Llegó por fin el día. Aún con el sol arriba, cuando faltaban horas para que aparecieran los invitados, Madre vistió a Carmona con la blusa blanca de cuello almidonado que era el uniforme de las grandes ocasiones, y lo puso a jugar con los pájaros de madera en el cuarto de las gemelas. Quería que todo estuviera igual a cuando oyó la voz por primera vez. Y en verdad la voz brotó en una o dos ocasiones por sí sola, sin que fuera necesario abrir el horno y alentar el canto con el chirrido de los goznes.
El calor se iba tornando más brioso cuanto más avanzaba la tarde. Un relente de tormenta agrietó el cielo. Carmona se cobijó de la sofocación en el fresco de los mosaicos, entre las camas de las gemelas, y allí se fue adormeciendo, lejos de los pájaros de madera. Al cabo de un rato, sintió el perfume a rosas de la señora Doncella y el trajín de las conversaciones. Madre se paseaba inquieta, con un vestido blanco de broderie y una rosa roja de tela junto al escote. Se la oía hablar sin ton ni son. Decía frases inútiles como: «Al calor tórrido del verano sucede la temperatura dulce del otoño». Nadie le hacía caso. Las gemelas dormían sobre un hato de muñecas desvestidas. Carmona oyó piar a los zorzales afuera; después, lo desconcertó un trueno. En un momento dado sintió un amago de brisa y también él se durmió.
Lo despertó la voz alterada de Madre. Vio el tumulto de los invitados al otro lado del cuarto, congeladas las facciones en una sonrisa boba, y por primera vez oyó a la imperiosa señora Doncella: «A ver, niño: ¿dónde está esa vocecita prodigiosa?». Obediente, Carmona puso el sueño a un lado y sopló, para que le saliera la voz. Pero la voz no se dejaba manejar. Le molestaba que la estuviesen mirando. «Anda a lavarte la cara», le ordenó Madre. Las gemelas se asustaron y rompieron a llorar. Padre se las llevó del cuarto mientras Carmona se mojaba los ojos con el agua indecisa de la canilla, que salía fresca o hirviendo, sin razón. Cuando volvió, Madre puso a su alcance los pájaros de madera. «No me hagas quedar mal con las visitas», le dijo. «Canta una sola vez y te dejaremos tranquilo.» Carmona entreabrió los labios y dibujó el minúsculo foso negro donde la voz anidaba, pero por más que sopló y sopló, la voz no vino. «Sos un caprichoso», le dijo Madre, «te gusta verme sufrir». Algo brotó por fin, pero no la voz sino un chillido innoble, penetrante, como el de los goznes del horno.
La señora Doncella se retiró casi en seguida, y Madre pasó el resto de la velada en tal estado de humillación que no abrió la boca. Para no cargar con sus reproches, Padre llevó al patio una hamaca de mimbre y, con el pretexto de cuidar a las gemelas, las meció durante horas, en silencio.
Carmona se refugió en su cama, sin poder dormir. Esperaba que Madre apareciera en cualquier momento y lo aplastara con el peso de su odio. No bien Madre viniera, se pondría de rodillas y le pediría perdón. Tal vez Madre dijese: «¿De qué te voy a perdonar, Carmona? ¿Acaso tenes la culpa de que la voz no te haya obedecido?». Pero Madre no vino. Carmona sintió que la ofensa de Madre lo seguiría esperando a lo largo de todo el futuro y que se le pondría por delante de cualquier cosa que hiciera.
La voz
La señora Doncella no era todavía un personaje tan decisivo en la vida de Carmona como lo sería muchos años después, cuando Madre ya estaba muerta. Siempre fue de una belleza extraña, sin edad. Al enviudar tendría veinticinco años, tal vez un poco menos: ya imponía, sin embargo, el respeto de una matrona. Cuarenta años después se la veía más joven. Las desventuras pasaban a su lado sin tocarla, como si no la reconocieran. Aun ahora, cuando ya todo ha terminado, sigue pareciéndose a la madona rubia que Paul Delvaux pintaba con tanta insistencia en la vejez: la que aparece desnuda en uno de sus mejores óleos, El sillón azul, y que sin duda es la misma de El jardín, donde se la ve sentada en un sofá de terciopelo, con los pechos al aire y el pubis desafiante, tocada con una capelina como las de Madre; es fácil ver que Delvaux la amaba mucho. La señora tenía el pelo lacio y largo, más dorado cuanto más cerca estaba de las raíces; los grandes ojos negros de párpados pesados, el mentón corto, infantil, que disimulaba su fuerza de carácter, y unos senos de adolescente, abiertos en ángulo obtuso, que ella disimulaba con espléndidas gargantillas de oro precolombino. En nada se asemejaban los pies, sin embargo: los de la modelo de Paul Delvaux se ven rústicos y palmeados; la señora Doncella, en cambio, lucía unos botines largos y finos como lenguas de gato. Olía siempre a rosas frescas y, aunque por su apariencia hiciera en todo justicia al nombre de Doncella, cuando hablaba era siempre tajante, imperativa, irresistible. No conozco a nadie que se hubiera negado a cualquiera de sus deseos. Salvo, tal vez, Carmona, aquella tarde en que no le brotó la voz. Pero ¿quería la señora oírlo en esa ocasión, o prefería más bien esperar hasta tener la voz para ella sola, como en verdad sucedió, tiempo después?
Carmona aprendió a reconocer las letras en las vidrieras de las jugueterías y en los envoltorios de los caramelos, y se entretenía barajando los sonidos en alta voz: don, la, mo. No pasaba de ahí. Sabía leer cuatro consonantes y tres vocales, pero sus manos carecían de destreza y era incapaz hasta de dibujar un redondel. Un día se acercó a Madre con un lápiz y un cuaderno y le rogó que lo mandase a la escuela. Madre se opuso: «Ni lo soñés. Primero tenes que aprender a dominar la voz».
Había en la casa un viejo fonógrafo de bocina salvado de los montepíos. Madre lo desempolvó y le cambió la púa. Cada tanto hacía escuchar a Carmona los prodigios de Elvira de Hidalgo interpretando a la Reina de la Noche y los trinos de Lily Pons en la escena de la locura de Lucía de Lammermoor. Ponía las arias dos o tres veces y se retiraba, con la esperanza de que Carmona, a solas con la voz, repitiera los sonidos sin equivocarse. Madre sentía que su cuerpo volvía entonces a la juventud, en las montañas amarillas, y se hacía la ilusión, por un momento, de que no había malgastado la vida. Pero vaya si la habías malgastado, Madre. La vida que llevabas era de lástima. Me tenías sólo a mí, y para lo único que yo te servía era para cantar.
Cada vez que terminaba una lección, Carmona insistía: «¿Y ahora por qué no aprendemos a leer?». Madre invariablemente le contestaba: «Porque cuando aprendas a leer ya no te interesará cantar». Una tarde, como premio por haber sostenido largamente uno de los do agudos de la Reina de la Noche, Madre le preguntó cuáles eran las letras que sabía. Escribieron siete en un pizarrón y jugaron a inventar palabras con ellas. Al principio, Madre componía frases sin sentido, acompañándolas con melodías improvisadas: «Mo no de la / da la ñamo». Carmona seguía: «No del ama / le da mona». Luego introducían nuevas cadencias e invertían las sílabas para convertirlas en fugas y contrapuntos. Tantas vueltas dieron que Madre tropezó, por azar, con las palabras que las luciérnagas habían dibujado la noche de su visita a las montañas amarillas.
– A ver, Carmona: ¿qué dicen estas letras?
Carmona reconocía los signos pero no sabía cómo agruparlos en sonidos.
– A mo a mo la ma no del a mo -silabeó Madre.
– Sí -agradeció Carmona-: Mano del amo. ¡Qué bonito!
– ¿Ves? -dijo Madre-. Ahora cambia las letras de lugar.
Carmona dibujó una ele.
– Lamo la mano del amo -leyó Madre-. No está nada mal.
El niño se sintió tan orgulloso que le echó los brazos al cuello y le dijo, sin pensar: