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– Lucha tú por mí, Ibn Hamid. Toma. -El alfaquí descolgó el alfanje que colgaba de su cinto y se lo ofreció-. Recuerda siempre que esta espada fue propiedad del Profeta.

Hernando la cogió solemnemente, alargando ambos brazos para que Hamid pusiera el alfanje en sus manos extendidas.

– No permitas que caiga en manos cristianas. No llores, muchacho. -El alfaquí sí que aceptó el abrazo de Hernando-. Nuestro pueblo y nuestra fe deben estar por encima de nosotros, ése es nuestro destino. Que el Profeta te guíe y te acompañe.

El ejército cristiano entró en Juviles y cerca de cuatrocientas cristianas, liberadas por los moriscos, salieron a recibirlo.

– ¡Matadlos! ¡Acabad con los herejes! -exigieron a los soldados.

– Degollaron a mi hijo -gritaba una.

– Mataron a nuestros esposos e hijos -lloraba otra con una criatura en brazos.

– ¡Profanaron las iglesias! -trataba de explicar una tercera entre el griterío.

Algunas de aquellas mujeres eran de Cuxurio y Alcútar, pero las había de todos los lugares de las Alpujarras. Una vez acomodados en el pueblo, dispersos por sus calles y la plaza, grupos de soldados escucharon estremecidos las historias que narraban las cautivas. En todos los pueblos rebelados se habían producido crueles matanzas y asesinatos en masa, la mayoría por orden directa de Farax.

– Se divertían torturándolos -contaba una-: les cortaban el dedo índice y el pulgar para que no pudiesen hacer la señal de la cruz antes de morir.

– Izaron al beneficiado hasta lo alto de la torre de la iglesia -recordó otra entre sollozos-, con los brazos extendidos y atados a un tronco horizontal del que colgaba el cuerpo, mofándose del calvario de Nuestro Señor. Una vez arriba, soltaron la soga y el clérigo se desplomó sobre las losas de la plaza. Lo repitieron en cuatro ocasiones, aplaudiendo y riendo en cada una de ellas. Luego, descoyuntado pero vivo, lo entregaron a las mujeres y éstas le lapidaron.

Por todo el pueblo se repetían las mismas escenas: los soldados clamaban venganza ante las atrocidades que oían en boca de las mujeres. Una joven de Laroles narró que los moriscos, después de haber pactado la rendición de los cristianos, incumplieron su palabra y untaron los pies de los clérigos con aceite y pez, y los martirizaron sobre las brasas antes de ejecutarlos y descuartizar sus cuerpos. Otra mujer de Canjáyar contó que en su pueblo se simuló la celebración de una misa, con el beneficiado y el sacristán desnudos en el altar. Obligaron al sacristán a pasar lista, y cada vez que un morisco escuchaba su nombre, se acercaba, y ya fuere con un puñal, con una piedra, un palo o las manos desnudas, se ensañaba con el clérigo y el sacristán procurando no causarles la muerte. Al final, todavía vivos, los descuartizaron lentamente, empezando por los dedos de los pies.

Sin embargo, al tiempo que sucedía eso entre los soldados, una comisión compuesta por dieciséis alguaciles musulmanes de los principales lugares de las Alpujarras se presentaba ante el marqués de Mondéjar. Los alguaciles se echaron a los pies del capitán general suplicando el perdón para ellos y para todos los hombres de los pueblos que se rindiesen. El marqués de Mondéjar cedió y prometió clemencia a quienes depusieran las armas; nada prometió, sin embargo, con respecto a Aben Humeya y los monfíes. Luego ordenó que el ejército fuese hacia el castillo.

La rendición corrió de boca en boca por las filas cristianas. Después de todo lo que habían visto y oído, después de los lamentos y llantos de las cristianas, después de recorrer decenas de leguas para acudir en defensa de las Alpujarras sin paga ni soldada a cambio, no podían consentir aquel perdón. ¡Los moriscos debían ser castigados y sus bienes repartidos entre los soldados! En el camino de acceso al castillo, los cristianos se toparon con Hamid y dos ancianos con bandera blanca que les rendían la fortaleza y suplicaban clemencia para las más de dos mil mujeres, sus hijos y los hombres que quedaban en su interior.

El marqués accedió y dictó un bando decretando el perdón de los hombres y ordenando la libertad de las mujeres moriscas y sus hijos. Para calmar a la soldadesca, los autorizó a saquear todas las riquezas que hubiera en el castillo y en el pueblo. Luego ordenó que los rendidos fueran custodiados en las casas de Juviles. Las moriscas y sus hijos fueron confinados en la iglesia, al menos los que cabían en ella; las restantes permanecieron en la plaza, vigiladas por unos soldados indignados ante el rumbo que tomaban los acontecimientos.

Las decisiones del marqués y el descontento que reinaba entre los soldados cristianos llegaron a oídos de la larga columna de moriscos que huía hacia Ugíjar. Hernando sonrió abiertamente a tres ancianos que no habían querido quedarse en el castillo y caminaban junto a las mulas, apoyándose en ellas de tanto en tanto.

– Nada les sucederá a las mujeres -exclamó agitando un puño cerrado.

Pero ninguno de ellos respondió. Continuaron andando con seriedad.

– ¿Qué sucede? -se interesó-. ¿Acaso no habéis oído que el marqués ha perdonado a los que han quedado atrás?

– Un hombre contra un ejército -contestó el que parecía mayor de los tres, sin mirarle-. No puede ser. La codicia de los cristianos pasará por encima de cualquier orden del marqués.

Hernando se acercó al anciano.

– ¿Qué quieres decir?

– El marqués tiene interés personal en nuestro perdón: gana mucho dinero con nosotros. Pero los soldados que le acompañan… ¡Sólo son mercenarios! Hombres sin paga que han venido a enriquecerse. Los cristianos sólo respetan aquello que les proporciona dinero. Si las mujeres hubieran sido hechas cautivas las respetarían, puesto que significan dinero. De no ser así…, no existirá orden ni bando de noble alguno, ni siquiera del rey, que pueda impedir… -Hernando borró la sonrisa y tanteó el alfanje de Hamid que llevaba colgado al cinto-. Que pueda impedir que los soldados se desmanden -finalizó el anciano acongojado.

Hernando salió corriendo sin pensar. Sorteó a los moriscos que le seguían, sin contestar a ninguna de las preguntas que le efectuaban al chocar contra ellos. ¡Juviles! Su mente estaba puesta en Juviles y en su madre, en Hamid. Brahim escuchó los gritos y quejas que Hernando provocaba a su paso y obligó al overo a volver hacia atrás, pero al llegar a la altura de los ancianos que acompañaban al muchacho, uno de ellos le detuvo con un gesto de su mano.

– ¿Adónde va? -preguntó Brahim.

– Imagino que va a hacer lo que deberían haber hecho todos los musulmanes: luchar… ofrecer la vida por su gente, por su familia y por su Dios.

El arriero frunció el entrecejo.

– Todos luchamos por ellos. Esto es una guerra, anciano.

El morisco asintió.

– No lo sabes bien -musitó.

Hernando llegó a Juviles cuando ya había anochecido. Los cristianos estaban por doquier. Según los espías que habían llevado las noticias de la rendición a la columna de moriscos, el marqués había ordenado que las mujeres y sus hijos se congregaran en la iglesia. Rodeó el pueblo para poder llegar hasta la iglesia por los bancales que lindaban con ella y con la plaza por el sur. Era noche cerrada; sólo titilantes puntos de luz diseminados, los fuegos de los soldados cristianos, rompían la oscuridad. Recorrió de cuclillas el mismo bancal donde su madre acuchilló al sacerdote; la plaza y la iglesia quedaban sobre su cabeza. «Lo ha hecho por ti», le había dicho Hamid en aquel mismo bancal mientras ambos observaban la venganza de su madre. Las conversaciones de los cristianos le llegaban en forma de murmullos, interrumpidos de repente por una carcajada o algún improperio.

Estaba tratando de escuchar más allá de los soldados cuando alguien se le abalanzó por la espalda y le inmovilizó con la rodilla. No tuvo tiempo de gritar: una fuerte mano le tapó la boca al instante. Notó el acero de un cuchillo en el cuello. Así había matado él a los caballos, pensó Hernando. ¿Iba a morir como ellos?