– ¡Decídete! -le exigió Shihab.
Brahim suspiró; su atractivo rostro esbozó una aviesa sonrisa.
– Quedáoslo…
– ¿Qué hay que decidir? ¿Qué hay que quedarse?
La voz de Hamid acalló los murmullos. El alfaquí vestía una sencilla túnica larga que realzaba la vaina de oro del largo alfanje que colgaba de una cuerda a modo de cinto. Trataba de andar lo más erguido que su pierna le permitía. El tintineo de los pedazos de metal que colgaban de la vaina pudo escucharse en el interior del templo. Algunos moriscos miraron con atención intentando adivinar qué inscripciones había en ellos.
– ¿Qué hay que decidir? -repitió.
Aisha resoplaba tras él. Había corrido hasta la choza de Hamid, a sabiendas del cariño que éste profesaba a su hijo y del respeto de las gentes del pueblo hacia el alfaquí. ¡Sólo él podía salvarlo! Si esperaban a la decisión de Brahim como pretendía el herrador… El origen de aquel hijo nunca se mencionaba, pero no era necesario. Brahim no ocultaba su odio hacia Hernando: le maltrataba y le hablaba con desprecio. Si alguien del pueblo quería molestar al arriero no tenía más que mencionar al nazareno. Entonces su esposo se enojaba y maldecía; luego, por la noche, lo pagaba a golpes con Aisha. La única solución que había encontrado Aisha había sido la de recordarle una y otra vez que ella era la madre de sus otros cuatro hijos, volcarse en éstos y obtener su entrega incondicional, con lo que lograba suscitar en su esposo el atávico sentimiento de unión familiar que todo musulmán respetaba. Gracias a ello, Brahim cedía a regañadientes… Pero, en un momento así… En un momento así no sería sólo Brahim, sino todo un pueblo enardecido, el que reclamaría al nazareno.
Hamid había bajado la mirada ante los pechos de Aisha, que se le insinuaban entre la ropa desordenada. «Cúbrete», le rogó tan turbado como se sintió ella al percatarse de su falta de pudor. Luego trató de entender lo que le decía la mujer, instándole con sus manos a que se tranquilizase y hablase más despacio. Aisha consiguió explicarse y el alfaquí no dudó un instante. Ambos partieron hacia la iglesia. Hamid renqueaba detrás de la mujer, intentando seguir su rápida marcha.
– ¡El muchacho es cristiano! -insistía el herrador sin cesar de zarandear a Hernando.
Hamid frunció el ceño.
– Tú, Yusuf-señaló al así llamado-, di la profesión de fe.
Al momento, muchos de los moriscos bajaron la mirada; el herrador titubeó.
– ¿Qué tiene que ver…? -empezó a quejarse Brahim desde lo alto del overo.
– Calla -ordenó Hamid, levantando una de sus manos-. ¡Reza! -insistió al herrador.
– No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios -entonó Yusuf.
– Continúa.
– Ésa es la profesión de fe. Ya es suficiente -se excusó el herrador.
– No. No lo es. En al-Andalus, no. Reza la oración de tus antepasados, aquellos a los que pretendes vengar.
Yusuf sostuvo la mirada del alfaquí durante unos segundos, pero luego bajó los ojos, al igual que muchos de los presentes.
– Reza la oración que deberías haber enseñado a tus hijos, pero que ya has olvidado -le reprochó Hamid-. ¿Alguno de los presentes puede recitar los atributos de la divinidad como es costumbre en nuestra tierra?
El alfaquí paseó la mirada por el grupo de moriscos. Nadie contestó.
– Hazlo tú, Hernando -le invitó entonces.
Tras soltarse de las amenazadoras manos del herrador, el muchacho recogió una de las casullas bordadas en oro amontonadas ante el altar; dudó unos instantes, luego se orientó hacia la quibla y se arrodilló sobre la seda.
– ¡No! -gritó Andrés, pero en esta ocasión los moriscos no le permitieron continuar y le golpearon. El sacristán se llevó las manos al rostro y sollozó ante la traición de su pupilo, al tiempo que Hernando iniciaba la plegaria:
– No hay otro Dios que Dios y Muhammad es el enviado de Dios. Sabe que toda persona está obligada a saber que Dios es uno en su reino. Creó las cosas todas que en el mundo existen, lo alto y lo bajo, el trono y el escabel, los cielos y la tierra, lo que hay en ellos y lo que existe entre ellos. -Hernando había iniciado la plegaria con voz trémula, pero a medida que surgían las palabras, su tono fue cobrando firmeza-. Todas las criaturas han sido formadas por su potestad; nada se mueve sin su permiso…
Incluso el caballo de color melocotón se mantuvo quieto durante los rezos. Hamid escuchaba complacido con los ojos entrecerrados; Aisha lo hacía atenta, estrujándose las manos, como si quisiera empujar las palabras que salían de boca de su hijo.
– Él es el primero y el último, el que se manifiesta y el que se oculta. Él conoce cuanto existe -finalizó el muchacho.
Nadie habló hasta que lo hizo Hamid:
– ¿Quién osa sostener ahora que este muchacho es cristiano?
5
Todos los cristianos de Juviles fueron confinados en la iglesia bajo la tutela de Hamid, quien debía intentar que apostataran de su religión y se convirtieran al islam.
Brahim se encaminó al norte, hacia la sierra, donde el Partal había dicho que acudiría a levantar a las gentes. A sus órdenes partió un variopinto grupo formado por media docena de hombres, unos armados con las armas obtenidas de la compañía de arcabuceros de Cádiar, otros con simples palos u hondas de esparto. Al final de la comitiva iba Hernando, que controlaba la recua de mulas, incrementada por seis buenos ejemplares escogidos por Brahim de entre los traídos de Cádiar.
Hernando había tenido que correr tras el overo de su padrastro. Cuando en la iglesia nadie se atrevió a poner en duda las palabras del alfaquí, Brahim espoleó a su caballo, dio media vuelta y ordenó al chico que le siguiera. Hernando ni siquiera había podido despedirse de Hamid o de su madre; con todo, sonrió al pasar junto a ellos. En la plaza de la iglesia le esperaban hombres y mulas.
– Como pierdas un animal o una carga, te arrancaré los ojos.
Tales fueron las únicas palabras que le dirigió su padrastro antes de iniciar la marcha.
Desde entonces, la única preocupación del muchacho consistió en arrear las mulas tras la montura de su padrastro y de los hombres que le seguían a pie. Las mulas de Juviles atendían a las órdenes; las requisadas lo hacían o no, según les viniese en gana. Una de ellas, la de mayor alzada, le lanzó una dentellada cuando la azuzó para que volviese a la fila. Hernando brincó con agilidad y evitó el mordisco, pero al ir a castigar al animal se encontró con las manos vacías.
«Ya te pillaré», maldijo entre dientes. La mula continuó a su aire mientras Hernando buscaba a su alrededor. «Un palo lo vería», pensó. Las mulas no eran tontas, pero aquélla necesitaba una lección. No podía arriesgarse a que le desobedecieran con su padrastro por ahí cerca, ya que sería él quien acabaría recibiendo el castigo, así que cogió un pedrusco de buen tamaño y volvió a acercarse al animal por su costado derecho, con el brazo a la espalda. En cuanto percibió la presencia del muchacho, la mula fue a morderle de nuevo, pero Hernando le propinó un fuerte golpe en el belfo con la piedra. El animal sacudió la cabeza y soltó un potente rebuzno. Hernando la arreó con suavidad y la mula volvió sumisa a su lugar en la recua. Al levantar la mirada se encontró con la de su padrastro que, girado en su montura, lo observaba con atención, atento, como siempre, a que el muchacho cometiera el más nimio error para poder castigarle.
Siguieron ascendiendo en dirección a Alcútar. Transitaban por un estrecho sendero en fila de a uno, y todavía no habían perdido de vista Juviles cuando el eco de una voz reverberó por desfiladeros, cañadas y montañas. Hernando se detuvo. Un escalofrío recorrió su espina dorsal. ¡Cuántas veces se lo había contado Hamid! Aun en la distancia, el muchacho reconoció el timbre de voz del alfaquí y lo percibió orgulloso, alegre, vivaz, chispeante; denotaba la misma satisfacción que el día en que le había mostrado la espada del Profeta.