No les costó encontrar las noticias que buscaban. Una partida de los hombres del Gorri que lucharon contra el marqués de los Vélez, les empezaron a dar cumplida cuenta de sus avatares.
– Pero mi esposo no estaba con el Gorri -les interrumpió Fátima-. Él se fue con el Futey. Es… es su primo.
El soldado que había empezado a hablar suspiró entonces sin reparos. Fátima se agarró al brazo de Hernando: presagiaba malas noticias. Dos hombres que formaban parte del grupo esquivaron la mirada inquisitiva de la muchacha. Un tercero tomó la palabra:
– Yo estuve allí. El Futey cayó en la batalla de Félix. Y con él la mayoría de sus hombres… pero sobre todo mujeres… fallecieron muchas mujeres. Con el Futey estaban el Tezi y Portocarrero, y como no tenían suficientes hombres para hacer frente a los cristianos, disfrazaron de soldados a las mujeres. Nuestros hermanos les hicieron frente a campo abierto y después en las casas de Félix. Al final tuvieron que refugiarse en la cumbre de un cerro frente al pueblo, constantemente perseguidos por la infantería del marqués.
El hombre hizo una pausa que a Hernando le pareció interminable; notaba las uñas de Fátima clavadas en su brazo.
– Murieron más de setecientos, entre hombres y mujeres. Algunos logramos escapar a la sierra… de donde veníamos -añadió apesadumbrado-, pero los que no lo consiguieron… ¡Vi a mujeres abalanzarse con puñales contra las barrigas de los caballos! ¡Se dirigían a una muerte segura! Vi cómo muchas de ellas terminaron lanzando arena a los ojos de los cristianos a falta de fuerzas para levantar piedras. Lucharon con tanto valor como sus hombres. -En esta ocasión, el soldado miró directamente a Fátima-. Si no lo encuentras aquí… Los que sobrevivieron fueron muertos. El marqués de los Vélez no hace cautivos entre los hombres, ni concede el perdón como Mondéjar. Las mujeres y los niños que no murieron fueron tomados como esclavos. Vimos numerosas partidas de soldados que desertaban del ejército en dirección a Murcia, encabezando largas filas de mujeres y niños esclavos.
Buscaron por todo Ugíjar. Muchos moriscos les confirmaron el relato.
– ¿De Terque? -terció un soldado que había oído las preguntas de Fátima-. ¿Salvador de Terque? -La muchacha asintió-. ¿El cordelero? -Fátima volvió a asentir, las manos frente a su pecho, los dedos entrelazados con fuerza-. Lo siento… murió. Murió junto al Futey luchando valerosamente…
Hernando la agarró al vuelo. No pesaba. Casi no pesaba. Ella se desmoronó en sus brazos y Hernando notó cómo se le empapaba la mejilla con sus lágrimas.
– ¿A qué viene tanto llanto? -preguntó Brahim a la hora de la cena, sentado en corro en el centro del pueblo, entre multitud de hogueras.
– Su esposo… -se adelantó Hernando-. Dicen que está herido en las sierras -mintió.
Aisha, enterada de la muerte del padre del pequeño antes de que volviera Brahim, no contradijo la versión de su hijo. Tampoco lo hizo Fátima. Sin embargo, pese al dolor que mostraba la muchacha y al hecho de que su esposo supuestamente siguiera con vida, Brahim continuó mirándola lasciva y desvergonzadamente.
Esa noche Hernando no pudo conciliar el sueño: los sollozos contenidos de Fátima repiqueteaban en su interior con más fuerza que la música y los cánticos que se escuchaban en el campamento.
– Lo siento -susurró por enésima vez, tumbado a su lado, muy pasada la medianoche.
Fátima sollozó una respuesta ininteligible.
– Le querías mucho. -Las palabras de Hernando se quedaron entre la afirmación y la pregunta.
Fátima dejó transcurrir unos instantes.
– Nos criamos juntos… Le conocía desde que era una niña. Era aprendiz de mi padre, pocos años mayor que yo. Casarnos pareció lo más…-La muchacha intentó encontrar la palabra-. Lo más natural. Siempre había estado ahí…
Los sollozos se habían convertido en un llanto desesperado.
– Ahora estamos solos, Humam y yo -logró articular-. ¿Qué haremos? No tenemos a nadie más…
– Me tienes a mí -susurró él. Sin pensarlo, acercó una mano hacia la joven, pero ella no la tocó.
Fátima se quedó en silencio. Hernando oía la respiración entrecortada de la muchacha, confundida con las zambras del campamento morisco. Antes de que la música y los cánticos ganaran fuerza, Fátima musitó:
– Gracias.
El marqués de Mondéjar concedió unos días de respiro al ejército morisco acampado en Ugíjar. Recibía a los principales de los lugares que acudían a él a rendirse; destinaba partidas de hombres que atacaban las cuevas en las que se escondían moriscos y por último, se dirigió a Cádiar antes que a Ugíjar.
Esos días bastaron para que los espías moriscos, que vigilaban cuanto sucedía en Granada, acudieran a Ugíjar provistos de noticias. Hernando se dirigió con curiosidad al nutrido corro de hombres que rodeaba a uno de los recién llegados.
– Han asesinado a todos nuestros hermanos que tenían presos en la cárcel de la Chancillería -logró oír Hernando; había tantos hombres que no llegaba a ver el centro del corro. El espía se mantuvo en silencio mientras duraron los rumores, las imprecaciones y los insultos con que los hombres recibieron su declaración. Luego continuó-: La soldadesca cristiana atacó la cárcel ante la pasividad de los alcaides, y los mataron como a perros, encerrados en los calabozos y sin posibilidad de defenderse. ¡A más de un centenar de ellos! Luego confiscaron todas sus haciendas y posesiones. ¡Se trataba de los más ricos de Granada!
– ¡Sólo les interesan nuestros bienes! -gritó alguien.
– ¡Lo único que pretenden es enriquecerse! -contestó otro.
– Tanto el marqués de Mondéjar como el de los Vélez están teniendo serios problemas con sus respectivos ejércitos. -Hernando reconoció la voz del espía de nuevo. La gente se había ido acercando al grupo y él se hallaba ya emparedado entre los muchos moriscos que prestaban atención-. Los soldados desertan en el momento en que obtienen algún esclavo o parte del botín. Mondéjar ha perdido a gran parte de sus hombres a raíz del botín obtenido desde que cruzó el puente de Tablate y entró en las Alpujarras, pero le siguen llegando refuerzos, gente ávida de hacerse rica antes de volver a sus casas.
– ¿Qué ha sido de los ancianos, mujeres y niños de Juviles? -preguntó alguien.
Más de dos mil hombres habían dejado a sus familias en el castillo, y los rumores que corrieron después de las noticias proporcionadas por Hernando los habían tenido en vilo desde entonces.
– Cerca de mil mujeres y niños fueron vendidos como botín de guerra en almoneda en la plaza de Bibarrambla…
La voz del espía se apagaba.
– ¡Habla más alto! -le instaron desde detrás.
– Las vendieron como esclavas -se esforzó en gritar el hombre-. ¡A mil de ellas!
– ¡Sólo mil! -Hernando escuchó la apagada exclamación a sus espaldas y tembló.
– Las expusieron públicamente en la plaza, harapientas y humilladas. -Un silencio reverencial se hizo mientras el tono de voz del espía descendía de nuevo-. Los mercaderes cristianos las manoseaban sin el menor pudor con el pretexto de comprobar su estado, mientras los corredores gritaban los precios y las adjudicaban ante los insultos, pedradas y escupitajos de las gentes de Granada. ¡Todo el dinero ha ido a parar a las arcas del monarca cristiano!
– ¿Y los niños? -se interesó alguien-. ¿También los vendieron como esclavos?
– En Bibarrambla, en almoneda pública, sólo vendieron a los niños mayores de diez años y a las niñas mayores de once. Así lo ordenó el rey.
– ¿Y los menores?
Fueron varios los que hicieron la pregunta al mismo tiempo. El espía esperó unos instantes antes de contestar. Los hombres empujaron, se pusieron de puntillas o incluso llegaron a subirse sobre la espalda de alguno de sus compañeros para ver y escuchar mejor.