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El rey de Granada y de Córdoba tenía veintidós años y una piel morena verdinegra; era un hombre cejijunto y de grandes ojos negros. Gentil y distinguido, contaba con el aprecio y respeto de todos los moriscos, tanto por su cargo en Granada como por la sangre real que acreditaba. Con el apoyo de su familia, los Valoris, fue nombrado rey en Béznar, bajo un olivo y en presencia de multitud de moriscos, a pesar de la violenta oposición de Farax, que reclamaba la corona para él y a quien acalló nombrándole alguacil mayor. Al final, el tintorero besó la tierra que pisaba el nuevo rey después de que éste, vestido de púrpura, rezara sobre cuatro banderas extendidas a los cuatro puntos cardinales y jurara morir en su reino y en la ley y fe de Mahoma. Don Fernando fue investido rey con una corona de plata robada a la imagen de una Virgen y recibió el nombre de Muhammad ibn Umayya, que los cristianos transformaron en Aben Humeya, entre los vítores de todos los presentes.

7

La primera disposición adoptada por Aben Humeya fue la de enviar a Farax a recorrer las Alpujarras al mando de un ejército compuesto por trescientos curtidos monfíes, para recoger todo el botín capturado a fin de trocarlo a los berberiscos por armas, razón por la cual Hernando volvía a arrear su recua de mulas cargadas, desde Cuxurio al castillo de Juviles. Sus relaciones con Ubaid se habían vuelto más tensas: Hernando no conseguía borrar de su memoria el semblante salvaje que le había mostrado el arriero, y no dejaba de dar vueltas a sus comentarios sobre la posible pérdida accidental de parte del botín.

– Tengo que vigilar a la Vieja. Siempre se retrasa -le dijo a Ubaid para cerrar la marcha. Prefería no tenerlo a sus espaldas.

– Una mula vieja come igual que una joven -le espetó éste-. Mátala. -Hernando no contestó-. ¿Acaso quieres que también lo haga yo? -añadió el arriero al tiempo que llevaba la mano a la daga que le colgaba del cinto.

– Esta mula conoce los caminos de las Alpujarras mejor que tú -se le escapó al muchacho.

Ambos se miraron; los ojos de Ubaid rezumaban odio. Entre dientes, el arriero de Narila murmuraba algo cuando un grito de Brahim le hizo volver la cabeza. El grupo de cautivas cristianas se marchaba ya, y las mulas todavía no se movían tras las mujeres. Ubaid frunció el entrecejo, contestó con otro grito a Brahim y se sumó a la comitiva, no sin antes atravesar con la mirada a Hernando.

Fue en ese momento cuando Ubaid decidió que debía deshacerse de aquel muchacho: representaba a Brahim, el arriero de Juviles con el que había tenido mil problemas en los caminos de las Alpujarras… como con la mayoría de los otros arrieros. El oro y las riquezas que transportaban en las recuas había excitado la ambición del de Narila. ¿Quién iba a enterarse si faltaba algo? Nadie llevaba el control de lo que cargaban en los animales. Sí, la lucha de su pueblo era importante, pero algún día terminaría y entonces… ¿seguiría siendo un vulgar arriero obligado a recorrer las sierras nevadas para ganar una miseria? Ubaid no estaba dispuesto a ello. En nada peligraría la victoria de los suyos porque su tesoro se viera algo mermado. Había intentado recabar la ayuda de Hernando, ganarse su amistad apelando a las malas relaciones que ambos tenían con Brahim, pero aquel necio no le había seguido el juego. ¡Bien! ¡Peor para él! Ése era el momento, en los inicios del levantamiento, con la gente desorganizada. Después… después quién sabía cuántos arrieros se sumarían o qué disposiciones adoptaría el nuevo rey. Además, le constaba que nadie, ni siquiera su padrastro, iba a echar mucho de menos a ese muchacho al que trataban de nazareno.

Ubaid conocía bien aquella ruta. Eligió el recodo de un estrecho y sinuoso camino que discurría por la pared de una de las sierras. Los salientes de cada revuelta del camino impedían ver a quienes iban por delante o por detrás a más allá de unos pocos pasos de distancia; nadie podía volver atrás dada la estrechez de la cortada; nadie podía sorprenderle. Las mulas cerraban la marcha y por detrás de ellas, tras la Vieja, iba Hernando. Sería sencillo: se apostaría tras el recodo, cortaría el cuello del muchacho en cuanto éste pasase, lo montaría en una mula bien cargada, y escondería cadáver y animal en una cueva de aquel mismo tramo, sin detener la marcha siquiera. Todos pensarían que Hernando había huido con parte del botín. La culpa sería de Brahim por haber confiado en un nazareno bastardo; él sólo tendría que regresar por la noche y esconder bien su parte del botín hasta que llegase el final de la guerra.

Así lo hizo. Arreó a sus animales para que continuasen la marcha, cosa que hicieron acostumbrados como estaban a aquellos caminos. Empuñó su cuchillo y lo alzó cuando las primeras mulas de la recua de Hernando doblaron el recodo. Las fue contando; eran doce. Las mulas le rozaban y Ubaid las azuzaba en silencio con la mano libre para que continuaran. La undécima superó el recodo y Ubaid se irguió en tensión; el muchacho tenía que ser el siguiente, después de que pasara el último animal. Pero la Vieja se detuvo. Hernando la arreó con la voz, pero el animal se negó con tozudez: presentía la presencia de una persona tras la revuelta.

– ¿Qué sucede, Vieja? -preguntó empezando a superarla para ver qué…

Hernando se acercó todavía más al recodo y la Vieja reculó, como si quisiera impedir que su dueño la superase. El muchacho se detuvo en seco. No transcurrió ni un instante antes de que Ubaid apareciese en el camino, amenazando con el cuchillo; las mulas se alejaban y tenía que rematar su plan. Hernando, detrás de la Vieja, hizo ademán de huir pero rectificó y cogió un gran candelabro de plata maciza de cinco brazos que sobresalía de una de las alforjas.

Los dos se retaron, con la Vieja de por medio. Hernando, con la espalda empapada en un sudor más frío que el de la temperatura de la sierra, intentaba controlar el temblor de sus manos, de todo su cuerpo, mientras apuntaba con el largo candelabro hacia el arriero de Narila. Un escabroso barranco, insondable, se abría a su costado derecho. Ubaid miró al abismo: un golpe con aquel candelabro…

– ¡Atrévete! -le desafió Hernando con un chillido nervioso.

El arriero de Narila sopesó la situación y guardó el puñal en el cinto.

– Creí que te perseguían los cristianos -se excusó con cinismo antes de darle la espalda.

Hernando ni siquiera volvió la cabeza. Le costó volver a colocar el candelabro en la alforja; de repente se dio cuenta de su peso. Temblaba, mucho más de lo que lo había hecho al enfrentarse con Ubaid, y casi no podía controlar sus manos. Al final se apoyó en la grupa de la Vieja y le palmeó el anca agradecido. Continuó el camino, asegurándose de que la mula superaba cada uno de los recodos antes que él.

Jaleados por la chiquillería que salió a recibirles, ascendieron la empinada cuesta que llevaba al castillo de Juviles bien entrada la tarde del día de San Esteban. Hernando no perdía de vista a Ubaid, que iba por delante de él. A medida que se acercaban, percibieron la música y los aromas de las comidas que se preparaban en su interior. Tras las semiderruidas murallas del fuerte los esperaban las mujeres y los ancianos de Cádiar, así como muchas otras gentes de diferentes lugares de las Alpujarras, principalmente mujeres, niños y ancianos, que acudían en busca de refugio, ya que sus padres o esposos se habían sumado al levantamiento. En el interior del amplio recinto, jalonado por nueve torres defensivas -algunas destruidas, otras todavía irguiéndose con arrogancia sobre el abismo-, se abigarraban como en un bazar decenas de tiendas y chozas hechas con ramas y telas, que guardaban las pertenencias de cada familia. Las hogueras relumbraban en cualquier espacio que se abriese entre las tiendas; los animales se mezclaban con niños y ancianos, mientras las mujeres, ataviadas con coloreados trajes moriscos, se dedicaban a cocinar. La algarabía y los aromas lograron que Hernando se relajase: no se trataba de las ollas o pucheros con verduras y tocino que comían los cristianos; el aceite quemaba por doquier. Desfilaron junto a las tiendas entre la ovación general, y una mujer le ofreció un dulce de almendra y miel, otra un buñuelo y una tercera una sabrosa y trabajada confitura recubierta de alcorza. Aquí y allá, por grupos, sonaban panderos, gaitas y atabales, dulzainas y rabeles. Mordió la alcorza y en su boca se mezclaron los sabores del azúcar, el almidón y el almizcle, del ámbar, del coral rojo y las perlas, del corazón de ciervo y del agua de azahar; luego, entre fuegos y mujeres, cantos y bailes, aspiró el aroma del cordero, la liebre y el venado, y de las hierbas con las que los cocinaban: el cilantro, la hierbabuena, el tomillo y la canela, el anís, el eneldo y mil más de ellas. Las recuas de mulas cruzaron con dificultad el fuerte hasta uno de sus extremos, donde se asentaban los restos de la antigua alcazaba y se hallaba depositado el botín hecho en Cádiar. Las cautivas cristianas recién llegadas fueron asaltadas por las moriscas, quienes las despojaron de sus escasas pertenencias antes de ponerlas a trabajar.