Hernando y los componentes de su improvisada escuela presenciaron cómo los cristianos de Juviles abandonaban la iglesia desnudos, renqueantes, muchos enfermos, y con las manos atadas a la espalda, en dirección a un campo cercano. Arrastrando los pies junto al cura y al beneficiado, Andrés, el sacristán, volvió el rostro hacia Hernando, que estaba sentado en el mayor de los fragmentos de la campana. El joven mantuvo su mirada fija en él hasta que un morisco empujó violentamente al sacristán con la culata de un arcabuz. Hernando sintió parte del golpe en su propia espalda. «No es una mala persona», se dijo. Siempre se había portado bien con él… La gente se sumó a la comitiva y chillaba y bailaba alrededor de los cristianos. Los niños permanecieron en silencio hasta que el grito de uno de ellos los levantó a todos al mismo tiempo. Hernando los observó correr hacia el campo como si de una fiesta se tratara.
– No te quedes ahí -escuchó.
Se volvió para encontrarse con Hamid a sus espaldas.
– No me gusta verlos morir -se sinceró el muchacho-. ¿Por qué hay que matarlos? Hemos convivido…
– A mí tampoco, pero tenemos que ir. A nosotros nos obligaron a hacernos cristianos so pena de destierro, otra forma de morir lejos de tu tierra y tu familia. Ellos no han querido reconocer al único Dios; no han aprovechado la oportunidad que se les ha brindado. Han elegido morir. Vamos -le instó Hamid. Hernando dudó-. No te arriesgues, Ibn Hamid. El próximo podrías ser tú.
Los hombres acuchillaron al beneficiado y al sacerdote. Algo alejado, desde un pequeño bancal, Hernando se estremeció al ver a su madre dirigirse lentamente hacia don Martín, que agonizaba en el suelo. ¿Qué hacía? Sintió que Hamid le pasaba el brazo por los hombros. A gritos y empujones, las mujeres del pueblo obligaron a los hombres a apartarse de los clérigos. En silencio, casi con reverencia, un morisco puso un puñal en la mano de Aisha. Hernando la observó arrodillarse junto al sacerdote, alzar el arma por encima de su cabeza y clavarla con fuerza en su corazón. Los «yu-yús» estallaron de nuevo. Hamid apretó con fuerza el hombro del muchacho mientras su madre se ensañaba con el cadáver del sacerdote. Poco después el orondo cuerpo del clérigo aparecía convertido en una masa sanguinolenta, pero su madre, de rodillas, seguía clavando el cuchillo una y otra vez, como si con cada puñalada vengara parte del destino al que otro cura la había condenado. Entonces las mujeres se acercaron y la separaron del cadáver, alzándola por las axilas. Hernando alcanzó a ver su rostro desencajado, cubierto de sangre y lágrimas. Aisha se zafó de las mujeres, dejó caer el cuchillo, levantó ambos brazos al cielo y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
– ¡Alá es grande!
Luego los moriscos acabaron con dos cristianos más, los principales del pueblo, pero antes de que pudieran continuar con los que faltaban, entre los que se hallaba Andrés, el sacristán, se presentó el Zaguer, alguacil de Cádiar, con sus hombres y detuvo la matanza.
Hernando tan sólo intuyó las discusiones entre los soldados del Zaguer y los moriscos ávidos de sangre. Su atención se alternaba entre su madre, ahora sentada en el suelo, abrazada a las piernas y con la cabeza escondida entre las rodillas, toda ella temblorosa, y Andrés, el siguiente en la fila.
– Ve con ella -le dijo Hamid, empujándole por la espalda-. Lo ha hecho por ti, muchacho -añadió al notar su resistencia-. Ha sido por ti. Tu madre ha obtenido su venganza en uno de los hombres de Cristo, y parte de esa venganza también es tuya.
Sólo fue capaz de acercarse a su madre y permanecer en pie a su lado, a cierta distancia. El campo se despobló y algunos animales empezaron a aproximarse a los cuatro cadáveres que yacían en él. Hernando miraba a un par de perros que olisqueaban el cuerpo del beneficiado, dudando si espantarlos, cuando Aisha se levantó.
– Vamos, hijo -se limitó a decir.
A partir de aquel momento Aisha no mostró el menor cambio en su comportamiento usual; ese día ni siquiera se cambió de ropa, como si la sangre que la manchaba fuera algo natural. Quien no pudo concentrarse en sus quehaceres fue Hernando: Ubaid le esperaría en el castillo, eso si no decidía venir a por él. En el cobertizo, con las mulas, miraba a un lado y otro. Debía estar prevenido. Hamid sabía que había sido él quien había tendido una trampa al arriero. «Confío en ti», le había dicho, pero ¿qué pensaría de él? «Un juez nunca actúa con injusticia. Si altera la verdad, es para hacerse útil.» Y el alfaquí le había asegurado que se había sentido así. El joven volvió a inspeccionar las cercanías del cobertizo, atento a cualquier ruido.
Durmió mal, y al día siguiente hasta los niños notaron su distracción al recitar el Corán. Era el primero de año del calendario cristiano; ese día no hubo clase. Según era costumbre, las mujeres habían salido a hilar bajo los morales. Se habían pintado las manos con alheña, con la que también untaban las puertas de sus casas; habían preparado unas tortas de pan seco con ajo y partieron al campo, donde sobre hornos de ladrillo y lodo construidos al efecto ahogaron los capullos en un caldero de cobre y los cocieron con jabón para que perdieran la grasa. Mientras removían los capullos en el caldero con una escobita de tomillo, hilaban la seda en toscos tornos que montaban bajo los morales. Las moriscas tenían mucha destreza y la paciencia necesaria para hilar. Agrupaban los capullos en tres grupos: los capullos almendra, de los que obtenían seda joyante, la más valiosa; los capullos ocal, de los que se hilaba seda redonda, más fuerte y basta; y aquellos que estaban deteriorados, cuya seda se utilizaba para cordones y tejidos de poca calidad.
Hernando se preguntó qué harían con la seda aquel año. ¿Cómo podrían trasladarla y venderla en la alcaicería de Granada? Las noticias de los espías moriscos en la ciudad hablaban de que el marqués de Mondéjar continuaba reuniendo tropas para acudir a las Alpujarras.
– Además, el marqués de los Vélez se ha ofrecido al rey Felipe para atajar la revuelta por la zona de Almería -comentaron unos hombres en la plaza del pueblo, cerca de donde el joven daba clases.
Hernando indicó con un gesto al niño que en ese momento cantaba las suras que continuara con ello y se acercó al grupo.
– El Diablo Cabeza de Hierro -llegó a escuchar cómo musitaba con temor un anciano. Así era como llamaban los moriscos al cruel y sanguinario marqués-. Dicen -continuó el anciano- que sus caballos se orinan de pánico en el momento en que monta sobre ellos.
– Entre los dos marqueses nos aplastarán -sentenció un hombre.
– No hubiera sido así si los del Albaicín y los de la vega se hubieran sumado a la revuelta -intervino un tercero-. El marqués de Mondéjar tendría los problemas en su misma ciudad y no podría acudir a las Alpujarras.
Hernando observó cómo varios de ellos asentían en silencio.
– Los del Albaicín ya están pagando su traición -afirmó el primer anciano. Luego escupió al suelo-. Algunos huyen hacia las sierras, arrepentidos. Granada se ha llenado de nobles y soldados de fortuna, y a pesar de que ofrecieron pagar su estancia y alimentación en los hospitales de la ciudad, el marqués de Mondéjar ha ordenado que se alojen en las viviendas de los moriscos. Les roban y violan a sus mujeres e hijas. Cada noche.
– Dicen que han encarcelado en la Cancillería a más de cien moriscos de los principales y más ricos de la ciudad -añadió otro.
El anciano asintió confirmándolo.
El silencio volvió a hacerse en el grupo.
– ¡Venceremos! -gritó uno de los hombres. El niño que recitaba las suras calló ante el rugido-. ¡Dios nos ayudará! ¡Venceremos! -insistió, logrando que los presentes, niños incluidos, se sumasen a sus exclamaciones.
El 3 de enero de 1569, Hernando recibió la orden de Brahim de acudir al castillo de Juviles. Los moriscos partían al encuentro del ejército del marqués de Mondéjar, que se dirigía a las Alpujarras.