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Carmona hizo como que no veía y preguntó:

– ¿Necesitas otra cosa?

– Sí -dijo ella-. Que te vayas y no aparezcas más.

Las gemelas, atareadas con los maridos, sólo la visitaban de vez en cuando. «¿Por qué no tomas una sirvienta?», aconsejaban al hermano. «Madre no las tolera», respondía él. «Se queja de que le roban los centavos, las amenaza con cuchillos y las encierra en el baño con llave. Hasta las más curtidas se van al día siguiente. No le gusta que nadie la atienda sino yo.» Madre quería que Carmona estuviera siempre a su alcance, pendiente de sus órdenes, pero a la vez tenía miedo de que él la matara. Se lo decía una y otra vez: «¿Para qué seguís esperando? Ya que vas a matarme, mátame ahora». Él no sabía cómo hacer para apartarle la idea de la cabeza. «Lo que pasa es que no te animas», insistía Madre. «Sabes que cuando te descuides, los gatos te lo harán pagar caro.»

Una tarde la dejó dormida y fue a ver Hiroshima mon amour. La película describía una ciudad blanca, o quizás sólo la desolación de la blancura. Se veían los pasillos infinitos de un hospital, los enfermos, las escaleras, y un río de muertos a través de las ventanas. Llovían cenizas y ramas carbonizadas. En medio de las ruinas una pareja solitaria se amaba. Hasta ese momento, Carmona no había pensado en Madre. Pero vio las imágenes del mundo huérfano y la extrañó. ¿Quién era él, sin Madre?

(Madre era un reproche que le oprimía la garganta y lo volvía niño: con movimientos diestros lo empujaba hacia dentro de los ataúdes para que besara la frente de los difuntos, y así era el fin. Madre era un vacío que lo llamaba, el vientre ceñido de seda negra, el plasma tibio, la ternura: el principio. Hiroshima era Madre.)

En la película, los cuerpos desnudos de la pareja se entrelazaban: zumos, papilas, grutas. Del roce de los cuerpos subían vapores: la mirada caminaba a veces sobre los cuerpos como por un desierto y, a lo lejos, de pronto, brotaba un geiser. Se oía la voz velada del hombre, un japonés: «Eres como mil mujeres para mí». «Porque no me conoces», respondía la mujer, «sólo por eso». Una mano rayó la blancura de la pantalla y se posó sobre la nada: era una lumbre en el agua. «A lo mejor no es tan sólo por eso», decía el hombre: «No por completo». La mujer le sonreía: «Me gusta ser mil mujeres para ti». Y otra vez llovían las cenizas.

Carmona sintió necesidad de Madre, deseo, el aguijón de un amor que nunca había podido saciarse. ¿Madre era mil mujeres para él? Tal vez lo era, y aún no se lo había dicho. Quién sabe cuánto tiempo llevaba esperando Madre que alguien la abrazara y le dijera: Sos todas las mujeres para mí. Mientras no le hablaran así, ella tampoco podía pertenecer a nadie. Una mujer que no es todas las mujeres ni siquiera puede pertenecerse a sí misma.

Entró en la casa casi corriendo, el corazón ansioso, como cuando era niño. Madre leía el mismo libro de Swedenborg, meciéndose en la hamaca del patio. Hacía calor. Los pájaros volaban alto y del plumaje se les desprendían hebras irisadas. Carmona tomó las manos de Madre, que no tocaba desde hacía mucho, y las besó:

– Fuiste la única mujer para mí -le dijo-. Sos como mil mujeres -y tuvo la certeza de que Madre iba a repetir: «Me gusta que digas eso. Es lo que siempre he querido». Pero ella lo apartó con un desprecio que debía de llevar años esperando.

– Yo no soy mil mujeres. Yo soy yo -dijo-. A mí no tenes por qué meterme en tus porquerías.

Desde entonces, Carmona se había esforzado por ver a Madre tal cual era, pero la muerte no le había dado tiempo para poner la realidad en su lugar.

La noche antes de entrar en coma, Madre tenía el cuarto lleno de gatos. La Brepe estaba en sus brazos, y de tanto en tanto hundía el hocico entre los pechos fláccidos. Los otros gatos iban y venían por la cama llevando entre las fauces restos de la gran foto que Padre se había tomado junto a su última construcción: el alto pedestal para la estatua de un prócer, aún sin terminar. Madre ordenó a Carmona que arrojase a la basura los pedazos de la foto: estaban manchados por líneas de saliva, y el capitel románico en el que Padre se había esmerado tanto ya empezaba a descascararse.

Cada vez que Carmona vislumbraba en Madre algún gesto de amor se desconcertaba. Madre no podía amar a nadie, salvo a ella misma, y eso quién sabe. El amor y ella no parecían llevarse bien. Era tan inesperado para Carmona ver a Madre transportada de amor cuando jugaba con los gatos que, en vez de sobresaltarse, bostezaba.

– Me voy a la cama -dijo. Madre lo retuvo:

– Hace mucho que no cantas para mí, Carmona. Cántame ahora, mientras me duermo. En algún momento los hijos tienen que ser los padres de sus padres.

– Para cantar tengo que darte la espalda, Madre. A la voz le da miedo salir cuando te ve.

Fue hacia la puerta del cuarto y se quedó mirando el patio. La noche estaba llena de fugaces llamitas, libando de la negrura. Cantaré para ella un madrigal, Care Charming Sleep, pensó Carmona. La voz subió por los racimos alveolados de los pulmones y se dejó caer en las galerías de la tráquea. Estaba a punto de brotar cuando los gatos la inmovilizaron, clavándole los ojos.

– ¿Ves que no puedo, Madre? -dijo Carmona-. Quiero cantar, pero la voz se niega.

– No mientas -gritó Madre desde la cama-. Te pasas la vida echándole la culpa a tu voz. Cantas para cualquiera pero no para mí. Es lo único que te pido y te negás a dármelo.

Carmona trató de que su imaginación se alejara de allí, a un lugar que Madre no pudiese ver. Eso le daría confianza a la voz. Hizo un esfuerzo y pensó en los lirios de bronce que había visto brillar sobre una salina, pensó en las fotografías de unos palafitos a orillas del lago de Maracaibo, en una muchacha solitaria que lloraba en un baile, pensó en los lunares de las gemelas y en las montañas amarillas. Por un momento tuvo la voz en la punta de la lengua, pero la mirada fija de los gatos la ahuyentó nuevamente.

Corrió a su cuarto y se tendió en la cama. Madre le había llenado el dormitorio con los trastos inútiles de Padre. A los costados se amontonaban ahora columnas de facturas e impuestos de las fincas, planos, maquetas y cartapacios con interminables escuadrones de cifras que designaban quintales de hormigón y kilómetros de varillas para encofrados. Los papeles atraían un polen ceniciento y tenaz, que le irritaba la garganta.

Madre había dejado allí también los frascos de alcohol en los que Padre sumergía, de tanto en tanto, minúsculos animales rosados: larvas de la gran zanja, creía Madre. Pero Carmona sabía que no. Eran los huevos de los gatos que Padre solía castrar a escondidas. Yacían en un agua calma, azulada por la descomposición: algunos se habían desgajado en mínimas aletas, otros, carbonizados por el encierro, aún despedían calor. Cada vez que Padre los acercaba a la luz, los huevos se agitaban con pánico y trataban de ocultarse. Carmona quería vaciarlos en la pileta del fondo, que ya no se usaba, pero Madre no estaba de acuerdo.

«A Padre le costó mucho su colección de larvas», solía decir. «Lo menos que podemos hacer es respetar las cosas que le gustaban.»

Había en los frascos cierta fosforescencia que no dejaba dormir a Carmona: los destellos se convertían a veces en pequeñas burbujas impacientes, como flores de esperma. Todas las noches, al acostarse, se tomaba el trabajo de guardar los frascos en un armario, pero a la mañana siguiente aparecían otra vez al descubierto. Ahora, al salir del cuarto de Madre, aquellas mudas simientes soltaban en el alcohol estelas púrpuras de súplica. Carmona oyó caer la humedad de la noche. La luna llena resbaló en las paredes del patio y dibujó vetas de azufre y níquel, como las que había visto Madre en las montañas amarillas. En ese momento regresó la voz. Asomó su huidiza cabeza y poco a poco dejó salir el fino cuerpo, la pulpa, las membranas vibrátiles. Tanteó primero el aire con un par de escalas y luego, al ver que nadie estaba acechándola, cantó Care Charming Sleep como una adolescente intimidada. «Un poco más alto», le pidió Carmona, deseoso de que Madre la oyera. La voz avanzó con cautela por los corredores silenciosos del cuarto, y estaba a punto de levantar vuelo cuando Madre gritó: