– ¡Venga! -Le espetó su madre desde dentro de la casa-. Hay mucho que hacer y es tarde.
Desaparejó los animales, les echó cebada en el pesebre y Aisha le llevó una buena ración de migas de pan, huevos y una naranjada. Mulas y mulero comieron en silencio. Aisha, sentada al lado de su hijo, le acariciaba el cabello con dulzura mientras escuchaba el relato de lo acontecido desde su partida de Juviles. Le besó en la cabeza al escucharle contar, con la voz embargada por el llanto, la muerte de Gonzalico.
– Tuvo su oportunidad -trató de consolarle-. Tú se la diste. Esto es una guerra. Una guerra contra los cristianos: todos la sufriremos, no te quepa duda.
Hernando terminó de cenar y su madre se retiró. Entonces él se dedicó a curar a las mulas. Las inspeccionó: ya saciadas, todas, incluso las nuevas, descansaban con el cuello colgando y las orejas gachas. Por un momento cerró los ojos, vencido por el cansancio, pero se obligó a levantarse; Brahim podía mandarle llamar en cualquier momento. Herró a aquella que lo necesitaba. En la noche, el martilleo resonó por cañadas y barrancos mientras rectificaba la herradura de hierro dulce sobre el yunque para lograr darle la forma casi cuadrangular propia de los berberiscos. Brahim insistía en continuar con la técnica árabe, renegando de las herraduras semicirculares de los cristianos. Y Hernando estaba de acuerdo con éclass="underline" el reborde saliente que quedaba en las herraduras debido a las características de los clavos que utilizaban permitía a las caballerías andar con seguridad por caminos escarpados. Luego, una vez herrada la mula y al contrario de como lo hacían los cristianos, cortó la parte del casco que sobresalía de la herradura. Terminó de herrar, comprobó los cascos de todas las demás mulas, y al final se volcó en curar las mataduras de la que había señalado en el castillo. Le había pedido a su madre que encendiera el fuego antes de retirarse. Entró en la casa sin preocuparse por sus cuatro hermanastros que dormían revueltos en la pequeña estancia que hacía las veces de cocina y comedor. Pronto recuperarían sus habitaciones del piso superior, junto a la de su madre y Brahim, cuando los casi dos mil capullos de seda que se agarraban a las andanas de zarzos dispuestas en las paredes fueran desembojados; mientras tanto, los capullos debían cosecharse en silencio y tranquilidad, y sus hermanastros se veían obligados a cederles sus habitaciones. Calentó agua y puso a cocer miel y euforbio, que dejó en el fuego mientras iba a masajear con el agua caliente la zona herida de la mula. Volvió al fuego y mejoró la cocción con sal envuelta en un paño. Cuando consideró que el remedio estaba listo, lo aplicó a la rozadura. Aquella mula no podría trabajar en algunos días por mucho que eso disgustara a Brahim. Contempló los animales con satisfacción, llenó sus pulmones del aire helado de la sierra y llevó su mirada hacia los perfiles de las montañas que rodeaban Juviles: todos contorneados en las sombras salvo el cerro del castillo, alumbrado por el fulgor de las hogueras de su interior. «¿Qué le habrá sucedido a Ubaid?», pensó, mientras se encaminaba al cobertizo para dormir lo poco que restaba de la noche.
8
A la mañana siguiente Hernando se levantó al alba. Hizo sus abluciones y atendió a la llamada de Hamid a la primera oración del día. Se inclinó dos veces y recitó el primer capítulo del Corán y la oración del conut antes de sentarse en tierra apoyando el costado derecho para continuar con la bendición y terminar entonando la paz. Sus hermanastros, también levantados, trataron de imitarle, balbuceando unas oraciones que no dominaban. Luego volvió a curar las mataduras de la mula y tras desayunar se encaminó a casa de Hamid. ¡Tenía tantas cosas que contarle! ¡Tantas preguntas que formularle! Los cristianos de Juviles todavía permanecían encerrados en la iglesia a pan y agua; Hamid insistía en procurar su conversión al islam. Sin embargo, al llegar a las cercanías de la iglesia, encontró a mujeres, niños y ancianos alborotados. Se unió a un grupo que se había reunido alrededor de los restos de la destrozada campana de la iglesia.
– Hamid conoce bien nuestras leyes -sostenía uno de los ancianos.
– Hace muchos años -musitó otro- que no se juzga a ningún musulmán conforme a nuestras leyes. En Ugíjar…
– ¡En Ugíjar nunca se nos ha hecho justicia! -le interrumpió el primero.
Un murmullo de asentimiento recorrió el grupo. Hernando observó a la gente del pueblo: a los ancianos, a los niños y a las mujeres que no habían participado en la revuelta y que ahora caminaban en dirección al castillo. Aisha iba entre ellos.
– ¿Qué sucede, madre? -le preguntó cuando llegó hasta ella.
– Tu padre ha llamado al castillo a Hamid -le contestó Aisha sin detenerse-. Van a juzgar a un arriero de Narila que ha robado una joya.
– ¿Qué le harán?
– Unos dicen que le azotarán. Otros que le cortarán la mano derecha y algunos que lo matarán. No sé, hijo. Hagan lo que hagan -escuchó que decía su madre sin dejar de andar-, se merece cualquier cosa. Tu padrastro siempre me hablaba de éclass="underline" hurtaba de las mercaderías que transportaba. Había tenido bastantes problemas y pleitos con moriscos, pero el alcalde mayor de Ugíjar siempre salía en su defensa. ¡Qué vergüenza! ¡Una cosa es robar a los cristianos, y otra a los de tu raza! Se cuenta que era amigo de…
Dejó de escuchar a su madre para revivir la discusión de su padrastro con el Partal y el posterior cruce de miradas que habían sostenido ambos arrieros tras la negativa de Brahim a saludarle. ¡Brahim era capaz de muchas cosas, pero nunca habría robado a un musulmán! Aisha siguió caminando; hablaba y gesticulaba junto a las demás mujeres, que asentían con parecidos aspavientos.
Hernando no continuó. No quería estar presente en el juicio. Seguro…, seguro que el arriero de Narila le echaba la culpa en público.
– Tengo que curar a las mulas -se excusó en el momento en que un grupo de niños le adelantó corriendo.
Un escalofrío surcó la piel del muchacho. ¡Matarlo…! ¿Y por qué no? ¿Acaso no había intentado hacerlo él? De no haber sido por la Vieja… ¿Acaso no le había amenazado con la muerte? ¿Y Gonzalico? Se había vengado cruelmente en el niño… aunque su actuación tampoco había sido más atroz que la de los demás moriscos. Apartó aquellos pensamientos de su mente. Hamid decidiría, sí: seguro que dictaba la sentencia acertada.
El juicio se inició tras la oración del mediodía y se prolongó durante toda la tarde. Ubaid negó haber hurtado la cruz, e incluso puso en duda la capacidad de Hamid para juzgarle.
– Cierto -reconoció el alfaquí, que sostenía en las manos la cruz encontrada entre las guarniciones de la mula-. No soy un alcall; ni siquiera, después de tantos años, puedo considerarme un alfaquí. ¿Prefieres que no te juzgue yo?
El arriero observó cómo algunos de los hombres que se congregaban en torno al juez llevaban la mano a sus dagas y espadas, y hacían ademán de adelantarse; sólo entonces reconoció la autoridad de Hamid. Ubaid no consiguió ningún testimonio a su favor: nadie contestó positivamente a las preguntas con que Hamid iniciaba sus interrogatorios.
– ¿Testimonias tú que el llamado Ubaid, arriero de Narila, es un hombre de derecho y que nada hay que decir de él, que realiza la profesión de fe y sus purificaciones y que es bueno en la ley de Muhammad, bueno en su tomar y bueno en su dar?
Todos alegaron los numerosos problemas que el arriero había tenido con sus hermanos en la fe. Incluso dos mujeres se adelantaron sin haber sido llamadas a testificar, y, como si quisieran apoyar las declaraciones de sus hombres, aseguraron haberle visto la noche anterior cometiendo adulterio.
Hamid hizo oídos sordos a las acusaciones que un desesperado Ubaid lanzaba contra Hernando, y sentenció que le cortasen la mano derecha por ladrón. Sin embargo, como el cargo de adulterio no había sido debidamente probado por cuatro testigos, también ordenó que las dos mujeres que habían testificado a ese respecto recibieran ochenta azotes, tal y como marcaba la ley musulmana.