscos de fiesta y los cristianos del lugar cautivos. Allí les esperaba otra partida de monfíes a las órdenes de Lope el Seniz. Los monfíes decidieron conceder una oportunidad más a los cristianos, pero en esta ocasión, vistos los escasos resultados de Alcútar, dieron instrucciones a quienes ejercían de alfaquí es de que los amenazasen con maltratar, vejar y matar a sus mujeres si no se convertían al islam.

– Es como un pequeño alfaquí -quiso jactarse Brahim frente al Partal y al Seniz al ver aparecer la curiosa estampa que formaban su hijastro y la Vieja con el niño a horcajadas e Isabel a su lado-. ¿Conocéis a Hamid de Juviles? -Ambos asintieron. ¿Quién no sabía del cojo Hamid en las Alpujarras?-. Es su protegido. Le ha instruido en la verdadera fe.

El Partal entrecerró los ojos para observar la llegada de Hernando, la mula y el niño. «La conversión de un niño tan pequeño -pensó- podría minar más la resistencia de aquellos obstinados cristianos que cualquier amenaza.»

– Acércate -ordenó a Hernando-. Si es cierto lo que asegura tu padrastro, esta noche te quedarás con el pequeño cristiano y conseguirás que reniegue de su fe.

Pero mientras los moriscos sublevados se concentraban en la conversión forzosa de los cristianos, la revuelta de las Alpujarras vivía su primer revés importante. Esa misma noche de Navidad ni los moriscos de Granada ni los de su vega se sumaron al levantamiento. Farax, el rico tintorero líder de la revuelta, entró en el Albaicín al mando de ciento ochenta monfíes a los que disfrazó a modo de turcos para simular el desembarco de tropas de refuerzo y así recorrer el barrio morisco granadino llamando a gritos a la rebelión. Mientras monfíes y moriscos recorrían las sinuosas callejuelas del barrio musulmán, las escasas tropas cristianas permanecieron acuarteladas en la Alhambra. Sin embargo, las puertas y las ventanas de las casas moriscas también permanecieron cerradas.

– ¿Cuántos sois? -se oyó preguntar a través del resquicio de una de ellas.

– Seis mil -mintió Farax.

– Sois pocos y venís presto.

Y la ventana se cerró.

6

Gonzalico empezó a temblar nada más verse obligado a devolver las mantas con las que se había cubierto durante la noche.

– ¿Ha renegado? -le preguntó a Hernando un monfí de los del Seniz, al amanecer del día siguiente.

Hernando y Gonzalico habían hablado alrededor de un fuego, en el campo donde descansaban las mulas, y la pregunta del monfí los sorprendió sentados y en silencio, con la mirada fija en los rescoldos de la hoguera. ¿Renegar?, estuvo tentado de replicar el joven morisco. Se había afianzado en su fe con voz de niño y tesón de hombre. ¡Había rezado a su Dios! ¡Había encomendado su alma al Señor de los cristianos!

Negó cabizbajo. El monfí levantó a Gonzalico sin contemplaciones agarrándolo de un brazo. Hernando sólo vio trastabillar sus pies descalzos alejándose en dirección al pueblo. ¿Debía ir tras ellos? ¿Y si al final renegaba? Levantó la mirada de las brasas que se consumían. «¡Como la vida de Gonzalico!» Pero él no llegaría a tener tiempo de arder con la fuerza y la pasión con que lo habían hecho los troncos durante la noche. ¡Sólo era un niño! Vio trotar a Gonzalico para mantener el paso del monfí, cojeando aquí al pisar una piedra o cayendo allá y ser arrastrado unos pasos. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se levantó para seguirlos.

– Vuestros reyes nos obligaron a renunciar a nuestra fe -le había explicado Hernando en un momento de la noche-. Y lo hicimos. Nos bautizaron a todos. -Gonzalico no apartaba de él sus inmensos ojos pardos-. Ahora que vamos a reinar nosotros…

– Nunca reinaréis en los cielos -le interrumpió el pequeño.

– Si así fuese -recordaba haberle contestado sin querer entrar en la discusión que le planteaba-, ¿qué puede importarte renunciar aquí en la tierra?

El niño se sobresaltó.

– ¿Renegar de Cristo? -preguntó con un hilillo de voz.

¿Acaso eran necios aquellos cristianos? Entonces le habló de la fatwa dictada por el muftí de Oran cuando se produjo la conversión forzosa de los musulmanes españoles:

– Y si os forzaran a beber el vino, pues bebedlo, no con voluntad de hacer vicio de él -recitó tras explicarle el sentido del dictamen de aquel jurisconsulto a sus hermanos de al-Andalus, al que todos los moriscos se habían aferrado-, y si os forzaran sobre comer el puerco, comedlo denegantes a él y certificantes de ser vedado. Eso significa que si te obligan por la fuerza -trató de convencerlo al poner fin a la fatwa-, en realidad no estás renegando… siempre que cumplas con tu Dios.

– Reconoces tu herejía -insistió Gonzalico.

Con un suspiro, Hernando desvió su atención hacia la Vieja, siempre cerca de él. La mula dormitaba en pie.

– Te matarán -sentenció al cabo de un rato.

– Moriré por Cristo -exclamó el niño con un estremecimiento que ni la oscuridad ni la manta pudieron ocultar.

Ambos guardaron silencio. Hernando escuchaba el llanto sofocado de Gonzalico, acurrucado en la manta. «Moriré por Cristo.» ¡No era más que un niño! Buscó otra manta con la que taparlo y aun sabiéndolo despierto, se acercó a su lado.

– Gracias -sorbió Gonzalico.

¿Gracias?, se repetía sorprendido en el momento en que por entre las mantas, notó cómo el niño buscaba su mano y se aferraba a ella. Le permitió hacerlo y los sollozos fueron disminuyendo hasta llegar a convertirse en una respiración acompasada. Durante lo que restaba de la noche permaneció junto al niño mientras dormía, sin atreverse a soltarse de su mano por no despertarle.

Habían despertado antes de que llegara el monfí del Seniz. Gonzalico le sonrió. Hernando observó su sonrisa infantil y trató de responderle de igual forma, pero su intento se quedó en una mueca. ¿Cómo podía sonreír Gonzalico? «Sólo es un niño inocente», se dijo. La noche, la discusión, el peligro, los varios dioses, todo había quedado atrás, y ahora respondía como el niño que era. ¿Acaso no era un nuevo día? ¿Acaso no volvía a brillar el sol como siempre? Hernando no se había atrevido a insistir en la apostasía y, esta vez sí, le había sonreído abiertamente. No tenían nada que comer.