Acababa de recoger las últimas aceitunas de un viejo olivo que resistía el frío de la sierra, resguardado y retorcido justo al lado del bancal en el que crecería el trigo. Lo había hecho a mano. Había reptado por el árbol, sin varearlo, y recolectado incluso las olivas que todavía presentaban una tonalidad morada. El sol templaba el aire frío que venía de Sierra Nevada. Le hubiera gustado quedarse allí a desbrozar las malas hierbas, para luego ir hacia otro bancal, donde suponía que el humilde Hamid estaría trabajando las escasas tierras que poseía. En los bancales, cuando estaban los dos a solas, trabajando o recorriendo las sierras en busca de las preciadas hierbas con las que el hombre preparaba sus remedios, él le llamaba Hamid en lugar de Francisco, el nombre cristiano con el que había sido bautizado. La mayoría de los moriscos usaba dos nombres: el cristiano, y el musulmán para dentro de su comunidad. Hernando, sin embargo, era simplemente Hernando, aunque en el pueblo a menudo se mofaban de él o le insultaban llamándole el «nazareno».
Instintivamente, el muchacho aminoró la marcha al recordar su mote. ¡Él no era ningún nazareno! Pateó una piedra imaginaria y prosiguió hacia su casa, situada a las afueras del pueblo, en un lugar donde hallaron espacio suficiente para construir un cobertizo en el que estabular a las seis mulas con las que su padrastro trajinaba por los caminos de las Alpujarras, más una séptima: la Vieja, su preferida.
Haría cerca de un año que su madre se vio obligada a explicarle la razón de tal mote. Una mañana, al amanecer, él había ayudado a su padrastro, Brahim -José para los cristianos- a aparejar las mulas. Cumplido su trabajo, se despedía de la Vieja con una cariñosa palmada en el cuello cuando una fuerte bofetada en la oreja derecha le lanzó al suelo, unos pasos más allá.
– ¡Perro nazareno! -gritó Brahim, en pie, iracundo. El muchacho sacudió la cabeza para despejarse y se llevó la mano a la oreja. Por detrás de su padrastro, le pareció ver cómo su madre desaparecía cabizbaja y se introducía en la casa-. ¡Le has puesto mal la cincha a aquel animal! -bramó el hombre al tiempo que señalaba hacia una de las mulas-. ¿Pretendes que se roce a lo largo del camino y no pueda trabajar? No eres más que un inútil nazareno -escupió sobre él-, un bastardo cristiano.
Hernando había escapado a gatas de los pies de su padrastro y se había escondido en un rincón del cobertizo, entre la paja, con la cabeza entre las rodillas. Tan pronto como el repiqueteo de los cascos de la recua anunció la partida de Brahim, Aisha, su madre, reapareció en el cobertizo y se dirigió hacia él con una limonada en la mano.
– ¿Te duele? -le preguntó, agachándose y acariciándole el cabello.
– ¿Por qué todos me llaman nazareno, madre? -sollozó alzando la cabeza de entre sus rodillas. Aisha cerró los ojos ante el rostro anegado en lágrimas de su hijo. Intentó secarlas con una caricia, pero Hernando volvió la cabeza-. ¿Por qué? -insistió.
Aisha suspiró profundamente; luego asintió y se sentó sobre sus talones, en la paja.
– De acuerdo, ya tienes edad suficiente -cedió con tristeza, como si lo que iba a hacer le costase un gran esfuerzo-. Debes saber que hará catorce años, uno más de los que tienes ahora, el cura del pueblo en el que vivía de niña, en la ajerquía almeriense, me forzó… -Hernando dio un respingo y acalló sus sollozos-. Sí, hijo. Yo grité y me opuse, como exige nuestra ley, pero poco pude hacer entonces frente a la fuerza de aquel depravado. Me abordó lejos del pueblo, en unos campos, a media mañana. Era un día soleado -recordó con tristeza-. ¡Sólo era una niña! -gritó de repente-. Me arrancó la camisa de un solo tirón. Me tumbó y…
Antes de continuar, la mujer volvió a la realidad y se enfrentó a los ojos de su hijo, inmensamente abiertos y clavados en ella:
– Tú eres el fruto de ese ultraje -musitó-. Por eso…, por eso te llaman nazareno. Porque tu padre era un cura cristiano. Es culpa mía…
Madre e hijo se miraron durante unos largos instantes. Las lágrimas volvieron a correr por el rostro del muchacho, pero esta vez a causa de un dolor diferente; Aisha luchó contra su propio llanto hasta que comprendió que le sería imposible contenerlo. Entonces dejó caer el vaso de limonada y extendió los brazos hacia su hijo, que se refugió entre ellos.
Aunque la joven Aisha hubiera salvado el honor con sus gritos, tan pronto como el embarazo fue notorio, su padre, un humilde arriero morisco, consciente de que no podía evitar la vergüenza, sí buscó al menos la manera de dejar de presenciarla. Encontró la solución en Brahim, un joven y apuesto arriero de Juviles con el que a menudo se encontraba en el camino y a quien propuso el matrimonio con su hija a cambio de dos mulas como dote: una por la muchacha y otra por el ser que portaba en sus entrañas. Brahim dudó, pero era joven, pobre y necesitaba animales. Además, ¿quién sabía siquiera si aquella criatura llegaría a nacer? Tal vez no superara los primeros meses de vida… En aquellas inhóspitas tierras eran muchos los niños que morían en su más tierna infancia.
A pesar de que la idea de que la muchacha hubiera sido forzada por un sacerdote cristiano le repugnaba, Brahim aceptó el trato y se la llevó con él a Juviles.
Pero, contra los deseos de Brahim, Hernando nació fuerte y con los ojos azules del cura que había violado a su madre. También sobrevivió a la infancia. Las circunstancias de sus orígenes corrieron de boca en boca, y si bien el pueblo se apiadó de la muchacha violada, no sucedió lo mismo con el fruto ilegítimo del estupro; aquel desprecio fue en aumento al ver las atenciones que dedicaban al chico don Martín y Andrés, mayores incluso que las que concedían a los niños cristianos, como si quisieran salvar de las influencias de los seguidores de Mahoma al bastardo de un sacerdote.
La media sonrisa con la que Hernando entregó las aceitunas a su madre no logró engañarla. Ella le acarició el cabello con dulzura, como hacía siempre que presentía su tristeza, y él, aun en presencia de sus cuatro hermanastros, la dejó hacer: eran escasas las ocasiones en que su madre podía demostrarle cariño y todas, sin excepción, se producían en ausencia de su padrastro. Brahim se había sumado sin dudarlo al rechazo de la comunidad morisca; su odio hacia el nazareno de ojos azules, el favorito de los sacerdotes cristianos, se había recrudecido a medida que Aisha, su mujer, paría a sus hijos legítimos. A los nueve años fue desterrado al cobertizo, con las mulas, y sólo comía en el interior de la casa cuando su padrastro estaba fuera. Aisha tuvo que ceder a los deseos de su esposo y la relación entre madre e hijo se desarrollaba a través de gestos sutiles cargados de significado.
Ese día la comida estaba preparada y sus cuatro hermanastros esperaban su llegada. Hasta el menor de ellos, Musa, de cuatro años, mostraba un semblante adusto ante su presencia.
– En el nombre de Dios, clemente y misericordioso -rezó Hernando antes de sentarse en el suelo.
El pequeño Musa y su hermano Aquil, tres años mayor, le imitaron y los tres empezaron a coger con los dedos, directamente de la cazuela, los pedazos de la comida que había preparado su madre: cordero con cardos cocinados con aceite, menta y cilantro, azafrán y vinagre.
Hernando desvió la mirada hacia su madre, que los observaba recostada contra una de las paredes de la pequeña y limpia estancia que utilizaban como cocina, comedor y dormitorio provisional de sus hermanastros. Raissa y Zahara, sus dos hermanastras, se hallaban en pie junto a ella, a la espera de que los hombres terminasen de comer para poder hacerlo ellas a su vez. Él masticó un trozo de cordero y sonrió a su madre.