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Hamid le instó a continuar. Hernando se irguió tan pronto escuchó la palabra «insurrección».

– En este caso se ha decidido que los de las Alpujarras no sepan lo que va a suceder hasta que llegue el momento de tomar Granada. Se han dado instrucciones precisas a los moriscos del Albaicín y se ha reunido en secreto a la gente de la vega, del valle de Lecrín y de Órgiva. Los casados se han ocupado de reclutar a los casados, los solteros a los solteros y los viudos a los viudos. Hay más de ocho mil personas dispuestas a asaltar el Albaicín. Sólo entonces se advertirá a los de las Alpujarras. Se calcula que la región podrá armar a cien mil hombres.

– ¿Quién está detrás de la insurrección esta vez?

– Las reuniones se celebran en casa de un cerero del Albaicín llamado Adelet. Asisten los que los cristianos llaman Hernando el Zaguer, alguacil de Cádiar, Diego López, de Mecina de Bombarón, Miguel de Rojas, de Ugíjar, y también Farax ibn Farax, el Tagari, Mofarrix, Alatar… Con ellos están bastantes monfíes… -prosiguió Ali.

– No me fio del todo de esos bandidos -le interrumpió Hamid.

Ali se encogió de hombros.

– Bien sabes -les excusó- que muchos de ellos se han visto obligados a vivir en las montañas. ¡A nosotros no nos hacen nada! Tú mismo hubieras ido con ellos de haber… -Ali evitó mirar la pierna inútil de Hamid-. La mayoría se ha lanzado al bandidaje por iguales injusticias que las que se cometieron contra ti.

Ali dejó la frase en el aire en espera de la reacción de su cuñado. Hamid permitió que los recuerdos volaran durante unos segundos y frunció los labios en gesto de asentimiento.

– ¿Qué injust…? -saltó Hernando. Pero calló ante el brusco movimiento de mano con que Hamid recibió su intervención.

– ¿Qué monfíes se unirán? -preguntó entonces el alfaquí.

– El Partal de Narila, el Nacoz de Nigüeles, el Seniz de Bérchul. -Hamid escuchaba con aire pensativo, y Ali insistió-: Está todo estudiado: los del Albaicín de Granada están preparados para el día de Año Nuevo. En cuanto se alcen, los ocho mil de fuera de Granada escalarán… escalaremos las murallas de la Alhambra por la parte del Generalife. Utilizaremos diecisiete escaleras que ya se están confeccionando en Ugíjar y Quéntar. Yo las he visto: están hechas a base de maromas de cáñamo, fuertes y resistentes, con unos travesaños de madera recia por los que pueden subir tres hombres a la vez. Tendremos que ir vestidos a la usanza turca, para que los cristianos crean que hemos recibido ayuda de Berbería o del sultán. Las mujeres trabajan en ello. Granada no está preparada para defenderse. La recuperaremos en igual fecha que aquélla en la que se rindió a los reyes castellanos.

– ¿Y una vez se haya tomado Granada?

– Argel nos ayudará. El Gran Turco nos ayudará. Lo han prometido. España no puede soportar más guerras, no puede luchar en más sitios, pues ya lo hace en Flandes, en las Indias y contra los berberiscos y los turcos. -En esta ocasión Hamid alzó la mirada al techo. «Alabado sea Dios», murmuró-. ¡Se cumplirán las profecías, Hamid! -Exclamó Ali-. ¡Se cumplirán!

El silencio, sólo roto por la entrecortada respiración de Hernando, se apoderó de la estancia. El muchacho temblaba ligeramente y no cesaba de pasear la mirada de un hombre a otro.

– ¿Qué queréis que haga? ¿Qué puedo hacer? -preguntó de repente Hamid-. Soy cojo…

– Como descendiente directo de la dinastía de los nasríes, los nazaríes, debes estar en la toma de Granada en representación del pueblo al que siempre ha pertenecido y al que debe seguir perteneciendo. Tu hermana está dispuesta a acompañarte.

Antes de que Hernando volviera a preguntar, casi puesto en pie, Hamid se volvió hacia él, asintió y alargó la mano hasta su antebrazo, en un gesto que pedía paciencia. El muchacho se dejó caer de nuevo sobre la manta, pero sus inmensos ojos azules no lograban desviarse del humilde alfaquí. ¡Era descendiente de los nazaríes, de los reyes de Granada!

3

Hamid ofreció su casa a Ali para pasar la noche, pero éste declinó la invitación: sabía que sólo disponía de un lecho, y por no ofender a su anfitrión alegó que pretendía aprovechar aquel viaje para tratar algunos asuntos con un vecino de Juviles, que ya le esperaba. Hamid se dio por satisfecho y lo despidió en la puerta. Desde la manta, Hernando observó la formal despedida de ambos hombres. El alfaquí esperó a que su cuñado se perdiese en la noche y atrancó la puerta. Entonces se volvió hacia el muchacho: las arrugas que cruzaban su rostro aparecían tensas y sus ojos, normalmente serenos, ahora chispeaban.

Hamid se detuvo un momento junto a la puerta, pensativo. Luego, muy despacio, cojeó hacia el muchacho implorándole silencio con un gesto. Los escasos instantes que tardó en bajar aquella mano se hicieron interminables para Hernando. Por fin, Hamid se sentó y le sonrió abiertamente; las mil preguntas que se agolpaban en la mente del muchacho -¿Nazaríes? ¿Qué insurrección? ¿Qué piensa hacer el Gran Turco? ¿Y los argelinos? ¿Por qué deberías ser un monfí? ¿Hay berberiscos en las Alpujarras?- se redujeron sin embargo a una sola:

– ¿Cómo puedes ser tan pobre siendo descendiente…?

El semblante del alfaquí se ensombreció antes de que Hernando terminara de formular la pregunta.

– Me lo quitaron todo -respondió secamente.

El muchacho desvió la mirada.

– Lo siento… -acertó a decir.

– No hace mucho -empezó a relatar Hamid para su sorpresa-, tú ya habías nacido incluso, se produjo un cambio importante en la administración de Granada. Hasta entonces los moriscos dependíamos del capitán general del reino, el marqués de Mondéjar, en representación del rey, señor de la casi totalidad de estas tierras. Sin embargo, la legión de funcionarios y leguleyos de la Chancillería de Granada exigió para sí el control de los moriscos, en contra del criterio del marqués, y el rey les dio la razón. Desde ese momento, escribanos y abogados empezaron a desempolvar viejos pleitos sostenidos con los moriscos.

»Existía una costumbre por la que a todo morisco que se acogiese a señorío le eran perdonados los delitos que pudiera haber cometido. Ganaban todos: los moriscos se establecían pacíficamente en tierras de las Alpujarras y el rey obtenía trabajadores que pagaban impuestos mucho más elevados que si las tierras se hallaran en manos de cristianos. Pero ese acuerdo en nada beneficiaba a la Cancillería Real.

Hamid cogió una pasa del cuenco, que aún estaba sobre la manta.

– ¿No quieres una? -le ofreció.

Hernando se impacientaba. No, no quería una pasa… ¡Quería que contestara, que continuara hablando! Pero, por no contrariarle, alargó la mano y masticó en silencio junto a él.

– Bien -prosiguió Hamid-, los escribanos, bajo la excusa de perseguir a los monfíes, formaron partidas de soldados que en realidad no eran más que criados o parientes suyos… con las mejores pagas que hayan existido nunca en el ejército del rey. ¡Cobraban más que los tudescos de los tercios de Flandes! Ninguno de esos pretenciosos recomendados tenía arrestos para enfrentarse a un solo monfí, por lo que en lugar de luchar a espada contra los bandidos, lo hicieron con papeles contra los moriscos de paz. Aquellos que tenían causas pendientes debían pagar por ellas: muchos de los nuestros tuvieron que huir de sus hogares y unirse a los monfíes. Pero la avaricia de los funcionarios no se quedó ahí: empezaron a investigar todos los títulos de propiedad de las tierras de los moriscos, y aquellos que no podían acreditarla con escrituras eran obligados a pagar al rey o abandonar sus tierras. Muchos no pudimos hacerlo…

– ¿Tú no poseías esos títulos? -inquirió Hernando al comprobar que el alfaquí se detenía en su explicación.

– No -respondió éste, con aire pesaroso-. Desciendo de la dinastía nazarí, la última que reinó en Granada. Mi familia -Hamid adoptó un tono de orgullo que sobrecogió a Hernando- fue de las más nobles y principales de Granada, y un mísero escribano cristiano me privó de mis tierras y riquezas.