– Ya comeremos después -aceptó Gonzalico con voz aniñada.
¡Después! Hernando se obligó a asentir.
Ninguno de los cristianos cautivos había apostatado. «Moriré por Cristo.» El compromiso tornó al recuerdo de Hernando, ya en el centro de Cuxurio, al ver cómo el monfí lanzaba al niño contra el numeroso grupo de cristianos que se apiñaban, todos desnudos, junto a la iglesia. Los «yu-yús» de las moriscas se entremezclaban con los llantos de las cristianas, obligadas a contemplar a sus padres, maridos, hermanos o hijos, desde una cierta distancia. Si alguna bajaba la vista o cerraba los ojos, era inmediatamente apaleada hasta que volvía a clavarlos en los hombres. Allí estaban todos los cristianos de Alcútar, Narila y Cuxurio de Bérchules; más de ochenta hombres y niños de diez años para arriba. El Seniz y el Partal gritaban y gesticulaban frente al alfaquí que había permanecido con los cristianos durante esa noche. El Seniz fue el primero: sin mediar palabra se dirigió hacia los cristianos. En pie ante ellos, encendió una mecha de su viejo arcabuz con incrustaciones doradas y la fijó en el serpentín.
El silencio se hizo en el pueblo; las miradas estaban fijas en aquella trenza de lino empapada en salitre que chisporroteaba lentamente.
El Seniz apoyó la culata del arma en el suelo, introdujo la pólvora en el cañón; metió un taco de trapo para atacar el conjunto a golpes de baqueta. El monfí no miraba más que a su arcabuz. Luego introdujo una pelota de plomo y volvió a atacar el cañón con la baqueta. Entonces alzó el arma y apuntó.
Un alarido surgió del grupo de cristianas. Una mujer cayó de rodillas, con los dedos de las manos entrelazados, suplicantes, y un morisco le tiró del cabello hasta obligarla a levantar la vista. El Seniz ni siquiera giró el rostro y cebó con pólvora fina la cazoleta. Luego, sin más preámbulo, disparó al pecho de un cristiano.
– ¡Alá es grande! -gritó. El eco del disparo aún retumbaba en el aire-. ¡Matadlos! ¡Matadlos a todos!
Monfíes, gandules y hombres llanos se abalanzaron sobre los cristianos con arcabuces, lanzas, espadas, dagas o simples aperos de labranza. El griterío volvió a ensordecer Cuxurio. Las cristianas, retenidas por las moriscas y un grupo de gandules, fueron obligadas a presenciar la matanza. Desnudos, rodeados por una turba enloquecida, sus hombres nada podían hacer para defenderse. Algunos se arrodillaron santiguándose, otros trataron de proteger a sus hijos entre sus brazos. Hernando contemplaba la escena junto al grupo de las cristianas. Una enorme morisca puso en su mano una daga y le empujó para que se sumase a la carnicería. La hoja del arma destelló en su palma y la mujer volvió a empujarle. Hernando se adelantó hacia los cristianos. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a matar a alguien? A medio camino, Isabel, la hermana de Gonzalico, escapó del grupo, corrió hacia él y le agarró de la mano.
– Sálvalo -suplicó.
¿Salvarlo? ¡Tenía que ir a matarlo! La enorme morisca estaba pendiente de él y…
Agarró a Isabel de un brazo, se colocó a su espalda y amenazándola con la daga en el cuello, la obligó a presenciar la matanza igual que otros hombres hacían con el resto de las mujeres. La morisca pareció satisfecha con eso.
– Sálvalo -escuchó que le repetía Isabel entre sollozos, sin hacer nada por escapar.
Sus ruegos le laceraban el pecho.
La obligó a mirar y, por encima de ella, él también lo hizo: Ubaid se dirigía a Gonzalico. Por un instante, el arriero se volvió hacia donde se encontraban Hernando e Isabel para después agarrar del cabello al niño y torcerle la cabeza hasta que éste le presentó la garganta. La criatura no se opuso. Lo degolló de un solo tajo, acallando la oración que surgía de sus labios. Isabel detuvo sus súplicas y su respiración, igual que Hernando. Ubaid dejó caer el cadáver hacia delante y se arrodilló para hincarle la daga en la espalda y rebuscar en su interior hasta alcanzar el corazón. Extrajo el corazón sanguinolento de Gonzalico y lo alzó con un aullido triunfal. Luego se dirigió hacia donde estaban ellos y lo arrojó a sus pies.
Hernando ya no ejercía fuerza alguna sobre la niña y sin embargo ésta permanecía pegada a él. Ninguno de los dos bajó la vista al corazón. La matanza continuaba, y Ubaid volvió a sumarse a ella: al beneficiado Montoya le vaciaron un ojo con un puñal antes de ensañarse con él a cuchilladas; a otros dos sacerdotes los martirizaron disparándoles una saeta tras otra hasta que en sus cuerpos ya no cupieron más flechas; otros fueron lentamente descuartizados antes de morir. Un hombre se ensañaba con una azada en lo que ya no era más que una masa sanguinolenta irreconocible, pero él seguía golpeando y golpeando. Un morisco se acercó al grupo de cristianas con una cabeza clavada en una pica y bailó acercándola a sus rostros. Al fin, los gritos fueron tornándose en cánticos que festejaban el salvaje fin de los cristianos. «Moriré por Cristo.» Hernando fijó la mirada en el cadáver destrozado de Gonzalico: su cuerpo era uno más de los que se amontonaban junto a la iglesia en un inmenso charco de sangre. Con gran esfuerzo, el joven reprimió las lágrimas. Algunos monfíes andaban por encima de los cadáveres en busca de moribundos a quienes rematar; la mayoría reía y charlaba. Alguien hizo sonar una dulzaina, y hombres y mujeres empezaron a danzar. Nadie vigilaba ya a las cristianas sometidas. La misma enorme morisca que le había entregado la daga, le arrebató a Isabel y la empujó con el resto. Luego le exigió que le devolviera el arma.
Hernando continuó con la daga en la mano, sus ojos azules parecían incapaces de desviarse del montón de cadáveres.
– Dame la daga -le apremió la mujer.
El muchacho no se movió.
La mujer le zarandeó.
– ¡La daga! -Hernando se la entregó maquinalmente-. ¿Cómo te llamas?
La mujer sólo obtuvo un balbuceo por contestación y volvió a zarandearlo.
– ¿Cómo te llamas?
– Hamid -contestó Hernando, volviendo en sí-. Ibn Hamid.
El mismo día de la matanza de Cuxurio de Bérchules, el Seniz, el Partal y sus monfíes recibieron órdenes de Farax, el tintorero del Albaicín de Granada y cabecilla de la revuelta, de acudir con el botín y las cautivas cristianas al castillo de Juviles. El día de Navidad, en Béznar, un pueblo situado en la entrada occidental de las Alpujarras, los moriscos proclamaron rey de Granada y de Córdoba a don Fernando de Válor.
El nuevo rey descendía, al igual que Hamid, de la nobleza musulmana granadina; si bien, y a diferencia del alfaquí de Juviles, sostenía que su linaje entroncaba con los califas cordobeses de la dinastía de los Omeyas. Su familia, al contrario que la de Hamid, se había integrado con los cristianos tras la toma de Granada. Su padre alcanzó el grado de caballero veinticuatro de la ciudad -formando parte del grupo de nobles que dominaban y regían el cabildo-, pero fue condenado a galeras por un crimen. La veinticuatría la heredó su hijo, que también fue encausado por asesinar a quien denunció a su padre, así como a varios testigos del crimen. Entonces, don Fernando de Válor vendió su veinticuatría a otro morisco que había salido como fiador suyo en el proceso criminal; pero éste, que no confiaba demasiado en la palabra de don Fernando y temía perder la fianza, lo arregló para que en el momento del pago por la compra del cargo las autoridades embargasen también el dinero del precio de la compra. El 24 de diciembre de 1568, informado de la revuelta que agitaba las Alpujarras, don Fernando de Válor y de Córdoba se fugó de Granada sin veinticuatría y sin dineros, con una amante y un esclavo negro por toda compañía, para unirse a quienes, según él, constituían su verdadero pueblo.