– ¿Y ahora? -oyó preguntar a Fátima a sus espaldas.
– ¡Por allá! ¡Subiremos al puerto de la Ragua! -contestó, e indicó el extremo opuesto a aquel por el que huían el rey y sus hombres perseguidos por los cristianos.
Fátima y Aisha miraron hacia donde señalaba. La muchacha fue a decir algo, pero sólo logró balbucear un par de palabras ininteligibles mientras aferraba a Humam contra su pecho. Aisha estaba boquiabierta. ¡No se veía ningún sendero! ¡Sólo nieve y rocas!
– ¡Venga, Vieja! -Hernando agarró a la mula del ronzal y la obligó a ponerse en cabeza-. Encuéntranos un camino hacia la cumbre -le susurró, palmeándole el cuello.
La Vieja empezó a tantear la nieve a cada paso que daba y lentamente iniciaron el ascenso. La nevada, ahora copiosa, los ocultó de la vista de los cristianos.
12
El puerto de la Ragua se alzaba a más de dos varas castellanas y constituía el paso para cruzar Sierra Nevada en dirección a Granada sin tener que rodear la cadena montañosa. Hernando lo conocía. Arriba se emplazaban unos llanos, buenos pastos de primavera, a los que, pensó el muchacho, habrían acudido los moriscos huidos; en pocos lugares más podían esconderse y reagruparse. En la vertiente norte del puerto, la que daba a Granada, se alzaba el imponente castillo de la Calahorra, pero en la que daba a las Alpujarras no existía defensa alguna.
También conocía con detalle el barranco que se abría a los pies de un cercano morro que le servía de referencia, a más de dos mil cuatrocientas varas de altura: allí acudía a buscar muchas de las hierbas necesarias para las pócimas de los animales. A finales de verano el lecho del barranco se cubría de grandes flores azules tan atractivas como peligrosas: las flores del acónito. Todo en ellas era venenoso, desde los pétalos hasta las raíces. Su uso medicinal era extremadamente complicado y fue lo primero de su herbolario que le había pedido Brahim en el momento del levantamiento. Desde antiguo, los musulmanes impregnaban sus saetas con el zumo del acónito: aquel que recibía el flechazo moría entre convulsiones y espumarajos, salvo que fuera tratado con zumo de membrillo, pero como en verano nadie había previsto la guerra que se iba a declarar, en invierno se encontraron con que las reservas de acónito eran escasas.
Hernando trataba de recordar aquel brillante manto azul, pero el temporal se lo impedía. Continuaba en cabeza, arrimado al flanco de la Vieja para no pisar en falso, y azuzándola con insistencia para que ascendiese y buscase el firme bajo la nieve. No paraba de volver la cabeza, con el cabello y las cejas escarchadas, para tratar de ver a la recua entre la ventisca. Ordenó a su madre y a Fátima que se agarrasen a la cola de un animal y no perdieran el rastro de aquellas pisadas que tan rápido desaparecían. Musa, el menor de sus hermanastros, caminaba con Aisha; Aquil lo hacía solo. El resto de las mulas parecía entender que debía seguir a la Vieja, y toda la línea se movía con precaución, pero el sol empezaba a ponerse, y en la oscuridad ni la Vieja sería capaz de continuar.
Necesitaban un refugio. Desde Paterna del Pao se encaminaron hacia el este, evitando dirigirse a las zonas donde a buen seguro estarían los cristianos. Debían encontrar el camino que subía desde Bayárcal al puerto de la Ragua, pero pronto se hizo evidente que no iban a tener tiempo antes de que se pusiese el sol. En la tormenta de nieve, Hernando creyó ver una formación rocosa y hacia ella dirigió a la Vieja.
Ni siquiera era una cueva; con todo, apreció el muchacho, podían protegerse de la tempestad bajo los salientes rocosos. La recua fue trayendo a los demás, que se arrastraban tras las mulas, encogidos, los labios amoratados y las manos crispadas sobre sus colas. Fátima sólo usaba una mano mientras con la otra aferraba un bulto entre sus ropas.
Hernando dispuso las mulas contra el viento. Luego inspeccionó con una rápida mirada el lugar: de poco podían servirle el pedernal y el eslabón que siempre llevaba encima. Allí, sobre la nieve, no había posibilidad de encender fuego; tampoco se apreciaba la existencia de ramas secas u hojarasca. ¡Sólo rocas y nieve! ¿No habría sido mejor que los capturasen los cristianos?, se planteó al comprobar que el tenue resplandor que hasta entonces les había acompañado entre la tormenta empezaba a decaer.
– ¿Cómo está el niño? -le preguntó a Fátima. La muchacha no le contestó. Por encima de sus ropas frotaba a su hijo con ambas manos-. ¿Se mueve? -Inquirió entonces-. ¿Vive? -La pregunta se le trabó en la garganta.
Fátima asintió sin dejar de frotar. La joven desvió entonces la mirada hacia el temporal y la noche que se les echaba encima y un suspiro de temor salió de sus labios.
¿Por qué habían emprendido la huida? Hernando se volvió entonces hacia su madre: abrazaba a cada uno de sus hermanastros. Aquil temblaba sin poder detener el castañeteo de sus dientes. Musa, con sólo cuatro años, permanecía inmóvil, agarrotado. ¿Por qué tuvo que forzarles a aquella aventura? ¡Eran mujeres y niños! La noche ya se hacía patente. La noche…
Cogió unos puñados de nieve y se los llevó al rostro, al cabello y a la nuca; luego, con otros, se lavó las manos, se arrodilló sobre el húmedo manto blanco y rezó en voz alta, a gritos, suplicando al Misericordioso, por el que luchaban y arriesgaban sus vidas, que… No llegó a poner fin a sus oraciones. Se levantó repentinamente. ¡El oro! ¡Entre el botín se amontonaban las vestiduras! Decenas de casullas y ornamentos de seda bordada con hilos de oro y plata. ¿De qué iban a servirle a su pueblo si ellos morían? Revolvió entre las mulas y en poco tiempo logró embutir a mujeres y niños en lujosos ropajes. Luego desaparejó a los animales. Las alforjas también servirían, algunas eran de cuero… ¡También los arreos! Salvo las monedas de oro que acumuló en una de las alforjas de esparto, extrajo el resto del botín y amontonó alforjas y arreos sobre la nieve, a modo de suelo, junto a la pared.
– Contra las rocas -les dijo-. No os dejéis caer sobre la nieve. Aguantad la noche contra las rocas.
Él también se abrigó, pero sólo lo imprescindible: necesitaba conservar la libertad de movimientos de la que carecían los demás. ¡Tenía que vigilar que nadie cayera sobre la nieve y se le empapara la ropa! Luego arrimó a las mulas contra mujeres y niños. Las ató corto unas a otras, de manera que no pudieran moverse, y las empujó desde el exterior. Lanzó el ronzal de la última mula hacia la pared y se arrastró por debajo de las patas de los animales hasta llegar a las rocas. Le costó ponerse en pie. Lo hizo entre Fátima y Aisha. La Vieja, que había quedado muy cerca de mujeres y niños, le observaba impasible.
– Vieja -dijo mientras se acomodaba-, mañana seguirás teniendo trabajo. Te lo aseguro. -Estiró del ronzal que había lanzado por encima de los animales y lo mantuvo firme: ninguno de ellos debía moverse-. Allahu Akbar! -suspiró al notar la protección de ropas y animales.
La tempestad arreció durante la noche; sin embargo, Hernando se dejó vencer por la duermevela tras comprobar con satisfacción que nadie podía caer al suelo, emparedados como estaban entre rocas y mulas, protegidos del viento, del frío y de la nieve.
Amaneció soleado y en silencio. El reflejo del sol sobre la nieve dañaba los ojos.
– ¿Madre? -preguntó.
Aisha logró hacer un hueco entre la ropa que la cubría. Cuando Hernando se volvió hacia Fátima, ésta también mostraba su rostro. Sonreía.
– ¿Y el niño? -se interesó.
– Hace un rato que ha mamado.
Entonces fue él quien esbozó una franca sonrisa.
– ¿Y mis… hermanos?
Notó que a su madre le complacía que los llamara así.
– Tranquilo. Están bien -contestó ella.
No sucedió lo mismo con las mulas. Hernando salió por entre las patas de la recua y se encontró con que las dos que estaban expuestas al viento estaban congeladas, tiesas y cubiertas de escarcha. Eran de las nuevas, de las que Brahim trajo de Cádiar, pero aun así… Recordó la pedrada que había tenido que propinar a una de ellas y le palmeó el cuello. La escarcha se desprendió y cayó en miles de brillantes cristalillos.